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A menos que estuviese dando demasiada cuerda a su imaginación, contemplaba un cuadro de circuito impreso aún no maduro.

Gushguzh dijo algo, y todos volvieron a los vehículos. Ulises pasó a observar los campos con más interés y, al cabo de kilómetro y medio vio otro cultivo que creyó poder identificar. O al menos, podía suponer razonablemente su naturaleza. Eran unas plantas bajas, achaparradas, y crecían en ellas cajas redondas envueltas en hojas. Las cajas eran de algo más de un metro de longitud, un metro de anchura y algo menos de profundidad. Su teoría era que aquellos eran los motores de los vehículos. Eran de origen vegetal, no animal, aunque podían ser plantas con muchas proteínas.

Consideró las implicaciones de su descubrimiento mientras cruzaban más campos con una variedad de cultivos cuya naturaleza no podía siquiera imaginar. Pasaron también por una serie de pueblos formados por las casas mayores, esculpidas y pintadas, de los neshgais y las más pequeñas, sin esculturas y a menudo sin pintar, de los humanos. Al cabo de un rato, dejó de teorizar sobre la tecnología vegetal de los neshgais y consideró las implicaciones de la estructura de los pueblos y de los caseríos. Los humanos parecían sobrepasar a los neshgais en una relación de seis a uno o de unos tres adultos humanos por cada adulto neshgai. Aunque eran inmensos y parecían muy fuertes, un neshgai no podía compararse con tres humanos actuando de acuerdo y mucho más rápidos, aunque algunos de los humanos fuesen hembras.

¿Qué impedía a los humanos rebelarse? ¿Tenían mentalidad de esclavos? ¿Había alguna arma que hacía invencibles a los nesgáis? ¿Vivían en realidad los humanos en una simbiosis con los neshgais que era lo bastante provechosa para ellos como para que no les preocupase la esclavitud?

Pensó en los soldados humanos que se sentaban frente a él. Eran medio calvos. Los hombres y las mujeres que había visto en los pueblos eran semicalvos, aunque los niños tenían pelo en toda la cabeza. Era un pelo muy rizado. Su piel era de un hermoso color aceituna. Los ojos castaños o, a veces, castaño verdosos. Las caras solían ser estrechas con tendencia a las narices aguileñas, las barbillas afiladas y los pómulos altos.

El único rasgo no humano era que carecían de dedo meñique en los pies. Pero esto podía achacarse a la evolución. Después de todo, algunos teorizadores, tanto científicos como profanos, habían dicho que el hombre podía perder esos dedos. Y sus muelas del juicio.

Se inclinó hacia adelante y habló en airata al soldado de enfrente. Pareció desconcertarse y alarmarse un poco, al principio. Ulises repitió su petición más lentamente. Esta vez el soldado comprendió la mayoría del mensaje. Su airata no era como el de Ghlij o el de Ulises, puesto que el airata era su idioma nativo y se había desviado un tanto del original. Pero Ghlij conocía las palabras extrañas y las traducía.

El soldado parecía receloso al principio, pero Ulises le aseguró que no le haría ningún daño. El soldado se volvió y preguntó al gigante que tenía detrás si debía obedecer. La gran cabeza elefantina se volvió, miró a Ulises y luego habló. El soldado abrió su boca y Ulises miró dentro y recorrió los dientes con el dedo. No había muela del juicio.

Ulises le dio las gracias. El neshgai sacó un cuaderno y escribió algo en él con una pluma estilográfica del tamaño de una linterna grande.

El viaje duró hasta bien entrada la noche. Cambiaron cinco veces de vehículo. Al final, descendieron entre grandes cerros a una llanura sobre un acantilado que daba al mar. La ciudad estaba aún bien iluminada con antorchas y bombillas de luz eléctrica. O lo que parecían bombillas, aunque Ulises pensó que bien podían ser organismos vivos. Estaban unidas a cajas marrones de baterías vegetales vivientes con células de combustible.

La propia ciudad estaba amurallada y parecía más que nada una ilustración de Bagdad de un ejemplar de Las Mil y Una Noches. La comitiva cruzó las puertas que se cerraron tras ella y recorrió las calles hacia el centro de la dudad. Se bajaron allí de sus vehículos y penetraron en un inmenso edificio subiendo a una enorme sala cuyas puertas se cerraron también tras ellos. Sin embargo, allí les esperaba comida, y después de comer literas donde dormir.

Awina subió a la litera que quedaba encima de la de Ulises, pero éste, al despertar a media noche, la descubrió a su lado. Temblaba y gemía suavemente. Ulises se quedó asombrado, pero logró controlarse y preguntarle, en voz baja, qué hacía allí.

– Tuve un sueño terrible -dijo-. Era tan aterrador que me desperté. Y me da miedo volver a dormirme. Y hasta estar sola en la cama. Así que bajé aquí para que vos me dieseis fuerza y valor. ¿Hice mal, mi Señor?

La acarició entre las orejas y luego le tiró cariñosamente de ellas.

– No -dijo él. Había llegado a acostumbrarse a que los felinos le tocasen para poder extraer de él parte de sus cualidades divinas. Era una superstición inofensiva y les beneficiaba psicológicamente.

Miró a su alrededor. Las bombillas, colocadas en cajas en la pared, no eran tan brillantes como al entrar en la sala. Daban luz suficiente para que pudiese ver con claridad a los que estaban cerca, sin embargo. Todos dormían. Nadie parecía darse cuenta de que Awina estuviese en su cama. Ni nadie hubiese puesto objeciones. Sabía por entonces que podía hacer con ellos lo que desease y que no protestarían. Él era su dios, aunque fuese, después de todo, un dios menor.

– ¿Cómo era el sueño? -dijo, sin dejar de darle palmadas. Acarició su mandíbula y luego su cara. Ella se estremeció y luego dijo:

– Soñaba que estaba durmiendo en este mismo lugar. Y entonces dos de los pieles grises vinieron y me sacaron de la cama y me llevaron fuera de aquí. Y recorrieron muchas salas y bajaron por muchas escaleras oscuras hasta una cámara profunda debajo de esta ciudad. Allí me encadenaron a la pared y empezaron a hacerme mucho daño. Clavaban sus colmillos en mí e intentaban arrancarme las piernas y por último me desencadenaron y me tiraron al suelo y empezaron a aplastarme con sus grandes pies.

»En aquel momento se abrió la puerta de la sala y os vi a vos en la habitación contigua. Estabais allí rodeando con el brazo a una mujer humana. Ella os besaba y vos me veíais y os reíais de mí cuando os suplicaba que roe ayudarais. Y luego la puerta se cerró de golpe y los neshgais comenzaron a patearme otra vez, y luego uno dijo: «¡El Señor toma esta noche una compañera humanal»

»Y yo dije: «Dejadme morir» Pero en realidad no quería morir. No quería morir lejos de vos, mi Señor.

Ulises pensó en aquel sueño. Ya había tenido muchos sueños relacionados con ella, los suficientes para saber lo que su inconsciente intentaba decirle, aunque también tenía conciencia de cuáles eran sus sentimientos. Sin embargo resultaba difícil interpretar aquel sueño. Si utilizaba la máxima freudiana de que los sueños representaban deseos, entonces ella deseaba que él tuviese una hembra humana como compañera. Y deseaba también castigarse a sí misma. Pero, ¿castigarse a sí misma por qué? Ella no sería culpable por ningún deseo de él. La cultura wufea tenía muchas cosas por las que su pueblo podía sentirse culpable, como todas las culturas, humanas o no humanas, pero esta no era una de ellas.

El problema era que la máxima freudiana nunca había demostrado ser cierta y, en segundo término, el subconsciente de individuos descendientes de gatos (si es que habían sido gatos) podría diferir del de la gente que descendía de monos.