Ghlij utilizó una palabra para indicar la posición de Shegnif que podría traducirse como Gran Visir.
Gushguzh habló de nuevo, y Ghlij dijo que debían abandonar la nave y subir la colina hasta la guarnición. Les proporcionarían transporte a todos para trasladarse a la capital. Al parecer, no le preocupaban las armas que los recién llegados llevaban.
Ulises salió el primero para colocarse al lado del descomunal Gushguzh. El gigante desprendía un olor más parecido al de un caballo sudoroso que al de un elefante. A Ulises le resultó agradable. El atronar de los estómagos de los neshgais, sin embargo, era un fenómeno que habría de rodear constantemente a Ulises en aquella tierra. Además, el neshgai comenzó a mascar un gran palo hecho de verduras prensadas y daba órdenes a sus soldados sin dejar de mascar. Los neshgais dedicaban mucho tiempo a comer porque así lo exigían sus grandes estómagos. Pero no tanto como los elefantes.
Organizada al fin, la cabalgata desfiló calle arriba directamente hacia la colina. Los soldados neshgais, esclavos humanos y oficiales no humanos, siguieron a los recién llegados. Wulka llevaba a Jyuks a la espalda. Ulises llevaba a Ghlij, seguido del enorme Gushguzh. Caminaba muy digna y lentamente ladera arriba. Cuando llegaron a la cima, jadeaba, y le caía saliva de la boca. Ulises recordó el comentario de Ghlij de que los neshgais eran propensos a las enfermedades cardíacas, pulmonares y de espalda, y a dolencias en pies y piernas. Pagaban cara la combinación d«gran tamaño y estructura bípeda.
La calle estaba pavimentada con ladrillos unidos con mortero y tenía una anchura de unos quince metros. Las casas eran cuadradas, tenían tres cúpulas y estaban cubiertas de diversas figuras y dibujos geométricos y pintadas de modo parecido a lo que se llamaba «psicodélico» en tiempos de Ulises. No había ciudadanos ni esclavos en la calle porque los soldados los habían desalojado. Pero se asomaron a puertas y ventanas a su paso muchas caras grises o tostadas. Según Ghlij, los neshgais jamás habían visto felinos peludos como aquéllos.
Gushguzh les dejó a la entrada del fuerte de la guarnición, que era un edificio con forma de castillo hecho de ciclópeos bloques de granito, Pasó una hora; luego otra. Era como estar en el ejército, pensó Ulises. Correr y esperar. Diez millones de años habían creado un nuevo tipo de ser inteligente, pero el procedimiento militar no había variado en absoluto.
Awina estuvo un rato cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro, hasta que por fin se acercó a Ulises y se apoyó en él.
– Temo, mi Señor -dijo-, que nos hemos puesto en manos de los narigudos, y que harán con nosotros lo que quieran. Somos demasiado pocos para defendernos.
Ulises le dio una palmada en la espalda, gozando, pese a su ansiedad, la suave sensualidad de aquella piel.
– No te preocupes -dijo-. Los neshgais parecen ser individuos inteligentes. Se darán cuenta de que tengo mucho que ofrecerles y que no deben tratamos como si fuésemos una manada de perros salvajes.
Esa había sido su principal razón para penetrar tan audazmente en territorio neshgai. Pero luego la galera le había dejado asombrado. ¿Y si aquella gente estuviese tan adelantada que nada de lo que pudiese ofrecerles fuese comparable a lo que ya tenían? Ciertamente no había visto signo alguno de transporte terrestre con motores, y eso resultaba extraño. Quizás los motores que la galera utilizaba exigiesen demasiado espacio y combustible para poder aplicarse a los automóviles. En cuyo caso, podría enseñarles a construir coches de vapor.
Entonces se abrieron las puertas del fuerte y salió una hilera de automóviles y camiones. Se parecían un poco a los primeros coches de su época, parecían carros y carruajes modificados. Eran todos de madera, salvo ruedas y neumáticos. Las ruedas parecían de vidrio u otro plástico que parecía vidrio. (El vidrio, por supuesto, era un plástico) Los neumáticos parecían de goma blanca, y (según se enteró más tarde) los hacían de la savia, especialmente tratada, de un árbol que no había existido en su época.
Los vehículos tenían que ser inmensos para albergar a los gigantescos neshgais. Los volantes eran enormes, parecían más timones de navíos. Debía necesitarse gran fuerza y grandes manos para girarlos, y quizás ésa fuese la razón de que sólo los neshgais condujesen, incluso en los camiones. Sin embargo, Ghlij dijo que nunca confiaban en los humanos para conducir vehículos o para utilizar instrumentos tecnológicos avanzados, salvo los transmisores de voces.
Ningún sonido brotaba del capó. Ulises puso su mano sobre la madera pero no percibió ninguna vibración. Preguntó a Ghlij qué impulsaba los vehículos, y Ghlij se encogió de hombros.
– No lo sé -dijo-. Los neshgais me dieron cierta libertad como vendedor de artículos e información. Pero no me describieron sus aparatos ni me dejaron siquiera aproximarme a uno sin supervisión.
Aquello debía haberle resultado muy frustrante a Ghlij, pensó Ulises, pues su objetivo primario allí sería sin duda descubrir el secreto de la tecnología neshgai.
Había en su cultura muchas contradicciones. Había tantas cosas primitivas allí, junto a instrumentos avanzados. Los neshgais tenían arcos y flechas, lanzas de punta de plástico, pero no tenían pólvora. O quizás supiesen de la pólvora pero no tenían armas de fuego porque carecían de metal o de un plástico que pudiese sustituir al metal.
Gushguzh apareció sentado en el asiento trasero del primer vehículo. Dejó de comer un inmenso plato de verdura y de beber de una jarra de leche el tiempo suficiente para pedir comida para los humanos y los recién llegados. La mayoría de la comida era verdura, pero había también algo de carne de caballo. Los caballos se utilizaban también, como descubriría, para arrastrar carros y carruajes para los esclavos humanos y los neshgais rurales.
Después de comer, la mayor parte del grupo de Ulises pasó a los camiones, y los soldados humanos se unieron a ellos. Ulises, sus jefes, Awina y los dos hombres murciélago entraron en el coche que iba detrás del de Gushguzh.
El coche avanzó por una carretera de ladrillo cubierta con plástico en el que había incrustados trozos de ladrillos para mejorar la tracción. Ulises observó al conductor, que controlaba su velocidad y el freno con un solo pedal bajo el pie derecho. El panel de instrumentos contenía una serie de marcadores y válvulas con varios símbolos. Ulises los estudió porque eran las primeras indicaciones de escritura que veía. Había algunos símbolos familiares, un 4 invertido, una H a su lado, una O, una T, una Z barrada, pero se trataba de símbolos cuya simplicidad hacía probable que hubiesen sido inventados independientemente.
Los vehículos tenían parabrisas, pero los laterales iban abiertos. El viento no era problema, pues los coches nunca sobrepasaban los cuarenta y cinco kilómetros por hora. Y descendían a veinte en las subidas. No brotaba ni un simple ronroneo de los motores.
Después de más o menos hora y media, la comitiva desembocó en la plaza de un gran fuerte, y el grupo pasó de aquellos vehículos a otros. Ulises no entendía por qué debían cambiar de coche como si fuesen viajeros del Pony Express. Luego pensó que su comparación con el Pony Express podría resultar más apropiada de lo que suponía. Quizás los motores no fuesen mecánicos ni eléctricos sino biológicos. ¿Podían estar utilizando los neshgais algún tipo de motor muscular?
Vio a un esclavo vertiendo combustible en el tanque a través de un tubo, a un lado del capó, y esto fortaleció su teoría. El combustible no era desde luego gasolina ni nada parecido. Era espeso como jarabe y tenía un olor vegetal. ¿Alimento para el motor vivo?
La comitiva partió de nuevo, dirigiéndose hacia el campo como antes. Era un terreno ondulado y de grandes bosques con sólo los claros de algunos cultivos y caseríos. Había algunas plantas extrañas en las tierras de cultivo y una vez, que se pararon a descansar, se acercó al campo más próximo. Nadie intentó detenerle, aunque había tres arqueros cerca de él. Las plantas tenían poco más de dos metros de altura y eran verdes y de finos tallos, con frutos en forma de caja de un verde oscuro. Cogió uno para examinarlo. El tallo se inclinó dócilmente sin el menor indicio de que fuese a romperse. Abrió la carnosa caja hundiendo los dedos en una ranura de su parte superior. Bajo las capas de suaves hojas verdosas había una placa delgada y cartilaginosa cuya superficie cruzaban líneas oscuras anchas y estrechas. Donde se unían las líneas había pequeños globos verdes y pulposos. Intentó imaginarse lo que parecería la placa cuando madurase.