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Graushpaz, el sobrino, era quien vendía a las fuerzas aéreas aquellos artículos de inferior calidad.

Además, un oficial humano tuvo el valor de acudir a Ulises y explicarle que los humanos de las fuerzas aéreas estaban a punto de sublevarse por la mala comida que les daban. Graushpaz era quien vendía los alimentos a las fuerzas aéreas.

Ulises prometió interceder por el sobrino si no había más abusos ni dilaciones.

Shegnif aceptó, pero insistió en que Graushpaz siguiese siendo jefe de las fuerzas aéreas. En caso contrario, caería en desgracia y tendría que suicidarse.

– ¡Pero si todo el mundo sabe que es culpable! -exclamó Ulises-. ¿Por qué no ha de caer en desgracia?

– Todo el mundo lo sabe, cierto -convino Shegnif-. Pero a menos que caiga públicamente en desgracia, no tendrá que suicidarse.

– No aceptaré ningún trato más de ese género -dijo Ulises-. ¡E insisto en que no venga con nosotros cuando ataquemos a los hombres murciélago!

– Tiene que ir contigo -replicó Shegnif-. Es el único medio que tiene de redimirse. Debe hacer algo destacado en la guerra para compensar esto.

Ulises cedió en este punto. Más tarde, sonreía maliciosamente al pensar en ello. El pecado era ser descubierto. Los elefantinos neshgais no eran tan distintos de la raza humana.

No sonrió tanto cuando Shegnif continuó su política de sobrecargar los dirigibles de oficiales neshgais. Pese a su influencia con el soberano y el sumo sacerdote, no gozaba Ulises de toda la confianza del Gran Visir. Su actitud era comprensible con la revuelta de diez días atrás en una ciudad fronteriza. Los soldados vroomaws se habían negado a obedecer las órdenes superiores según las cuales debían vivir en la zona de los esclavos. Al parecer, consideraban una desgracia vivir con los esclavos. Cuando los neshgais trasladaron allí a otras tropas para enfrentarse a ellos, las nuevas tropas se habían unido a los rebeldes. Acudieron entonces soldados neshgais y hubo una batalla. Los esclavos habían aprovechado esto para matar a algunos de sus dueños neshgais. Por fin, los neshgais habían concentrado buen número de sus poderosas fuerzas aplastando la revuelta.

Noticias de esto se extendieron por toda la población humana. Había tanta tensión y tantas precauciones tomaron los neshgais en la capital que el trabajo de Ulises se demoraba seriamente.

Luego la situación mejoró para él cuando un ejército de unos trescientos hombres murciélago hizo una incursión en el aeropuerto. Esta vez fueron detectados por los vigías que Ulises había estacionado en el borde del Árbol. Tuvo así posibilidad de sacar cinco de sus dirigibles con su tripulación de arqueros, ballesteros y halcones. Los halcones pasaron su primera prueba de sangre, y las fuerzas aéreas descubrieron que su disciplina y su adiestramiento eran excelentes. Sufrieron algunas bajas, pero todas las naves regresaron. Los hombres murciélago, tras sufrir graves pérdidas, huyeron.

El prestigio de Ulises creció aún más. Pero el primer efecto de la incursión fue que los humanos comprendieron que debían luchar, de momento, del lado de los neshgais, no contra ellos. Los hombres murciélago habían arrojado mensajes comunicando que se proponían exterminar tanto a los neshgais como a sus aliados humanos.

Fue una fresca mañana, al amanecer, con cielo claro y una brisa de unos diez kilómetros por hora que soplaba del mar, cuando el primero de los diez dirigibles se elevó en el aire. La nave insignia, el Veezhgwaph (Espíritu Azul), tenía unos ciento treinta y tres metros de longitud y un diámetro de veinte metros. Su superficie era plateada, y llevaba en su proa, pintado en azul, un horroroso demonio. La barquilla de control estaba suspendida bajo la proa, y las tres cajas de los motores colgaban a ambos lados. Su hueco interior contenía una estructura hecha de cáscaras vegetales prensadas y unidas, de muy poco peso, celdillas de almacenaje, la quilla, un paso de comunicación principal, escalerillas y diez gigantescos globos de gas. En la parte superior había cuatro cabinas con arqueros, catapulteros, lanzadores de cohetes y halconeros. A ambos lados, en la línea del centro, había una especie de banco donde se sentaban los que accionaban las catapultas y lanzaban los cohetes. Otras aberturas daban acceso a flechas, bombas y halcones. Las estructuras de cola incluían varias cabinas, y había aberturas por el suelo del dirigible tras las cuales se emplazaban más flecheros y lanzadores de cohetes y halconeros.

Había también trampillas para lanzar bombas y para soltar anclas y ganchos de agarre.

Ulises estaba en el puente, en la cubierta inferior de la barquilla de control, detrás del timonel. Los operadores de radio, los pilotos, los oficiales responsables de transmitir órdenes desde diversas partes de la nave y varios arqueros estaban también en la góndola. Si no hubiese tantos neshgais, pensó Ulises con amargura, habría más espacio en el puente.

Caminó entre la tripulación hasta la parte trasera de la barquilla y miró afuera. Las otras naves iban detrás de él pero se elevaban rápidamente. La última era sólo un brillo redondo en el azul, pero les alcanzaría al cabo de una hora y pasarían a ser los primeros de la formación.

La belleza de las grandes naves del aire, y la idea de que fuesen creación suya, le emocionaban. Estaba muy orgulloso de ellas, aunque supiese ahora que eran más vulnerables de lo que en principio pensaba. Los hombres murciélago podían volar sobre los dirigibles y arrojarles bombas. No podrían hacerlo, sin embargo, mientras él no descendiese a una altura inferior. Las naves subían ahora y no dejarían de hacerlo hasta llegar a los cuatro mil metros. El aire era demasiado sutil allí para que pudieran volar los hombres murciélago. No podrían acercarse a los dirigibles mientras éstos no descendiesen sobre su objetivo.

Su objetivo era el centro aproximado del Árbol, de ser cierto lo que decían sus informadores. El dolor era un gran destructor de mentiras, y los hombres murciélago prisioneros de la primera y la segunda incursión habían sido sometidos a todo el dolor que habían podido soportar sus frágiles cuerpos. Dos habían aguantado hasta la muerte, pero los otros habían dicho al fin lo que juraban como la verdad. Sus relatos concordaban, lo cual no significaba aún que fuesen ciertos.

Los hombres murciélago que aún podían hablar les acompañaban para poder identificar las señales de los árboles y, por último, la ciudad base.

Abajo, el Árbol era una masa que se extendía por todo el horizonte, una encrucijada de ramas grises y rayos de sol brillando sobre las ramas y vividos colores de árboles y matorrales que crecían sobre el Árbol. De pronto, una pálida nube rosada brotó de una densa selva verde. Era una inmensa bandada de pájaros que dejaban las entrelazadas enredaderas que se extendían entre dos poderosas ramas. La nube rosada pasó entre una serie de troncos y luego se asentó y se ocultó dentro de otro entramada de enredaderas.

Ulises se volvió a tiempo para ver a Awina descender la escalerilla de la cubierta superior de la góndola. Awina era bella cuando sólo descansaba, tan bella como una gata siamesa en reposo. Pero cuando se movía, eran tan agradables a la vista como lo sería el viento si se pudiese ver. Ahora que Thebi y Fanus no estaban con ellos, y ella era la única que atendía las necesidades personales del Señor, era toda alegría y sonrisas. Había pensado pedirle que no fuese en la expedición, pero había decidido no hacerlo. Ella sabía que había muchas posibilidades de que no regresara. Pero si él le pedía que no fuese, se sentiría herida. Y había una firme posibilidad de que se pusiese a cavilar y acabase atacando a las dos mujeres, pues les echaría la culpa.

Llevaba las gafas que Ulises había decidido que formasen parte del uniforme de las fuerzas aéreas. No serían necesarias a menudo, si es que llegaban a serlo alguna vez, pero a él le gustaban. Daban un aire distinguido a los hombres que ocupaban las naves del cielo y le producían un nostálgico y agradable cosquilleo cuando las veía. Había sido aficionado entusiasta a la aviación de la Primera Guerra Mundial.