Luego el primer vehículo blindado les dejó atrás, y los supervivientes pasaron a atacar a los otros. Más de la mitad de los atacantes quedaban muertos o heridos. Un hombre leopardo, corriendo desesperadamente, saltó sobre el resbaladizo techo del último coche. Colocó una bomba en su cúspide, salió fuera y fue alcanzado por una flecha en la espalda. La bomba rompió las dos capas superiores y astilló la tercera. Los ocupantes no pudieron oír en mucho tiempo, pero por lo demás resultaron ilesos.
Cuando los vehículos entraron en la ciudad, descubrieron unos cuantos edificios ardiendo y algunos daños menores. Los hombres murciélago habían arrojado bombas y matado soldados y ciudadanos en las calles. Un grupo suicida había penetrado por las ventanas de la cuarta planta del palacio (que no estaba enrejada, aunque se habían dado órdenes de hacerlo dos semanas antes) Habían matado a muchos con sus flechas envenenadas, pero no habían conseguido matar al soberano ni al Gran Visir. Y todos los miembros del grupo suicida, salvo dos, habían muerto.
Ulises se enteró de esto por Shegnif.
– No mate a sus dos prisioneros, excelencia. Podemos torturarlos y sacarles el secreto del emplazamiento de su ciudad base.
– ¿Y qué? -preguntó Shegnif.
– Podríamos entonces utilizar una flota aérea, mucho mejor que la primera, para atacar y destruir la ciudad base de los hombres murciélago. Y para atacar al Árbol mismo.
Shegnif se quedó sorprendido.
– ¿Pero no te sientes deprimido por lo que pasó esta noche? -preguntó.
– En absoluto -dijo Ulises-. En realidad el enemigo ha conseguido muy poco. Y quizás nos hayan hecho un servicio. Si no hubiesen destruido los dirigibles, me habría costado mucho trabajo conseguir que autorizaseis la construcción de aeronaves mejores. He pensado en unos aparatos mucho mayores. Exigirán mucho más material, más tiempo, y más investigación, pero servirán mucho mejor para la misión que planeo.
Había pensado que el Visir se enfurecería por sus sugerencias, pero Shegnif pareció complacido.
– Esta invasión -dijo-, que en realidad aún prosigue, pero que ya ha sido rechazada, me convence de una cosa. Podemos consumir todos nuestros recursos y nuestro personal en el mero hecho de defender nuestras fronteras. Aunque no veo cómo podemos hacer daño al Árbol, aunque matáramos sus ojos, los hombres murciélagos. ¿Acaso tienes una solución?
Ulises expuso sus planes. Shegnif escuchó, meneando su gran cabeza, palpándose los colmillos, palmeándose la frente con la punta de su trompa. Luego dijo:
– Autorizaré tus planes inmediatamente. Los vignoons y los glassims están retrocediendo, y pronto tendremos más tropas. Y hemos capturado a varios hombres murciélago heridos.
– Algunos de ellos podrán darnos información -dijo Ulises-. Y otros podremos utilizarlos para entrenar a los halcones.
De nuevo pasó a estar ocupado desde el amanecer hasta bien avanzada la noche. Aun así tuvo tiempo para investigar la pelea entre Thebi y Awina. No. había visto a Thebi después de abandonar la oficina hacia el hangar, pero ella fue a verle unos días después. Explicó que había salido tambaleándose afuera inmediatamente después de irse Ulises, y que se había desmayado entre los hangares. Despertó en el campo junto a un grupo de cadáveres. Su herida sangraba mucho pero no era profunda.
Ambas mujeres admitieron que habían estado discutiendo a cuál de las dos quería él más y quien debía ser su ayudante permanente. Thebi había atacado a Awina con las uñas, y Awina había sacado su cuchillo.
Ulises decidió no castigarlas físicamente ni con cárcel. Definió sus deberes y posiciones y cómo deberían comportarse en el futuro. Ellas debían ajustarse a aquellas normas. Si no, las alejaría de sí por mucho tiempo.
Thebi lloró, y Awina sollozó, pero ambas prometieron portarse bien.
Una de las primeras cosas que hizo Ulises fue reunir un buen número de adiestradores de halcones. Eran hombres libres que como único trabajo tenían el de criar y educar a varios tipos de aves de cetrería para sus amos, que cazaban con ellas. En vez de adiestrar a aquellas feroces aves para que persiguiesen patos, palomas y otras presas de pluma, les enseñarían a atacar a los hombres murciélago. Había suficientes hombres murciélago prisioneros para poder utilizarlos adecuadamente en cuanto se repusiesen de sus heridas.
Cinco meses después, Ulises asistió a la primera muestra de los resultados del nuevo adiestramiento. El joven soberano, el Gran Visir y el alto mando militar estuvieron presentes. Un hombre murciélago de expresión hosca que sabía lo que iba a pasar, fue liberado. Corrió a toda prisa por el inclinado campo, aleteando, y despegó lentamente. Había logrado elevarse hasta unos quince metros, contra el viento, cuando se giró y volvió hacia el campo. Llevaba una lanza corta de punta de piedra, y le habían prometido que si era capaz de defenderse con éxito frente a dos halcones, le dejarían en libertad para volver con los suyos.
Probablemente no creyese en la promesa. Sería estúpido que los neshgais le permitiesen llevar la noticia de aquella nueva armas a los suyos. Si mataba a los dos halcones, soltarían otros para que acabaran con él. No tenía ninguna posibilidad de dejarlos atrás volando.
Pero hizo lo que le dijeron y volvió sobre el campo a la altura acordada para que se pudiese presenciar claramente el ataque. Cuando llegó de nuevo al campo, los adiestradores alzaron las caperuzas de los dos halcones y los echaron al aire. Volaron en círculo un momento y luego, chillando roncamente, se lanzaron hacia el hombre murciélago. Este voló alejándose desesperadamente. Los dos halcones avanzaron como emplumados proyectiles y chocaron con él con un ruido que los observadores pudieron oír. Un instante antes de que le alcanzaran, el hombre murciélago había plegado sus alas y se había girado para enfrentarse a ellos. Uno le alcanzó en la cabeza, y murió acuchillado, pero no soltó sus garras. El otro alcanzó al hombre murciélago unos segundos más tarde hundiéndole las garras en el vientre. Chillando, el hombre alado cayó y golpeó el suelo con suficiente fuerza como para romperse los huesos de las piernas y uno de un ala. El halcón superviviente continuaba desgarrándole el vientre.
– No podernos tener un adiestrador para cada ave, por supuesto -dijo Ulises-. Estamos adiestrándolas ahora para que estén en jaulas individuales, cuyas puertas se abrirán por un mecanismo único. Ese mecanismo les quitará también las caperuzas y saldrán a atacar al hombre murciélago más próximo. Y seguirán atacando.
– Esperémoslo -dijo Shegnif-. No tengo mucha fe en la eficacia de los halcones. Nada les impide atacar en masa a un hombre murciélago y dejar a los otros.
– Mis adiestradores están trabajando en esto -dijo Ulises.
Pese a sus objeciones, el Gran Visir parecía complacido.
Hizo sus inclinaciones y toques de trompa al soberano, que fue devuelto a palacio en un adornado vehículo. Shegnif caminó junto a Ulises un rato, hablando, y, en una ocasión, le tocó afectuosamente en la nariz con la punta de la trompa.
– Fue una gran suerte que al dios de piedra le despertase un rayo -dijo-. Aunque sin duda debió ser Nesh quien envió el rayo.
Sonrió. Ulises aún no sabía exactamente si las frecuentes referencias del Visir a su dios eran piedad o ironía.
– Nesh te despetrificó para que pudieses ayudar a tu pueblo. Eso me dijeron los sacerdotes, y yo, aunque sea el Gran Visir de Su Majestad, me inclino cuando el más humilde de los sacerdotes me informa de la más significante verdad.
»Y así, me han encargado que te diga que eres realmente el afortunado. Eres el único extraño, el único no neshgai, que ha sido invitado a leer el Libro de Tiznak. De hecho, muy pocos neshgais tienen ese honor.
Descubrió lo que quería decir Shegnif a primera hora de la mañana siguiente. Un sacerdote, de capuchón y ropajes tan grises como su piel, con un cetro con una X en un circuló roto grabado en la punta, fue a buscarle. Se llamaba Zhishbroom. Era joven, afable y muy cortés. Pero dijo claramente que el sumo sacerdote mandaba, no pedía, que Ulises acudiese al templo.