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Ulises se proponía atacar directamente la ciudad, pero sería necesario enfrentarse primero con los seres voladores.

Muchos de ellos tenían bombas. Los hombres murciélago habían ido a la aldea wufea y se habían enterado de cómo fabricar pólvora por los wufeas, que no sospechaban que los hombres murciélago fuesen ahora sus enemigos. Ulises se había enterado de esto por los prisioneros sometidos a tortura por los neshgais.

Por los datos que tenía, los hombres alados nada sabían de cohetes. Esperaba que así fuese. Los dirigibles resultaban muy vulnerables a los cohetes.

Además, no parecía probable que los hombres murciélago tuviesen una gran reserva de bombas. Probablemente no hubiese azufre en el Árbol. Habrían tenido que conseguirlo en la costa sur o muy al norte. Esperaba que no hubiese bombas dentro de las estancias del Árbol. Si todas las bombas disponibles las llevaban los defensores alados, se acabarían cuando éstos las lanzaran. En aquel momento, las fuerzas de los hombres murciélago parecían inagotables. Había sectores de cielo ennegrecidos por su presencia. Quizás el cálculo de los prisioneros de que había seis mil quinientos guerreros en la ciudad fuese cierto.

La flota y la masa de hombres alados volaban a encontrarse. Las naves se hallaban justo debajo de la máxima altura asequible a los hombres murciélago, pero antes de que el primero de éstos llegase a ellas, se alzaron, quedando emplazadas sobre el enemigo. Disparaban contra las nubes de hombres, y las explosiones y los pequeños fragmentos de metralla abatían a los hombres alados.

Voló cohete tras cohete, pero las naves no agotaban su reserva. Necesitaban algunos para el desembarco… si lograban desembarcar.

Cientos de hombres murciélago quedaron eliminados por las llamas y la metralla. Caían, agitando las alas, e iban a dar contra las ramas o los entramados de enredaderas o se hundían en el abismo oscuro de la parte más baja del Árbol. Muchos caían sobre los de más abajo y les dejaban inconscientes o les rompían las alas, y éstos también caían con los otros.

Las naves continuaron a toda velocidad dejando tras de sí las hordas. Describieron un círculo y enfilaron de nuevo hacia los hombres murciélago, que aleteaban desesperadamente para ponerse al nivel de ellas. Esta vez, sin embargo, se habían separado mucho entre sí para aminorar los efectos de las explosiones de los cohetes. Pese a esto, tuvieron varios centenares de bajas.

La flota les dejó atrás, dio la vuelta e hizo otra pasada. No arrojaron cohetes entonces, sino que salieron por las trampillas de la parte inferior unas cuantas bombas o fueron arrojadas desde los costados. Por entonces, aún quedaba una hora de día. La parte inferior del Árbol estaba ya sumida en la noche.

Por tercera vez, la flota dio la vuelta, y entonces las puntas de las naves descendieron, y éstas se deslizaron por una rampa de aire. Los jefes de los hombres murciélago vieron que las naves pasarían bajo ellos. Se preguntarían sin duda si se habrían vuelto locos los invasores, pero se proponían aprovecharse de ello. Continuaron volando alrededor en espirales descendentes primero y ascendentes después, siguiendo una espiral tras otra para evitar colisiones, presentando todo el ejército una aparente confusión de formaciones en sacacorchos siempre a punto de chocar entre sí, moviéndose hacia adelante y hacia atrás.

La nave insignia continuó bajando y luego, poco antes de llegar al primero de los defensores, se elevó. Cuando llegó a la parte frontal de la masa, estaban aproximadamente al mismo nivel que los hombres murciélago más altos. Ninguno de éstos podía situarse por encima.

Pero de todos modos estaban al mismo nivel, y la rodearon formando una red.

Estallaron cohetes entre los hombres alados. Explotaron entre ellos bombas catapultadas. El aire se llenó de masas de humo y de cuerpos cayendo. Un momento después, la nave insignia soltó parte de sus halcones. Las aves salieron por las escotillas, por todas partes, y se arrojaron a la cara de los hombres murciélago más próximos.

Cuatro de las naves estaban con la nave insignia, y éstas habían soltado a una cuarta parte de sus halcones. Las otras cinco naves habían seguido descendiendo, y tal era la carnicería causada por los explosivos y los halcones que ningún hombre murciélago las molestaba.

Con los motores a toda velocidad, los cinco dirigibles pasaron los troncos en una maniobra circular y lanzaron más cohetes en los agujeros. Se concentraron sobre todo en el gran agujero, y un cohete debió alcanzar un depósito de bombas a juzgar por la serie de explosiones. Los bordes del agujero quedaron astillados, y cuando el humo se aclaró apareció una gran herida en un lado del tronco.

Ulises sonrió al ver esto, pero luego perdió su sonrisa. La última de las cinco naves estaba ardiendo.

De pronto, la nave empezó a caer, mostrando su esqueleto a través de las llamas, y pequeños cuerpos se arrojaron desde la barquilla y por las trampillas para no morir abrasados.

Blanca a causa del hidrógeno ardiendo, la nave chocó contra una rama cien metros más abajo del agujero y ardió allí ferozmente. Los árboles y la vegetación que crecían en las ramas comenzaron a arder también, y el fuego se extendió por la rama. El humo obligó a centenares de mujeres y niños a salir de un escondrijo hasta entonces invisible. Muchos cayeron en el abismo, quizás por los efectos del humo.

Graushpaz estaba asombrado contemplando el holocausto. Pero fue él quien primero vio el agujero que había sobre una rama. Todos los otros estaban debajo, y esto había frustrado los propósitos de desembarco de Ulises. Necesitaban un sitio donde pudiesen posar el dirigible delante de un agujero y descargar allí las tropas. Sin embargo, había que limpiar el aire primero. Radió órdenes, y las cuatro naves supervivientes se elevaron y luego comenzaron a girar. Las otras cinco giraron también, y entonces las dos mitades de la flota avanzaron a encontrarse. Ulises dedicó cinco minutos a asegurarse que todas seguían rumbos que no permitieran un choque, y luego centró sus esfuerzos en la defensa. Su flota aún estaba a nivel con los estratos superiores de los hombres murciélago. Estos habían restaurado lo bastante sus filas para hacer formaciones que ahora atacaban en masa. Los halcones o bien habían perecido o bien escapado, aunque cobrándose muchas víctimas.

Entonces fue liberado el segundo cuarto de las aves. Los halcones crearon un caos y dispersaron las filas delanteras, pero llegó hasta los dirigibles suficiente número de hombres murciélago. Fueron recibidos con una nube de flechas, pues no podían arrojar bombas demasiado cerca de las naves. Pero no detuvo todo esto a los hombres murciélago, que encendieron las mechas de sus pequeñas bombas y las arrojaron contra las naves. Algunas llegaron a alcanzar a la nave capitana y a hacer grandes agujeros en ella. Pero ninguna llegó a las grandes células de gas internas, y la filtración de hidrógeno era tan pequeña que no había ninguna al alcance efectivo de las bombas.

Las naves de ambos sectores estaban lo bastante cerca entre sí como para crear un fuego cruzado de flechas y cohetes. Caían guerreros a las profundidades, atravesados por las flechas, y muchos de ellos aún no habían arrojado sus bombas. Ulises vio explotar una bomba en la mano de un hombre murciélago alcanzado por una saeta. La bomba le hizo pedazos y liquidó a otros dos.

Dio la orden de elevarse y aumentar la velocidad. Caían hombres murciélago por debajo y por atrás.

– ¡Nesh! -dijo Graushpaz, y trompeteó. Ulises se volvió y vio una nave en llamas en el otro sector. Algún hombre murciélago había conseguido colocar adecuadamente una bomba, que había alcanzado al hidrógeno o roto una célula de gas.

Lenta, majestuosamente, cayó la nave partiéndose en dos antes de llegar al Árbol. Brotaban de ella llamas blancas y rojas, y una gran pluma de humo negro la seguía. Los hombres saltaban, algunos en llamas. Y caían también a su paso muchos, muchísimos cadáveres ennegrecidos de hombres alados. La nave había sido objeto de una concentración especialmente numerosa de hombres murciélago. Fue esta concentración la que les permitió incendiarla. Pero había tantos alrededor de ella, que murieron a centenares por las llamaradas y las explosiones.