A última hora de aquel día vino a buscarle un oficial que se presentó como Tarshkrat. Siguió la flotante capa del gigante hasta la oficina de Shegnif. El Gran Visir pidió a Ulises que se sentara y le ofreció un líquido oscuro parecido al vino. Ulises lo aceptó y le dio las gracias pero bebió muy poco. Aun así, aquel poco hizo cantar sus venas.
Shegnif sorbió el líquido con su trompa y se la introdujo en la boca mientras corrían por sus mejillas lágrimas de placer o de dolor. El recipiente de piedra que había ante ellos contenía más de dos litros de aquel licor, pero Shegnif no bebió mucho. Sólo intentaba dar la impresión de que lo hacía. Mientras escuchaba las palabras de Ulises, hundía la trompa con frecuencia en la vasija de piedra. Pero probablemente no hiciese más que agitar el líquido con la planta de la trompa.
Por último, levantó una mano indicando a Ulises que se callara, y dijo:
– ¿Así que crees que el Árbol no es una entidad inteligente?
– No, no creo que lo sea -dijo Ulises-. Creo que a los hombres murciélago les gustaría que todos creyesen que lo es.
– Probablemente seas sincero en lo que dices -atronó el Gran Visir-. Pero sé que estás equivocado. ¡Yo sé que el Árbol es un ser único e inteligente!
Ulises se irguió aún más y preguntó:
– ¿Cómo lo sabe?
– El Libro de Tiznak nos lo dice -dijo Shegnif-. O más bien se lo ha dicho a algunos de nosotros. Sólo puedo leer el Libro esporádicamente. Pero creo a los que afirman que leyeron eso sobre el Árbol.
– No sé qué quiere decir.
– Ni yo esperaba que lo supieras. Pero lo sabrás. Correrá a mi cargo que lo sepas.
– Sea o no un ser inteligente, el Árbol crece -dijo Ulises-. Cubrirá esta tierra en unos cincuenta años si sigue creciendo a este ritmo. Y, ¿a dónde habrán de irse los neshgais?
– Al parecer el Árbol tiene limitado su crecimiento cerca de la costa del mar -dijo el Gran Visir-. Si no nos habría cubierto hace mucho. Está creciendo hacia el norte, y con el tiempo acabará cubriendo toda la tierra del norte. Salvo cerca de la costa. No es el crecimiento del Árbol en sí mismo lo que tememos. Tememos a las gentes del Árbol. El Árbol ha estado enviándolos contra nosotros, y no dejará de hacerlo hasta que nos haya exterminado u obligado a vivir con él.
– ¿Cree realmente eso? -preguntó Ulises.
– ¡Lo sé!
– ¿Y qué me dice de los hombres murciélago?
– No sabía, hasta que me lo dijiste, que vivían en el Árbol. Siempre habían dicho que venían del norte. Si lo que me cuentas es cierto, son enemigos nuestros. Son, podríamos decir, los ojos del Árbol. Lo misino que los otros pueblos, los vignoon y otros, son las manos del Árbol.
– Si el Árbol es una entidad con inteligencia -dijo Ulises-, tendría que tener un cerebro central. Y ese cerebro, una vez localizado, podría destruirse. Si el Árbol es sólo un vegetal sin mente, controlado por los hombres murciélago, hay que localizar a éstos y destruirlos.
Shegnif meditó esto unos minutos. Ulises le observó por encima de su alto vaso y tomó un trago de aquel fuerte licor. Qué extraño, pensó, estar sentado en aquel sillón hablando con un ser que descendía de los elefantes, sobre unos hombrecillos alados y una planta que podría tener un cerebro o varios cerebros.
Shegnif agitó su trompa y se rascó la frente con la punta.
– ¿Por qué al matar al cerebro central del Árbol o a todos los hombres murciélago iba a cesar el crecimiento del Árbol?
– Si uno mata el cerebro de un animal, mata a todo el animal -dijo Ulises-. Esto podría cumplirse también con una entidad vegetal compleja, en cuyo caso el Árbol morirá. Los neshgais tendrán madera suficiente por lo menos para un millar de años -añadió.
Shegnif no sonrió. Quizás el sentido de humor de los neshgais no fuese el de los humanos.
– Si el cerebro está muerto -continuó Ulises-, aunque el Árbol viva al menos no organizará a sus habitantes para un ataque. Son primitivos, relativamente pocos en número, y se pondrían a guerrear entre sí, si el Árbol o los hombres murciélago no lo impidiesen.
»Si el Árbol es sólo un medio del que se sirven los hombres murciélago para controlar esta tierra, el matar a los hombres murciélago desorganizaría a los otros pueblos que viven en el Árbol. Y entonces podríamos afrontar el problema de matar al propio Árbol. Yo sugeriría envenenarle.
– Haría falta mucho veneno -dijo Shegnif.
– Yo sé mucho de venenos.
Shegnif alzó la piel donde deberían haber estado sus cejas, caso de tenerlas.
– ¿De veras? Bueno, venenos aparte, ¿cómo se podría localizar a los hombres murciélago? O atacarlos… Tienen todas las ventajas.
Ulises le explicó cómo creía que se podía hacer. Habló durante más de una hora. Shegnif dijo por último que ya había oído bastante. Habría rechazado sus ideas inmediatamente si se las hubiese expuesto cualquier otro. Pero Ulises había dicho que los instrumentos que construiría habían sido en otros tiempos comunes, y no veía ninguna razón para dudarlo. Tendría que meditar aquella propuesta.
Un poco atontado por el vino bebido, Ulises dejó al Gran Visir. Se sentía optimista, pero sabía también que Shegnif hablaría de nuevo con los hombres murciélago, y Dios sabía lo que podrían influir en él.
El oficial que le conducía le llevó a una suite de varias habitaciones en vez de a la gran sala donde había dormido. Ulises le preguntó por qué le separaban de los suyos.
– No lo sé -dijo el oficial-. Tengo orden de traerle a usted aquí.
– Yo preferiría estar con mi gente.
– No lo dudo -dijo el oficial, mirándole con la trompa rígida, extendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al plano de su cara-. Pero mis órdenes dicen lo contrario. Transmitiré, sin embargo, su petición a mis superiores.
La suite había sido construida para neshgais, no para humanos. El mobiliario era enorme y, para él, inadecuado. Sin embargo, no estaría solo. Tenía como sirvientas a dos mujeres humanas.
– No necesito estas esclavas -dijo Ulises-. Puedo arreglármelas solo.
– Desde luego -dijo el oficial-. Transmitiré vuestra petición de que os dejen solo.
Y ése será el final, pensó Ulises. Se proporcionan esclavos no sólo para mi comodidad. Son también espías.
El neshgai se paró en la puerta, con las manos en el pomo, y dijo:
– Si necesita cualquier cosa que las mujeres no puedan proporcionarle, hable por esa caja de la mesa. Los guardianes de fuera le contestarán.
Abrió la puerta, saludó llevándose el índice de la mano derecha al extremo de su probóscide alzada, y cerró la puerta. El cerrojo chasqueó sonoramente al cerrarse.
Ulises pregunto a las dos mujeres sus nombres. Una se llamaba Lusha; la otra, Thebi. Las dos eran jóvenes y atractivas, si pasaba por alto la calvicie parcial y las barbillas demasiado prominentes. Lusha era delgada y de pechos pequeños, pero graciosa y atractiva. Thebi tenía grandes pechos, y bordeaba la gordura. Tenía los ojos de un verde brillante y sonreía mucho. Le recordaba muchísimo a su mujer. Existía la posibilidad, se dijo, de que descendiese incluso de su mujer, y por supuesto de él, pues habían tenido tres hijos. Pero la similitud con Clara podía ser sólo coincidencia, porque ella no llevaría ya genes de ancestros tan remotos.
Lusha y Thebi tenían un pelo oscuro, tupido y muy rizado, y comenzaba a nacerles en la mitad de su cabeza. Les caía hasta la cintura y estaba adornado por pequeñas imágenes de madera, anillos y varias cintas de brillantes colores. Llevaban pendientes, y los labios pintados de rojo y los ojos circundados de un aceite azulado. Llevaban también collares de cuentas y piedras coloreadas al cuello, y símbolos pintados en el vientre. Estos, le explicaron, eran la marca de su propietario, Shegnif.
Sus taparrabos eran de color escarlata con pentágonos verdes. Una franja negra y fina descendía por ambos lados de sus piernas y terminaba en círculos alrededor de los tobillos. Llevaban las sandalias pintadas en oro.