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El Espíritu Azul, sin embargo, se hallaba en grave peligro. Estaba tan sobrecargada que no podía elevarse más. Y los neshgais, aunque pudiesen estar librando una homérica batalla, se verían inevitablemente superados por el número. Habían logrado mantener la lucha hasta entonces sólo porque los pigmeos no llevaban arcos y flechas envenenadas. Al cabo de unos minutos los supervivientes se lanzarían de nuevo por la escalerilla.

– Fija el timón. Pero mantén los motores girados verticalmente. Y luego vete con los demás -ordenó al timonel.

Este no preguntó por qué debía abandonar su puesto. Pero comprendía que eran necesarios todos los hombres.

Ulises, estacionado en la cubierta superior, con los pies empapados en la sangre de los hombres murciélago, contó a sus «hombres» Tenía tres wufeas, dos wuagarondites, y un alkumquibe. Uno de los wufeas era Awina, pero sería una mortífera luchadora frente a los pequeños hombres murciélago. Aquello era lo que quedaba de los doscientos que habían salido con él para penetrar en el Árbol por su lado norte. Había también seis vroomaws «humanos»

– Tenemos una posibilidad -dijo-. Matar o expulsar a todos los hombres murciélago. ¡Seguidme!

Subió las escaleras con una maza de punta de pedernal en una mano y la otra en el pasamanos de la escalerilla para no resbalar en la sangre. Llevaba aún puesta toda su armadura, y la luz de su yelmo seguía funcionando. Pero esto era sólo para caso de emergencia, porque había apagado las luces al lanzarse los neshgais hacia el fuselaje.

Al principio nadie se enfrentó a él. Los hombres murciélago estaban demasiado concentrados en los neshgais para verle, incluso. Se amontonaban alrededor del único neshgai que seguía de pie. Todo estaba sembrado de cadáveres amontonados, y de cuerpos destrejados y aplastados.

Ulises corrió lo más deprisa que pudo, saltando por encima de los cadáveres, hasta llegar al lugar de la lucha. Aplastó tres cráneos y rompió los huesos de dos pares de alas antes de que los hombrecillos supieran que Graushpaz había recibido ayuda. El neshgai trompeteó y acumuló nueva fuerza para seguir liquidando enemigos. Su armadura acolchada y su celada de plástico estaban cubiertas de sangre, parte de la cual era suya. Tenía una profunda herida junto a la punta de la trompa, y dos tercios de un venabio brotaban de su espalda. Algún hombre murciélago había logrado escurrirse por una escalerilla próxima a la cúspide de la nave y había conseguido clavarle el venablo que había traspasado la armadura y alcanzado su carne.

Había unos cuarenta hombres murciélago aún capaces de luchar. Cayeron sobre los diez recién llegados con vesánica furia, y a pesar de fallar, muchos alcanzaron a los diez. Un wufea, dos wuagarondites y tres vroomaws quedaron muertos en sesenta segundos. Pero Graushpaz, un tanto aliviado por la llegada de refuerzos, aplastó tres cabezas de un revés de su hacha, extendió una mano y agarró la punta de un ala y destrozó sus articulaciones, enviando al aullante hombrecillo por los aires. Luego se volvió, trompeteó ferozmente y cargó contra los que rodeaban a los recién llegados. Su hacha aplastó a otros dos y luego quitó a Ulises un hombre alado que se le había echado a la espalda y le apretó el cuello una vez, rompiéndole la tráquea.

De pronto, los supervivientes comenzaron a correr hacia los agujeros de la cubierta exterior de la nave. Habían tenido suficiente. Pero antes de llegar a los agujeros se detuvieron. Y luego se volvieron con un grito de entusiasmo. Por los agujeros penetraban más hombres murciélago.

– ¡Tirad los cadáveres! -gritó Graushpaz-. ¡Elevemos la nave adonde no puedan alcanzarnos!

Y comenzó a desalojar el pasillo, tirando los grandes cuerpos de sus amigos, mientras gemía con el dolor del venablo en su espalda. La cubierta exterior del dirigible se rompía al caer sobre ella los cadáveres. Penetraba más aire silbando a través de los agujeros, pero no importaba. Ya entraba mucho aire por un centenar de agujeros.

Ulises gritó a los demás que tirasen el resto de los cadáveres. Los otros alzaron a sus camaradas muertos y los echaron por encima de la barandilla, y luego se ocuparon de los hombres murciélago. Habían continuado penetrando refuerzos a través de los agujeros, pero su número no era tan abrumador como habían supuesto. Serían unos cincuenta. Sumados a los que ya estaban allí, eran un total de sesenta. Suficientes, sin embargo, para matar a los trece supervivientes una docena de veces.

Descendió corriendo por el pasillo hasta pasar la portezuela que conducía a la barquilla de control. Continuó a su derecha por un puente entre máquinas que llevaba a una estación de defensa y allí buscó una bomba. Planeaba encender la mecha y situarla junto a una célula de gas. Los hombres murciélago entenderían lo que significaba; entenderían sus gestos. O salían de la nave o tiraría la bomba a la célula, y todos morirían instantáneamente. Quizás fuesen lo bastante fanáticos para dejarle hacerlo, pero sólo tenía aquella oportunidad. De cualquier modo, tirase la bomba o se negase a hacerlo en el último segundo, él y sus hombres estaban sentenciados. Pero los hombres murciélago podrían asustarse lo bastante para salir de la nave.

No había ni bombas ni cohetes. Todos habían sido consumidos.

Mejor así. Si no, algún hombre murciélago habría cogido una bomba o un cohete, lo habría prendido y todos los atacantes habrían huido antes de que el dirigible se incendiase.

Ulises dio la vuelta y corrió de nuevo por el puente hasta llegar a un puntal. Saltó sobre éste y subió por él hasta situarse en la estructura de la base de una gran célula de gas. Comenzó a dar voces hasta que todos volvieron la cabeza hacia él, y entonces rasgó la tela de la bolsa con su cuchillo.

La abertura era muy pequeña. Brotaba el hidrógeno soplando sobre su cabeza. Retrocedió y luego sacó una caja de cerillas del bolsillo. La mostró para que todos pudieran ver lo que era, e hizo un gesto de encender. Esperaba que los hombres murciélago supiesen lo que eran las cerillas. Si no, su gesto sería inútil.

Hubo un grito horrorizado entre los hombres murciélago y también entre sus propios hombres.

– ¡Hombres murciélago! -gritó-. ¡Salid inmediatamente de esta nave! ¡Si no, moriremos todos! ¡Ahora! ¡Arderéis como polillas!

Se oyó un estruendo. Graushpaz había caído por la baranda del puente y atravesado la cubierta exterior de abajo, desapareciendo en el vacío. Había pagado su deuda; sabía que tenía sólo unos minutos de vida. Se había tirado para aliviar de peso a la nave para que así pudiera elevarse.

Los que estaban en el puente principal y los hombres murciélago que estaban en los puntales, escalerillas y columnas del lado de estribor, se quedaron helados. Ni siquiera se movieron cuando Graushpaz se tiró por la baranda. Miraban fijamente las manos de Ulises, la caja de cerillas.

El comandante de los murciélagos llevaba un yelmo de cuero escarlata que indicaba un grado equivalente al de coronel. Estaba acuclillado en una escalerilla, con una jabalina en una mano y sujetándose con la otra a la baranda, crispado el rostro. Pasaba por un calvario de indecisión.

Entonces Awina avanzó lentamente y enarboló una maza. La arrojó y fue dar en la cara del comandante. Este cayó sin un grito.

Los otros se miraron entre sí. Su jefe había muerto, y el siguiente en el mando tenía que decidir si debían morir todos en un holocausto en los segundos siguientes o retirarse. El negarse a marchar aseguraría también la muerte del principal enemigo. Pero Ulises se daba cuenta de lo que estaban pasando. Su vida era tan corta. Aunque fuese mísera, era lo único que tenían. Y si huían, podrían luchar otra vez más tarde. Este argumento era tan cierto y persuasivo como veinte millones de años antes. Con la caja de cerillas en la mano izquierda, Ulises aplicó la punta de una de ellas al rascador.