Cualquiera que fuese la interpretación de sus sueños, era evidente que estaba preocupada por las hembras humanas. Sin embargo él nunca le había dado razón alguna para que le considerase otra cosa que un dios. O para que se considerase a sí misma algo más que una auxiliar de un dios, aunque el dios le tuviese cariño.
– ¿Te encuentras bien ya? -preguntó él-. ¿Crees que puedes volver a tu cama?
Ella asintió.
– Entonces, lo mejor es que vuelvas a dormir.
Ella guardó silencio un instante y él sintió que su cuerpo se tensaba al hacerle una caricia de despedida.
– Muy bien, Señor -dijo ella quedamente-. No quería ofenderos.
– No me ofendiste -dijo él.
No creyó necesario añadir más. Podría sentirse débil y pedirle que se quedase con él. También él necesitaba consuelo.
Ella subió a su cama. Él siguió acostado lo que le pareció un largo rato, mientras los cansados e inquietos wufeas, wuagarondites y alkumquibes roncaban, se agitaban o murmuraban a su alrededor. ¿Qué sucedería al día siguiente? Hoy, más bien, pues pronto amanecería.
Tenía la sensación de estar balanceándose en la cuna del tiempo. Tiempo. Nadie lo comprendía, nadie podía explicarlo. El tiempo era más misterioso que Dios. A Dios podía entendérsele. Se pensaba en Dios como en un hombre. Pero el Tiempo no se entendía, su esencia y origen no se percibían ni siquiera levemente a su paso.
Estaba balanceándose en la cuna del tiempo. Era un niño de diez millones de años. Quizás un niño de diez billones de años. Diez millones de años. Ninguna otra criatura viva había soportado tal cuantía de tiempo, fuese lo que fuese el tiempo; y sin embargo diez millones o diez billones de años nada eran en el tiempo. Nada. Él había soportado (no vivido) diez millones de años, y debía morir pronto. Y si moría (cuando muriese) podría muy bien no haber vivido nunca. No sería más que un aborto producido en algún sub-humano dos millones antes de que naciese. Eso y sólo eso, y ¿qué bienes le ofrecía a él la vida? ¿O a cualquiera?
Intentó ahuyentar estos pensamientos. Estaba vivo, y aquel filosofar era inútil, aunque fuese inevitable en un ser inteligente. Incluso el menos listo de los seres humanos debía de pensar sin duda en la futilidad de la vida individual y en el carácter incomprensible del tiempo por lo menos una vez en su vida. Pero recrearse en tales pensamientos era propio de neurótico. La vida tenía su propia respuesta, pregunta y respuesta envueltas en una sola piel.
Si al menos pudiese dormir… Se despertó al abrirse las grandes puertas y oírse el rumor de los inmensos pies de los neshgais que entraban. Luego tomó el desayuno y se dio una ducha (sus hombres se abstuvieron de imitarle) y utilizó su cuchillo para arreglarse las patillas. No tenía que afeitarse más que cada tres días y esta tarea le llevaba sólo un minuto. No sabía si eran responsables de su falta de barba sus genes indios o si intervenían también otros factores.
Se quitó la ropa, que estaba demasiado sucia y rota, y se la dio a Awina para que la lavase y cosiese. Metió el cuchillo en un bolsillo lateral del taparrabos que le dio un esclavo, se puso sandalias nuevas y salió de la sala siguiendo a Gushguzh. Los demás no estaban invitados. Las grandes puertas se cerraron en sus narices.
El interior del enorme edificio de cuatro plantas estaba tan esculpido y adornado y brillantemente pintado como el exterior. Había muchos esclavos humanos en los anchos pasillos, pero muy pocos soldados. La mayoría de los guardianes eran neshgais de cuatro metros de altura con yelmos de cuero a los que iban enrollados brillantes turbantes escarlata y que sostenían tanzas que parecían pinos y escudos sobre los que iba pintada una X dentro de un circulo roto. Se cuadraban al aproximarse Gushguzh y golpeaban el suelo con las lanzas alzando un ruido resonante en los suelos de mármol.
Gushguzh condujo a Ulises por varios vestíbulos y subieron dos tramos de retorcidas escaleras de mármol con pasamanos exquisitamente tallados y bajaron luego más pasillos que daban a glandes salas de inmensos muebles enjoyados y estatuas pintadas. Vio gran número de hembras neshgais. Medían éstas entre dos ochenta y tres metros de altura y carecían por completo de colmillos. Llevaban taparrabos y largos pendientes y, algunas, un anillo u ornamento insertado en la piel a un lado de sus probóscides. Sus pechos estaban situados muy abajo y plenamente desarrollados, como los de todas las hembras inteligentes que había visto, estuviesen o no amamantando. Desprendían un perfume agradable y penetrante, y las jóvenes se pintaban la cara.
Al fin se detuvieron ante una puerta de un intenso color rojo y maciza textura. Había en ella gran número de figuras y símbolos grabados. Los guardianes que había apostados saludaron a Gushguzh. Uno abrió las puertas y Ulises se vio conducido a una cavernosa sala en la que había muchas estanterías con libros y unas cuantas sillas frente a un sillón y una mesa gigantescos. Un neshgai, que llevaba gafas sin montura y un gorro de papel cónico muy largo en el que había pintados muchos símbolos, se sentaba tras la mesa.
Aquel era Shegnif, el Gran Visir.
Un momento después, Ghlij fue introducido en la sala por un oficial. Sonreía, y parte de su placer se debía sin duda al alivio de verse con las alas desatadas. Otra parte se debía a que esperaba presenciar la humillación de Ulises.
Shegnif hizo a Ulises algunas preguntas con voz profunda aún para los neshgais, que solían tener voz de trueno. Ulises las contestó verazmente y sin vacilación. Le preguntó cuál era su nombre, de dónde venía, si había otros como él, etc. Pero cuando dijo que venía de otro tiempo, quizás de hacía diez millones de años, y que un rayo le había «despetrificado», y que había ido allí después de pasar por el Árbol, Shegnif pareció también tocado por el rayo. A Ghlij no le agradó la reacción; borró su sonrisa y comenzó a moverse inquieto sobre sus grandes pies huesudos.
Tras un largo silencio sólo roto por los estruendos estomacales de los tres neshgais, Shegnif se quitó sus grandes gafas redondas y las limpió con un paño tan grande como una alfombra. Volvió a ponérselas y se inclinó sobre su mesa para contemplar al humano que tenía ante él.
– O eres un mentiroso -dijo- o un agente del Árbol. O, simplemente, estás diciendo la verdad. Dime, alas de murciélago -preguntó a Ghlij-. ¿Dice la verdad?
Ghlij pareció encogerse por dentro. Miró a Ulises y luego volvió a mirar a Shegnif. Era evidente que no se decidía a denunciar a Ulises como mentiroso o a admitir que la historia era cierta. Él quería desacreditar al humano, pero si lo intentaba y fracasaba, quedaría desacreditado él. Quizás eso entre los neshgais significase la muerte, lo que explicaría el sudor de su cuerpo en aquella fresca mañana.
– ¿Bien, qué me dices? -dijo Shegnif.
Ghlij era quien tenía toda la ventaja, pues Shegnif le conocía. Por otra parte, Shegnif quizás tuviese sus recelos respecto a Ghlij y su especie.
Su observación sobre «un agente del Árbol» debía significar que consideraba al Árbol una entidad, una entidad hostil. Si así era, debía tener su idea de los motivos de Ghlij, pues tenía que saber también que el hombre murciélago vivía en el Árbol. ¿O no lo sabía? Los hombres murciélago podían haberle dicho que procedían de más allá del Árbol, sin que él tuviese medio de comprobarlo. Al menos hasta la aparición de Ulises.
– No sé si miente o no -dijo Ghlij-. Me dijo que era el dios de piedra vuelto a la vida, pero yo no le vi volver a la vida.
– ¿Has visto al dios de piedra de los wufeas?
– Sí.
– ¿Y volviste a ver al dios de piedra después de la aparición de este hombre?
– No -respondió Ghlij, vacilante-. Pero tampoco fui al templo a ver si estaba allí todavía. Le creí, aunque no debí creerle.