Luego se vieron al borde de la oscuridad y bajo los árboles. Formaron círculos concéntricos disparando contra los hombres murciélago que descendían lo bastante para poder convertirse en blancos razonables.
Lejos, hacia el oeste, hacia donde estaba la ciudad, las nubes reflejaban brillantes luces, probablemente de edificios ardiendo.
Había otros peligros además de los hombres alados. Un carro blindado apareció, y saltó un humano que corrió hacia él. Ordenó a Ulises que informara a los oficiales neshgai del coche. Ulises lo hizo, y supo que Bleezhmag, el equivalente a un coronel del cuerpo blindado, esperaba allí junto a la puerta abierta. Bleezhmag tenía una profunda herida en la frente, un ligero corte en la trompa y un agujero en el brazo izquierdo. Sus soldados humanos habían salido del coche y tiraban saetas de madera con ballestas del mismo material.
– Tengo órdenes del Gran Visir de sacarle de la zona de peligro, -dijo.
Alzó la vista hacia las figuras de grandes alas que volaban en la oscuridad con el resplandor del gas ardiendo.
– Nos han alcanzado dos veces con bombas, pero aparte de sordera temporal, no hemos sufrido heridas. ¡Vamos, entre!
– ¡No puedo abandonar a mis hombres! -dijo Ulises.
– ¡Oh, sí, claro que puede! -dijo Bleezhmag. Trompeteo con impaciencia (quizás un poco histéricamente) a través de su probóscide erguida en el aire-. ¡No son tan sólo los hombres murciélago! ¡Los otros pueblos del Árbol son atacan también! No son una horda, si nuestra información es correcta, pero son muchos, y han formado una punta de lanza que ha desbordado la mayoría de las defensas de esta zona. Ahora les estamos respondiendo adecuadamente, pero tardaremos muchos en expulsarlos. El Gran Visir dice que probablemente estén intentando capturarle a usted. No pueden esperar apoderarse de la ciudad. Pero podrían cogerle a usted.
Brotó otra sombra de la oscuridad, que resultó ser otro carro blindado. Como el primero, pareció una tortuga con su concha. El techo curvado lo formaban tres capas de una madera muy dura sobre una gruesa capa de plástico. Los lados eran de pared doble con puertas y troneras. Iban en él un conductor, un oficial y seis arqueros. Aunque no se había pensado en su resistencia a los explosivos años antes, al construirlos, había resultado capaz de soportar las pequeñas bombas de los hombres murciélago.
Ulises se acuclilló junto a la puerta mientras los arqueros permanecían cubriéndole. Luego hizo un gesto a Awina de que se acercara a él. Awina se acercó, siendo casi alcanzada por una saeta envenenada. Cayó a unos centímetros de ella. Un arquero tuvo suficiente fortuna para derribar de un flechazo al hombre murciélago que había disparado contra Awina. Su flecha atravesó al hombre murciélago un brazo, clavándose al costado. El hombre murciélago chilló y dejó caer su arco y luego cayó. Otro flechazo le atravesó las costillas cuando sus pies tocaban el suelo.
– ¡Entra! -dijo Ulises a Awina; luego dijo a Bleezhmag-: Iré si hacéis que el resto de mi gente sea transportada también.
– De acuerdo -dijo Bleezhmag.
Ulises hizo cm gesto a sus hombres, que estaban bajo los árboles, y los que aún se sostenían en pie ayudaron a los heridos a llegar a la zona descubierta donde estaban los vehículos. O los hombres murciélago hablan agotado su reserva de proyectiles o les tenían mucho miedo a los arqueros. No intentaron atacar al grupo desprotegido.
La comitiva salió a la carretera y la enfiló a treinta kilómetros por hora. Los faros apenas si daban luz comparados con los de los coches de la época de Ulises; iluminaban la carretera unos siete metros por delante de ellos. Ulises preguntó a Bleezhmag por qué llevaban encendidas las luces. No harían más que atraer a los invasores, y en realidad no eran necesarias, pues los conductores conocían bien aquella carretera.
– No tengo órdenes de apagarlas -dijo el neshgai. Se había derrumbado en su asiento y respiraba trabajosamente por la boca. Aún manaba sangre de sus heridas.
Ulises estaba en el asiento contiguo, que había ocupado otro oficial neshgai, posiblemente dejado atrás por muerto o malherido. A la derecha de Ulises iba un conductor neshgai. Tras él, en el espacio del centro, se amontonaban Awina y siete wufeas. Los arqueros miraban por las troneras la oscuridad semi-iluminada por los focos de los vehículos que le seguían.
– ¿Que no tienen orden? -dijo Ulises-. ¿Es que acaso tienen prohibido apagar los faros si no les dan orden de hacerlo?
Bleezhmag asintió.
– Pues le ordeno -dijo Ulises- que apague los faros. Quizás sea ya demasiado tarde, pero de todos modos hágalo.
– Yo soy oficial de blindados, y usted lo es de las fuerzas aéreas -dijo el neshgai-. No tiene autoridad sobre mí.
– ¡Pero le he sido encomendado! -dijo Ulises-. Está usted encargado de entregarme en la capital. ¡Mi vida está en sus manos! ¡Si no apaga las luces puede ponerla en peligro! ¡No digamos ya la vida de los soldados de que soy responsable!
– No daré la orden -balbució Bleezhmag, y se murió. Ulises habló entonces por la caja transmisora.
– Comandante Singing Bear, hablando en nombre del coronel Bleezhmag, que ha delegado su autoridad en mí por sus heridas. ¡Apaguen los faros!
Y entonces la comitiva siguió carretera adelante en la oscuridad. La carretera brillaba lo bastante para que pudiesen seguirla a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, y Ulises tenía esperanzas de llegar a la capital sin que les atacaran.
Apretó el botón que indicaba Cuartel General en el símbolo de un lado de la caja. Esto significaría una presión en un centro nervioso del organismo vegetal que despertaría una onda de frecuencia adecuada.
No obtuvo respuesta a sus repetidas peticiones de contacto con el Gran Visir o el general del ejército. Aunque se identificó, no consiguió nada. Volvió a la frecuencia utilizada por los vehículos para hablar entre sí y dijo al operador del coche de atrás que llamase también al cuartel general. Luego buscó en todas las frecuencias del transmisor, esperando descubrir cómo se desarrollaba la defensa. Oyó una serie de conversaciones, pero le dejaron tan confuso como lo estaban los que hablaban. Luego intentó comunicar con alguna de estas frecuencias, pero fracasó. El conductor neshgai, mirando por la tronera, dijo:
– ¡Comandante! ¡Veo algo en el campo delante de nosotros!
Ulises dijo que mantuviesen la velocidad y miró por la tronera. Vio una serie de pálidas figuras avanzando con rapidez por los campos, intentando sin duda córtales el paso. Encendió los faros, y las figuras se hicieron algo más claras. Brillaban ojos enrojecidos en el reflejo, y la palidez se convirtió en bípedos con manchas de leopardo y colas. Llevaban lanzas y objetos redondos, que debían ser bombas. ¿Cómo había conseguido pólvora la gente del Árbol?
Ulises habló por el transmisor:
– ¡Enemigo a la derecha! ¡Creo que a unos treinta metros! ¡Continúen a toda velocidad! Pasen por encima de ellos si se interponen. ¡Arqueros, fuego a discreción!
El primero de los apresurados hombres leopardo llegó a la carretera. De pronto apareció un brillo rojo y luego una bocanada de fuego. Había abierto una caja de fuego y la aplicaba a la mecha de una bomba. El fuego describió un arco cuando la bomba voló hacia el primer coche blindado. Restalló un arco, y brotó una saeta por la tronera. El enemigo lanzó un grito y cayó. Hubo un golpe en el techo, y luego una explosión que hizo tambalearse al coche y que los ensordeció a todos. Pero la bomba había rebotado en el techo y estallado en la carretera al lado del coche. Este prosiguió su marcha.
Brotaron más sombras, algunas con lanzas y unas cuantas con bombas y cajas de fuego abiertas. Los lanceros intentaban meter sus armas a través de las troneras y los de las bombas echarlas sobre los vehículos.
Los lanceros caían ensartados por las flechas. Las bombas caían sobre los vehículos y rebotaban de nuevo a la carretera, haciendo más daño al enemigo que a los que iban en los coches.