Выбрать главу

– Los que deben morir pueden sin embargo matar -respondió Ulises. Tuvo la respuesta que esperaba.

– ¡No pueden matarme! ¡Yo soy inmortal! ¡E invencible!

– Si es así, ¿por qué me temes? -dijo Ulises.

Hubo otro momento de silencio. Ulises tenía la esperanza de que el cerebro vegetal estuviese obnubilado por la rabia. Le producía un perverso placer desquiciar a aquella criatura, aunque no obtuviese ningún beneficio de ello.

Por último el diafragma atronó:

– Yo no temo a uno que debe morir.

– Entonces, ¿por qué intentaste que me capturaran? ¿Qué había hecho yo para merecer tu hostilidad?

– Quería hablar contigo. Tú eras una cosa extraña, un anacronismo, una especie que llevaba extinta veinte millones de años.

Ahora le tocaba estremecerse a Ulises. Así que eran veinte millones de años y no diez. ¡Veinte millones de años!

Se dijo a sí mismo que no había razón alguna para alterarse. Veinte millones de años no significaban más que diez.

– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó.

– Me lo dijeron mis creadores. Pusieron en mis células de memoria un enorme volumen de datos.

– ¿Eran humanos tus creadores?

El diafragma tardó varios segundos en moverse y luego dijo:

– Sí.

Así que por eso, pese a negarlo, le temía. Los hombres le habían creado, y en consecuencia un hombre podía destruirlo. Ese debía ser su razonamiento. Probablemente no supiese que aquel hombre era un salvaje ignorante comparado con los creadores del Árbol. Aún así, no era torpe. Si podía conseguir los metales adecuados, podría acabar construyendo una bomba atómica. Ni siquiera el Árbol soportaría una docena de explosiones nucleares.

Pero, ¿y si, como parecía probable, la tierra hubiese sido despojada de todos sus metales? Veinte millones de años de vida inteligente debían haberlo consumido todo salvo pequeñas bolsas o depósitos dejados por razones de economía. No había hierro ni cobre por ninguna parte. De eso estaba seguro. El hombre y sus sucesores lo habían arrancado todo de la tierra.

Sin embargo, el Árbol debía tener un centro al que fuese posible matar, después de lo cual moriría todo el cuerpo. Y parecía probable que el Árbol tuviese emplazados allí a los hombres murciélago para proteger aquel cerebro. Si el cerebro estaba en aquel tronco, podían localizarlo. Podía costarles una enorme cantidad de pólvora y de armas y muchos soldados, pero podían lograrlo. Y el Árbol sabía esto.

Y era posible también que el Árbol hubiese situado allí a los hombres murciélago como una falsa pista. El cerebro podía estar en un tronco situado a cien kilómetros de allí. O en el tronco de al lado.

Le arrancó de este ensueño el atronar del diafragma.

– ¡No hay ninguna razón para que seamos enemigos! Puedes vivir en mí con gran comodidad y seguridad. Puedo garantizarte que ninguno de los seres inteligentes que viven en mí te hará daño. Por supuesto, los no inteligentes escapan a mi control, lo mismo que las pulgas al de los seres inteligentes. Pero aunque nunca hay un cien por cien de seguridad para los que deben morir, la vida que puedo ofrecerles es mucho mejor que la que tendrían sin mí.

– Quizás sea cierto -contestó Ulises-. Pero los pueblos que eligen vivir en ti eligen también una vida salvaje e ignorante y muy limitada. No pueden saber nada de ciencia o de arte refinado. No pueden conocer el progreso.

– ¿Progreso? ¿Qué ha significado eso para la vida inteligente más que superpoblación y destrucción y envenenamiento de la tierra, el aire y el agua? La ciencia ha significado al final abuso, suicidio de la raza y casi la muerte de todo el planeta antes de que la raza se destruyese a sí misma. Esto ha sucedido una docena de veces por lo menos. ¿Por qué crees que los seres humanos se concentraron al final en la biología a expensas de las otras ciencias físicas? ¿Por qué crees que nacieron las ciudades-árbol? La humanidad comprendió que tenía que integrarse con la naturaleza. Y lo hizo. Durante un tiempo. Luego su arrogancia o su estupidez o su codicia o como quieras llamarla, se apoderó otra vez de ella. Pero el hombre fue barrido por los andromedanos, porque los andromedanos consideraron que la humanidad era una amenaza muy grave para ellos.

»Y así heredaron la Tierra otros seres inteligentes, a los que la humanidad había creado de los seres inferiores de la naturaleza. Y éstos comenzaron a repetir los errores y pecados de los hombres. Sólo que se vieron limitados en sus posibilidades porque la humanidad había agotado la mayor parte de las reservas minerales de la Tierra.

»Yo soy entre los seres inteligentes la única cosa que permanece, los que deben morir y que son también, como tú acertadamente dijiste, los que deben matar, y la muerte de la vida en este planeta. Yo soy el Árbol, Wurutana. No el destructor, como me llaman los neshgais y los wufeas, sino el Preservador. Sin mí, no habría vida. Yo mantengo a los seres inteligentes en su lugar, y al hacerlo les beneficio y beneficio también al resto de los seres vivos.

»Por eso debéis morir tú y los neshgais, a menos que os sometáis. Tú destruirías de nuevo la tierra si pudieses. No lo harías intencionadamente, por supuesto. Pero lo harías.

Los humanos habían vivido en sus árboles ciudades, que eran también sus bibliotecas de referencia y sus computadoras. Los grandes vegetales contenían células para almacenar información y para utilizar esta información como los residentes necesitaran. Pero luego, por diseño o por accidente de la evolución, el vegetal computadora se había convertido en una entidad inteligente y con conciencia propia. De servidor se había convertido en amo. De vegetal en dios.

Aunque Ulises no podía negar que fuese cierto la mayoría de lo que le decía, no creía inevitable que toda forma de vida inteligente se convirtiera en destructora de vida. La inteligencia tenía que ser algo, más que un vehículo al servicio de los intereses de la codicia.

– Llama a tus servidores, los hombres murciélago, y discutiéremos nuestros objetivos -transmitió Ulises-. Quizás podamos llegar a un entendimiento pacífico. Podremos luego vivir en paz. No hay razón para que luchemos

– ¡Los hombres han sido siempre destructores!

– Pon esas bombas junto a este diafragma -dijo Ulises a Wulka-. Empezaremos a trabajar aquí.

Colocaron las bombas junto al gran disco y apilaron los ábacos junto a ellas. Encendieron varias mechas, y todo el grupo retrocedió de la gran sala a la siguiente. Cuando la explosión cesó de retumbar en la sala y se despejó el humo, volvieron al lugar del disco. El diafragma había desaparecido. En el centro de la zona donde había estado había una fibra redonda y blanquecina de unos siete centímetros de grosor. Tenía que ser el cable neurálgico.

– Comenzad a cavar alrededor de él -dijo Ulises-. Veamos si lleva hacia abajo.

Había tomado la precaución de estacionar algunos hombres con cohetes a la entrada. Como no había provocado reacción alguna la voladura del diafragma, parecía probable que aquella cámara no tuviese las mismas defensas que las cámaras de los gigantes. Quizás el Árbol no hubiese considerado necesario establecerlas allí, habiendo muchas fuerzas de los hombres murciélago.

Había sido un error.

En el momento en que comenzó la excavación en la madera semidura que rodeaba la fibra nerviosa, llegó la reacción. Quizás el Árbol hubiese quedado conmocionado por la explosión y acabase de recobrarse. Quizás… ¿quién podía saber lo que había causado la dilación? Fuera lo que fuese, el Árbol se había recobrado por completo. Los chorros de agua que brotaron de miles de agujeros ocultos hasta entonces en las paredes eran tan fuertes que derribaban incluso a los elefantinos neshgais. Ulises sintió como si le golpearan varios bastones manejados por gigantes. Cayó de costado y luego dio vueltas y vueltas hasta chocar con un montón de entremezclados y pateantes cuerpos a la entrada.

O lo que había sido la entrada. Había ahora en ella una gruesa membrana semitransparente. Había descendido de lo que antes era una pared sólida.