Выбрать главу

Una cadena de cuero con un brillante símbolo azul en forma de cruz maltesa en su extremo colgaba del cuello de Awina. Rodeaba su cintura un cinturón con un cuchillo de piedra completaba su uniforme.

Le miró para asegurarse de que no le interrumpía, y dijo:

– Mi Señor, esto es mucho mejor que subir y bajar por el Árbol y conducir balsas entre snoligósteros y gigantes.

Él sonrió y dijo:

– Eso es cierto. Pero no hay que olvidar que quizás tengamos que volver a casa a pie.

Y considerarnos afortunados si lo logramos, pensó.

Awina se acercó más, hasta que su cadera rozó la de él y uno de sus hombros entró en contacto con su brazo. La punta de su cola le cosquilleaba las pantorrillas de vez en cuando. Había demasiado ruido en la barquilla del dirigible para que oyese el ronroneo de ella, y no estaba lo bastante cerca para sentirlo. Pero creyó que ella estaba ronroneando.

Se apartó. No tenía tiempo de pensar en ella. Capitanear diez naves era trabajo de dedicación exclusiva. Oficiales y tripulación habían tenido todo el entrenamiento posible en el poco tiempo de que disponían. Pero no eran veteranos.

Las cosas habían ido bastante bien hasta entonces. A aquella altura, tenían un viento de cola que elevaba su velocidad a unos setenta y cinco kilómetros por hora. Eso significaba que no podían volver a aquella altitud; el viento les arrastraría hacia atrás, pese al esfuerzo de sus motores. Pero ahora podrían alcanzar su objetivo en ocho horas en vez de en las dieciséis que les habría costado llegar sin aquel viento. Dejaría descansar los motores durante, varias horas para que el viento les empujase, con lo cual llegarían a la ciudad de los hombres murciélago unas dos horas antes de caer la noche. Sería tiempo suficiente para lo que tenían pensado.

El Árbol se extendía bajo ellos como una gran nube gris y verde. De cuando en cuando aparecía una zona en la que las ramas no se entrecruzaban y Ulises casi podía ver el fondo del abismo. ¡Qué ser tan colosal! El mundo no había conocido nada igual en sus cuatro mil millones de años de existencia, hasta aproximadamente, calculaba, los últimos veinte mil años. Y allí estaba: el Árbol. Parecía vergonzoso, trágico más bien, destruir una criatura como aquélla.

Pero de pronto pensó: ¿Quién va a destruirlo? ¿Cómo?

De vez en cuando, veía pequeñas figuras de grandes alas que tenían que ser los hombres murciélago. Ellos sabían que las naves del dios de piedra y de los neshgais volaban hacia su ciudad. Aun sin verlos, Ulises daba por supuesto que había pigmeos de coriáceas alas ocultos entre el follaje, observando las diez agujas de plata que pasaban sobre ellos. No tendrían ni que enviar correos. Habrían transmitido hacía muchos mensajes a través de los diagramas y los cables neurálgicos del propio Árbol.

Suponía que se habrían dado cuenta mucho tiempo atrás de que las naves estaban destinadas a su ciudad base. Tenían suficientes espías, y sin duda habrían sobornado esclavos y quizás hasta a algún neshgai para que espiase para ellos. Corrupción y traición parecían inherentes a la inteligencia. En esto no habían tenido ningún monopolio los humanos.

Awina se apretó de nuevo contra él, y esto interrumpió sus pensamientos.

Pasaron las horas, mientras él se distraía atendiendo las exigencias del mando de la flota. Debajo, la escena cambiaba muy poco. Había cierta variedad en la unidad, pero sólo en las direcciones ligeramente distintas que las ramas tomaban, en las variadas configuraciones de los entramados de enredaderas, la mayor o menor altura de los troncos y las ocasionales nubes de pájaros (rosadas, verdes, escarlata, púrpura, naranja, amarillo) que cruzaban entre los troncos y sobre las ramas.

El sol alcanzó su cenit, y Ulises ordenó reducir la velocidad al mínimo capaz de impedir que los dirigibles perdiesen el rumbo. Se hizo entonces un relativo silencio en la barquilla, sólo alterado por las suaves voces de los oficiales que hablaban en las cajas de radio, el rozar de los inmensos pies de un neshgai, el resoplido de una trompa, el rumor de un inmenso estómago elefantino o la tos de un hombre. Había un sonido constante: el movimiento de la firme cubierta que ligaba la barquilla a la estructura principal.

El sol iba hundiéndose en el horizonte, y Ulises ordenó que le trajeran al primero de los hombres murciélagos prisioneros. Este era Kstuuvh, un hombrecillo asustado con las manos atadas a la espalda y las alas atadas también. Parte del fuego que su piel había sentido se reflejaba en sus ojos.

– Deberíamos ver ya la ciudad -dijo Ulises-. Indícamela.

– ¿Con las manos atadas? -dijo Kstutivh.

– Niega o asiente con la cabeza cuando te indique yo -dijo Ulises.

La mayoría de los troncos alcanzaban los tres mil metros, y allí parecían explotar en un hongo de color verde. Unos quince kilómetros por delante de ellos había un tronco que llegaba casi a los cuatro mil quinientos metros. Aquél debía albergar la ciudad de los hombres murciélago, en algún punto más abajo en una serie de ramas y dentro del tronco y de las ramas mismas. A partir de allí, nada podía verse salvo el Árbol mismo. Los hombres murciélago estarían, por supuesto, ocultos hasta el último momento.

– ¿Ese gran tronco es el de la ciudad?

– No lo sé -dijo Kstuuvh.

Graushpaz rodeó con sus dedos de gigante el flaco cuello del hombre murciélago y apretó. La cara de Kstuuvh se puso azul, se le desorbitaron los ojos, sacó la lengua.

El neshgai aflojó los dedos. El hombre murciélago tosió y carraspeó y luego dijo:

– No lo sé.

Ulises le admiró por aguantar de nuevo, aunque sabía el calvario que le aguardaba.

– Si no te lo sacamos a ti -dijo-, tenemos a otros de tu especie que no son tan tercos.

– Utilizad otra vez el fuego -dijo Kstuuvh.

Ulises sonrió. Los hombres murciélago sabían ya lo inflamable que era el hidrógeno y las precauciones que se habían tomando durante el viaje para impedir chispas y fuego.

– Con una aguja bastará -dijo.

Pero no prestó más atención al hombrecillo salvo para decir que se lo llevaran a la cubierta superior. Muchos hombres murciélago, incluido Kstuuvh, habían descrito aquella señal sometidos a tortura.

Dio las órdenes necesarias para que se colocaran en formación de bombardeo, en fila india. Empezaron a bajar, y luego comenzaron a oírse las órdenes de combate en las cajas radiofónicas de la flota. La nave insignia había descendido hasta los tres mil quinientos metros cuando llegó al gran tronco. Estaban aún fuera del alcance de los hombres murciélago, que sólo podían volar hasta los tres mil metros, y sólo si no llevaban un peso excesivo.

El Espíritu Azul pasó con la cima en forma de hongo del tronco a estribor. Algunas aves de inmensas alas, pequeños cuerpos y colores malva y rojo y algunas criaturas parecidas a las nutrias y de tupido pelo contemplaron el paso de aquel gigante de plata.

Varios kilómetros después de la cima del tronco, la nave insignia giró trescientos sesenta grados a babor y pasó sobre el tronco a tres mil metros por encima del suelo. Se movía a una velocidad de unos quince kilómetros por hora contra el viento, y ahora a unos veinticinco kilómetros

por hora. No había aún el menor indicio abajo de los hombres murciélago, aunque sí sobradas pruebas de otra vida. Una bandada en forma de uve, de miles de mamíferos voladores de cabeza amarilla, cuerpo verde y negras

alas, se alzó hacia ellos, viró y luego penetró de nuevo en

picado en el follaje a kilómetros de distancia.

La ciudad estaba bien oculta. Los observadores de las naves no podían ver más que la selva y las corrientes de agua habituales.