La costa se curvó profundamente hacia adentro, y entonces Ulises vio un rompeolas a la izquierda. Estaba hecho de grandes bloques de piedra y se extendía a lo largo de varios kilómetros. Más que un simple rompeolas, era un alto muro destinado a proteger el puerto y la ciudad de naves hostiles. En la cima del acantilado se veían algunos inmensos, edificios grises y luego, al cruzar la primera de las entradas, gran número de barcos y una ciudad en la ladera de la colina del fondo.
Habían pasado una torre situada en el extremo del rompeolas y visto dentro personas detrás de algunas de las estrechas aberturas de las ventanas. Algo atronó, y él miró atrás y vio una forma gigante sobre la torre. Sostenía una trompeta inmensa en su boca descomunal. La probóscide elefantina estaba alzada sobre el instrumento como si ella, no el instrumento, trompetease.
Ulises decidió que sería mejor si él acudía a saludarlos en vez de obligarlos a ellos a salir. Sin duda no creerían que aquel pequeño navío pretendiese atacarles. Situó la nave entre la amplia entrada del rompeolas, bajo las dos torres de ambos lados de la entrada. Saludó a la gente de la torre y le sorprendió ver que la mayoría de ellos eran humanos. Llevaban yelmos de cuero y escudos que supuso de madera. Blandían lanzas (de punta de piedra, desde luego) o sostenían arcos y flechas. Tras ellos se alzaban las figuras grisáceos de los neshgais. Los gigantes debían de ser los oficiales.
Nadie disparó desde las torres. Debieron pensar como él que un pequeño navío no podía entrar con propósitos hostiles.
No se sintió tan seguro un momento después, cuando vio un gran bajel, tipo galera, que avanzaba rápidamente hacia el suyo. Lo dirigían varios soldados, dos tercios de ellos humanos, y tenía timón. No tenía vela. Tampoco tenía remeros.
Entonces abrió mucho los ojos con la extraña sensación de que acababa de meter la cabeza en una guillotina. No había visto ni oído nada que indicase que los neshgais tuviesen una tecnología tan avanzada.
Pero cuando la galera giró tras ellos y luego se colocó a su lado para dirigirles, no emitió más sonido que el silbido del agua cortada por la fina quilla y el rumor de las olas al abrirse. Si la embarcación llevaba un motor de combustión interna, tenía también unos excelentes instrumentos para silenciar el ruido.
– ¿Quién conduce eso? -dijo a Ghlij.
– No lo sé, Señor -respondió Ghlij.
El tono con que dijo Señor indicaba que creía que los días de Ulises como dios estaban contados. Pero no parecía demasiado alegre. Quizás también el hombre murciélago corriese peligro de verse esclavizado. Sin embargo, esto no parecía probable, pues Ghlij había dicho que los hombres murciélago comerciaban con los neshgais.
Contempló la nave. ¿Cómo se compaginaba su avanzado método de propulsión con las primitivas armas de su tripulación?
Se encogió de hombros. Ya lo descubriría. Y si no, tendría cosas más importantes de que preocuparse. Siempre había tenido la virtud de la paciencia, y la había fortalecido enormemente desde su despertar. Quizás su «piedritud» increíblemente larga había capacitado a su psique para absorber parte de la resistencia del material inerte y duro.
Su nave bajó la vela, y los remeros alzaron los remos para disminuir la velocidad, cuando el barco comenzó a deslizarse a lo largo del muelle siguiendo las instrucciones de un oficial de la galera. Humanos vistiendo sólo taparrabos tomaron las amarras que les arrojaron los peludos tripulantes y arrastraron el navío por encima de varios sacos de aspecto gomoso. La galera se deslizó por el mismo camino un minuto después y luego paró sus invisibles motores silenciosos y se detuvo a unos centímetros de una estructura que había delante.
Ulises pudo ver entonces más de cerca a los neshgais. Medían algo más de tres metros y tenían unas piernas cortas y vigorosas como columnas, y grandes pies desparramados. Eran largos de cuerpo, (diríase que debían padecer mucho de la espalda) y sus brazos eran muy musculosos. En las manos tenían cuatro dedos.
Las cabezas se parecían mucho a la cabeza tallada que habían visto en el pueblo vroomaw. Las orejas eran enormes, pero mucho más pequeñas en proporción a la cabeza que las de un elefante. La frente era muy ancha y nudosa en las sienes. No tenían cejas, pero las pestañas eran muy largas. Los ojos eran marrones, verdes o azules. La pellejuda y arrugada probóscide, cuando colgaba, les llegaba al pecho. Las bocas eran anchas, y de los labios muy gruesos (casi negroides, en realidad) les brotaban dos pequeños colmillos en ángulo recto respecto al plano de la cara. No tenían más que cuatro molares, y esto, claro está, afectaría a su idioma. Su airata, la lengua comercial, tendría un tono distinto. Tan distinto que era casi un nuevo lenguaje. Pero cuando el oído se acostumbraba, resultaba inteligible. Sin embargo, los humanos tenían dificultad para reproducir sonidos neshgais, y en consecuencia su airata era un compromiso entre aquél que hablaban pueblos de dentadura similar y el que hablaban los neshgais. Por fortuna, los neshgais eran capaces de entender el airata especial de sus esclavos.
Sus pieles variaban de un gris muy claro a un gris marrón.
Llevaban picudos yelmos de cuero con cuatro orejeras, muy parecidos, pensó Ulises, al gorro de Sherlock Holmes. Llevaban cuentas enormes, piedras de varios tipos atadas con cuerdas de cuero, alrededor de sus gruesos cuellos. Grandes petos de hueso pintados en rojo, negro y verde cubrían sus pechos, relativamente estrechos. Su única ropa (universal entre los humanos y entre los neshgais también) era un taparrabos. Las piernas de los oficiales tenían enrolladas unas cintas verdes, y sus enormes pies iban embutidos en sandalias. Algunos llevaban capas de vivos colores, con grandes plumas blancas en los bordes.
A Ulises le parecía que aquellas criaturas combinaban una ajenidad repugnante con un aura de poder y sabiduría. Esto último era consecuencia de su propia actitud hacia los elefantes, claro. Luego se recordó que los neshgais podrían ser descendientes de probóscides, pero no eran elefantes, lo mismo que él no era un simple mono. Y aunque su tamaño gigante y su indudable gran fuerza les proporcionaran ventajas, también les creaban ciertas desventajas. Todo tiene sus inconvenientes.
Un majestuoso neshgai se mantenía separado y delante de los otros en el muelle. Fue él quien habló a Ulises mientras todos los demás escuchaban respetuosamente. Lanzó un agudo trompeteo por su larga nariz (un saludo, como Ulises descubriría) y luego pronunció un breve discurso. Ulises, aunque sabía que el otro hablaba en airata, poco pudo entender por lo extraño del acento. Pidió a Ghlij que lo tradujera, advirtiéndole que no mintiese.
– ¿Y qué me haríais, Señor? -dijo Ghlij, mirándole de reojo sin disimular su odio.
– Puedo matarte ahora mismo -dijo Ulises-. No te subleves tan pronto.
Ghlij soltó un bufido y luego repitió en airata más inteligible lo que el oficial, Gushguzh, había dicho.
El resumen era que Ulises debía rendirse con su tripulación a Gushguzh. Él le conduciría a la ciudad, al edificio principal de la administración, la casa del soberano y de su primer ayudante, Shegnif. Allí le entrevistaría. Si Ulises no aceptaba rendirse inmediatamente, Gushguzh ordenaría que les atacasen.
– ¿Es ésta la capital? -dijo Ulises, señalando la ciudad de la colina. Era la población mayor que había visto hasta entonces, pero aun así no podía albergar a más de treinta mil seres, incluidos los humanos.
– No -dijo Ghlij-. Bruuzhgish está a varios kilómetros al este. Allí es donde viven la Mano de Nesh y su ayudante Shegnif.