Los que estaban a cierta distancia por debajo se apartaban frenéticamente para no verse atrapados por su llameante masa. La mayoría lo conseguían, pero el espacio aéreo estaba tan atestado que algunos no podían pasar a sus compañeros más afortunados y desaparecían en las llamas y caían con la nave, y se hacían cenizas antes de que aquel esqueleto ardiente aterrizara en una rama.
La vegetación que crecía en la rama en que fue a caer ardió violentamente. Pero el propio Árbol, aunque su superficie pudiese verse dañada por el fuego, no ardía.
Ulises reagrupó la flota y la dispuso en formación hacia el gran agujero que había sobre la rama. Los hombres murciélago estaban desconcertados y en desorden, volando en enjambre como moscas sobre un cadáver. No parecían ya numerosos. Quizás hubiesen perdido una cuarta parte de sus fuerzas. Lo que aun dejaría unos cuatro mil ochocientos, número abrumador contra los ocho dirigibles.
La nave volvió a situarse por encima del nivel que podían alcanzar los hombres murciélago. Disparaban, no flechas ni bombas ni cohetes, sino nubes de humo que envolvían a los hombres alados. Las naves arrojaron luego unas cuantas bombas más, esperando que las explosiones, en medio del humo cegador, sembrarían el pánico entre los hombres murciélago.
Los dirigibles giraron de nuevo y volvieron a una altura inferior, situándose sobre la espesa capa de humo. Los hombres de las cabinas superiores y de las cúpulas laterales informaron que gran número de hombres murciélago salía del humo y se lanzaban contra la nave. Unos cuantos la golpearon con tal fuerza que atravesaron la capa exterior, pero quedaron inconscientes o tullidos del golpe y la tripulación los capturó, los degolló y los arrojó por las escotillas.
Las naves, después del segundo y más bajo nivel, volvieron. Esta vez cuatro se situaron en el mismo nivel arrojando otra nube, pero la nave capitana y otras tres descendieron por debajo de la negra nube. El sol se ocultaba ya; en sesenta segundos desaparecería en el horizonte.
El Espíritu Azul se lanzó por una inmensa avenida de troncos y ramas a unos trescientos metros por debajo de la ciudad y a varios kilómetros al sur de ella. Estaba tan oscuro que Ulises hubo de encender los focos de las naves. No creía que los hombres murciélago les vieran hasta que fuese demasiado tarde, porque estaban ocupados con las nubes de humo y con las otras naves. A lo que ahora se sumaba la noche. Unos cuantos podrían divisar las luces, pero cuando comprendiesen de qué se trataba, sería demasiado tarde para actuar. Al menos eso esperaba Ulises.
Se situó detrás del timonel y atisbo el blanco túnel creado por los focos. A ambos lados y por encima y debajo había ramas de centenares de metros de grosor y troncos con una anchura de kilómetros. El dirigible continuaba su marcha sin el constante cabeceo del viaje por aire en movimiento con áreas de temperaturas distintas. Seguía una avenida vertical, libre de cualquier extensión del Árbol. Era tan ancha que el dirigible podía maniobrar en cualquier dirección hacia su objetivo, la cavernosa entrada que había sobre la rama.
Cuando la nave apuntó hacia arriba y las ramas que habían estado debajo quedaron a ambos lados, las luces iluminaron un enjambre de gentes aladas que volaban hacia el agujero. Parecían en su mayoría mujeres y niños huidos al estallar los cohetes en los otros agujeros. O tal vez fuesen los que vivían en los entramados de enredaderas que habían decidido que era demasiado peligroso quedarse allí aquella noche. Protegidos por la oscuridad, entraban en el agujero hacia las cámaras del tronco y las diversas ramas.
Cuando las luces les alcanzaron, algunos continuaron volando en la misma dirección, pero la mayoría se disgregaron y se ocultaron en la noche.
Ulises no les prestó ninguna atención, aunque ordenó a los arqueros que mantuviesen un estricto control por si había guerreros con bombas. Su atención se concentró en hacer maniobrar delicadamente al dirigible y situarlo ante el agujero de la rama.
Fue una maniobra muy audaz, o, quizás, como dijo alguno de los neshgais, «estúpida y suicida»
Lentamente, el Espíritu Azul avanzó hacia el agujero. Y luego, mientras su proa seguía aproximándose al tronco que había sobre el agujero, un proyectil brotó de ella. Su afilada punta de plástico se clavó en el tronco, y luego la cuerda ligada a él se estiró cuando el dirigible comenzó a retroceder. Dispararon más cohetes del mismo género, y tensaron las cuerdas atadas a ellos. Ulises había probado las cuerdas varias veces en condiciones simuladas parecidas a aquéllas, pero aún no estaba seguro de que las cuerdas aguantasen.
Arrojaron garfios de fijación, que se clavaron en las rugosidades de la corteza gris. Echaron cuerdas, y hombres y felinos se deslizaron por ellas y aseguraron sus extremos con agudas estacas de madera que clavaron en la corteza.
Más hombres y cierto número de neshgais siguieron a los primeros cuerda abajo. La, pérdida de peso hizo que la nave se elevara y tensara aún más las cuerdas. Pero aguantaron. Y entonces la tripulación comenzó a tirar de las cuerdas para arrastrar el dirigible a tierra.
Ulises salió de la barquilla y pisó la corteza. Los otros salieron tras él.
Al mismo tiempo, los hombres que aún quedaban en el interior de la nave soltaron los halcones. Unos volaron hacia arriba, hacia el humo, que iba dispersándose. Aunque no podían ver demasiado bien ya, podían oler al enemigo al que le habían enseñado a atacar con pico y garras. Otros se lanzaban por él agujero, evidentemente por haber olido a los seres alados que había allí.
Los tres dirigibles habían seguido su ruta. Liberarían sus halcones al cabo de un minuto y luego anclarían en ramas cercanas. Su tarea era más difícil que la de la tripulación del Espíritu Azul. Tendrían, que descender al tronco y luego seguir hasta por debajo de la rama y entrar en los agujeros de allí. Esto llevaría tiempo y les dejaría expuestos a un ataque mientras descendían por el lado del tronco. Pero Ulises contaba con la oscuridad, los halcones y los otros dirigibles que mantendrían aún ocupados en el aire a los guerreros alados. Además, las cuatro naves lanzarían otra nube de humo.
La entrada estaba vacía salvo por unos cuantos cuerpos de mujeres y niños.
Ulises se puso su yelmo de cuero y madera, con una luz delante. No iluminaba mucho porque su batería biológica era débil, pero era mejor que nada. Además, la luz combinada de la tripulación proporcionaría la adecuada visibilidad.
Ulises se colocó a la cabeza de la columna, pero Graushpaz le tocó en el hombro. Ulises se volvió, y el neshgai dijo:
– Exijo mi derecho a redimirme.
Ulises, que esperaba esto, divertido en el fondo, se hizo a un lado. Graushpaz habló entonces a los veinte oficiales neshgais. Fue un discurso breve y sencillo.
– He atraído la desgracia sobre mí y en consecuencia sobre vosotros, mis queridos oficiales y subordinados. Bien lo sabéis. Pero no se os pide que os redimáis a vosotros mismos. Nadie os reprochará el que no me sigáis a la ciudad de los hombres murciélago. Es probable que a todos nos espere la muerte, pues tendremos que combatir en estrechas cuevas que los hombres murciélago conocen bien. Pero la gente de nuestra raza oirá contar lo que nosotros hacemos hoy. Y Nesh lo sabrá, y si nos comportamos como debemos, podremos vivir después de la muerte en sus colmillos.