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Antes de que se diese cuenta de lo que había hecho, encontró la mano peluda de Awina en la suya y se la acercó a la boca. Él se había acercado inconscientemente y la había cogido y estaba a punto de besarla.

– ¡Mi Señor! -dijo Awina con voz trémula. El no contestó. Suavemente volvió a posar la mano de ella sobre su saco de dormir y le dio la espalda.

– ¡Cuidado! -dijo ella sin embargo, y él se incorporó y miró a través de las ramas lo que ella señalaba.

Negra y alada, una silueta sólo, cruzó la luna y luego desapareció.

– ¿Qué era eso?

– No sabía que anduviesen por aquí -dijo-. Hacía mucho tiempo ya que… era un opeawufeapauea.

– Una persona pensante alada… y sin pelo -murmuró él, traduciendo al inglés.

– Los zululuquis -añadió ella.

– ¿Son peligrosos?

– ¿No recordáis?

– ¿Preguntaría si no?

– Perdonadme, Señor. No quería irritaros. No, en general no son peligrosos. Ni nosotros ni nuestros enemigos los wuagarondites les matamos. Prestan un gran servicio a todos.

Ulises le hizo algunas preguntas más y luego se echó a dormir. Soñó con murciélagos de rostros humanos.

A los dos días llegaron a la primera aldea wuagarondite. Mucho antes, los tambores habían anunciado que les habían visto. Singing Bear echaba un vistazo de vez en cuando a los exploradores que corrían de árbol en árbol, o atisbaban detrás de los matorrales. Siguieron un ancho y profundo arroyo en el que había muchos peces blancos y negros de alrededor de un metro de longitud. Investigó y llegó a la conclusión de que no eran peces sino mamíferos: marsopas pigmeas. Awina dijo que los wuagarondites los consideraban sagrados y sólo mataban una vez al año a uno de ellos en una ceremonia. Los wufeas no los consideraron sagrados, pero como sólo se encontraban en territorio enemigo nunca se preocupaban de ellos. Si un grupo de incursión wufea mataba a uno, y los wuagarondites daban con el cuerpo, sabrían que había wufeas en la zona.

Unos siete kilómetros después, dejaron el arroyo y subieron un cerro muy empinado. Al otro lado, en un valle que habla sobre una colina baja, estaba la aldea wuagarondite.

Las casas del clan eran redondas. Por lo demás, se parecían mucho a la aldea de los wufeas. Los guerreros que estaban reunidos ante las puertas abiertas de la empalizada, sin embargo, tenían la piel marrón y franjas negras sobre ojos y mejillas. Y llevaban boleadoras y espadas de cierta madera además de las azagayas de piedra, los cuchillos y los tomahawks.

Su estandarte llevaba el cráneo de un correcaminos gigante. Awina le había dicho que aquél era el tótem del superclan, el jefe de todos los clanes de los wuagarondites. Respetaban al correcaminos, el apuakauey, pero iniciaban a sus jóvenes guerreros con una lucha contra un ave gigante. El iniciado iba armado únicamente de unas boleadoras y una lanza, y tenía que derribar a un ave enrollándole las boleadores a las patas y cortarle luego la cabeza. Había por lo menos cuatro jóvenes guerreros iniciados al año en cada aldea que morían en esta peligrosa ceremonia.

Encabezada por Ulises, la procesión comenzó a descender la larga y escarpada colina. Los wuagarondites tocaban los grandes tambores y soplaban cuernos. Un sacerdote, cubierto de plumas, agitó una calabaza hacia ellos, y posiblemente estuviese cantando algo, aunque a aquella distancia Ulises no pudo oír nada por encima del ruido de los instrumentos.

A mitad de la bajada del cerro, Awina dijo:

– ¡Señor! -y señaló hacia el cielo. La criatura de grandes alas y aspecto de murciélago descendía hacia ellos. Ulises la observó bien mientras pasaba ante él. Awina no había mentido ni exagerado. Era un humano o casi humano alado. Su cuerpo era más o menos del tamaño del de un niño de cuatro años. El torso era completamente humano salvo el enorme tórax. La clavícula tenía que ser muy larga para sostener los grandes músculos de las alas. Tenía la espalda chepuda, aunque la joroba parecía de músculo sólido. Tenía los brazos muy delgados, y las manos con dedos muy largos y larguísimas uñas. Las piernas cortas, frágiles y curvadas. Los pies muy anchos y el gran pulgar casi en ángulo recto respecto al resto del pie.

Las alas eran hueso y membrana, y sus extremos estaban ligados al bulto de músculo de la espalda. Tenía seis miembros, el primer mamífero de seis miembros que Ulises Veía. Pero quizás no fuese el último. Aquel planeta (o aquella Tierra) aún guardaba muchos secretos extraños para él.

La cara era triangular. La cabeza abultada, redonda y sin un sólo pelo. Las orejas eran tan grandes que parecían alas auxiliares. Los ojos, al igual que la cara, parecían pálidos desde lejos.

Aquella criatura desnuda no parecía tener un solo pelo.

Ulises sonrió cuando el ser alado descendió y plegó por la mitad sus alas y se apoyó en sus flacas piernas y anchos pies. Caminó bamboleándose hacia ellos, habiendo perdido toda gracia al tocar el suelo. Alzó un delgado brazo y habló con voz aflautada e infantil en airata.

– ¡Saludos, dios de piedra! ¡Ghlij os saluda y os desea una larga vida como dios!

Ulises le entendía bastante bien, pero aún no podía hablar la lengua franca con fluidez.

– ¿Hablas wufea? -preguntó.

– Desde luego. Uno de mis idiomas favoritos -contestó Ghlij-. Nosotros los zululuquis hablamos muchas lenguas, y el wufea es una de las menos difíciles.

– ¿Qué nuevas traes, Ghlij? -preguntó Ulises.

– Muchas noticias para divertir e informar. Pero con vuestro permiso, mi Señor, dejaré eso para más tarde. De momento, los wuagarondites me envían para que hable directamente con vos. Desean que vos, bueno… consideran que si sois también su dios… creen…

El tono del hombre murciélago era ligeramente sarcástico. Ulises le miró con dureza, pero Ghlij sólo sonrió, mostrando sus largos dientes amarillos.

– ¿Qué creen ellos? -preguntó Ulises.

– Bueno -contestó Ghlij-, ellos no pueden entender por qué vos escogisteis el bando de los wufeas cuando ellos no intentaban sino traeros a esta aldea donde podrían honraros adecuadamente, o lo que ellos consideraban tal.

Ulises hubiera querido seguir e ignorar a aquella criatura, que estaba poniéndole nervioso. Pero Awina le había dicho que las gentes murciélago eran los correos, los representantes, los murmuradores y los funcionarios de muchas cosas. Era parte del protocolo el que un hombre murciélago actuara como árbitro entre dos grupos que deseasen llegar a un acuerdo de paz o de comercio o a veces a una guerra limitada. Además, los murciélagos se convertían a veces ellos mismos en comerciantes, volando de un lado a otro con artículos pequeños, de poco peso, pero muy deseados en algún país desconocido, quizás el suyo.

– Diles que fui atacado por dos de los suyos. Y por eso les castigué a todos -respondió Ulises.

– Así se lo diré -dijo Ghlij-. Y, ¿pensáis castigarlos más?

– No si no hacen algo que lo exija.

Ghlij vaciló y tragó saliva ostensiblemente, descendiendo su nuez como un mono por un bastón. Evidentemente no era tan superior como pretendía ser. O quizás sabía que era vulnerable estando en el suelo, por muy gran opinión que tuviese de sí mismo.

– Los wuagarondites dicen que es muy justo que incluso un dios demuestre que es un dios.

Awina, de pie detrás de Ulises, susurró:

– Señor, perdonadme. Pero una palabra de consejo podría ayudar. Estos arrogantes wuagarondites necesitan una lección. Y si les dejas asediarte…

Ulises estaba de acuerdo con ella, pero no quería aconsejar a menos que se lo pidiesen. Alzó la mano para indicar que se estuviese quieta. Y a Ghlij le dijo:

– Nada tengo que probar, pero pueden pedirme cosas.

Ghlij sonrió como si hubiese sabido que Ulises diría aquello. El sol alzó pálidas llamas en sus ojos amarillos.

– Los wuagarondites -dijo- os piden entonces que matéis al Viejo Ser de la Larga Mano. El monstruo ha estado asolando los campos e incluso las aldeas varios años. Ha destruido muchas cosechas y almacenes y a veces deja aldeas enteras al borde de la muerte por hambre. El Viejo Ser ha matado a muchos guerreros que contra él se enviaron, ha mutilado a otros y ha vencido siempre. O ha huido, esquivando las grandes partidas de caza, para reaparecer en cualquier parte y asolar campos enteros de maíz o aplastar casas y derribar empalizadas de grandes troncos.