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Cuando me acosaba el miedo ante el enemigo (un sentimiento nada raro) mostraba a la superficie argentina mi rostro furibundo, si (joven aún) languidecía por el amor de Atia, movía ávido los labios, y cuando la pena o la impotencia daban rienda suelta a mis lágrimas, la vista de los torrentes que manaban de los ojos de mi imagen me consolaba. ¿Qué hay de vergonzoso en esta conducta? ¿Qué de reprochable en mi secreto? Marco Antonio se jactaba públicamente de orinar de noche en una bacinilla de oro y lo consideraba placentero. Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, quise guardar para mí el secreto del espejo, aunque no sé por qué habría de avergonzarme y estoy seguro que ni Mecenas, con quien compartí largos momentos de mi vida, ni mi esposa Livia, quien no ignora uno solo de mis pasos, supieron de mis goces. Quien me sorprendió varias veces, se llama Publio Ovidio Nasón. Aquí se pronuncia su nombre por primera vez.

¿No cuidé de mis poetas como un pastor de sus corderos en las dehesas de Campania? Virgilio, Horacio, Propercio, Tibulo y ese desdichado Ovidio ¿no llevaron una vida contemplativa, según era la meta de sus anhelos? Todos creían que Mecenas era su amigo y patrocinador y por eso le cantaron loas sin sospechar que era yo quien financiaba su inclinación. ¡Por Apolo, no me quejo! ¿Qué cuestan estos poetas? Ni siquiera se necesita ser rico para comprar uno de ellos. Sólo quien está en condiciones de mantener una legión (en opinión de Craso y también mía) puede llamarse rico. El debía saberlo, pues era el más opulento de los quirites, después de Sila, y aun cuando sólo sus tierras se estimaban en doscientos millones de sestercios, no se dio por satisfecho y se adueñó de todo el oro de los partos.

Los hijos de las Musas son seres sensitivos, al menos aparentan resistirse a recibir recompensa alguna por su arte (sin embargo, detrás de esta actitud no se esconde la modestia, al contrario, creen que sus obras son impagables) y sólo están dispuestos a recibir en nombre de la amistad. Existen sutiles diferencias: los hijos de Talia, los que se entregan a la comedia, son los más comparables a lo normal, si bien son caracteres sombríos por su aspecto y forma de vida; los tragedas, bajo el velo de Melpómene, han abandonado la tierra hace mucho y se elevan siempre sobre prominentes coturnos. ¡Ay de aquel que tira de los hilos de su destino! Pero si te encuentras con uno de la rara especie que es sagrada a Erato (¡Musageto, el tañidor de la lira quiere evitarlo!), entonces pon pies en polvorosa, huye hacia la tierra de los partos o hacia Lusitania en occidente, pues éstos son en extremo sensuales, como bien lo permiten suponer la lírica y la erótica.

Ovidio era uno de ellos. Traía en sí la timidez del venado, el miedo de la liebre, venteaba el calor del ser humano como un sabueso, pero quien se acercaba a él reconocía su falsedad de reptil. Pues hasta que las generaciones decidan quién era el más grande de mis poetas y quién mereció la múltiple corona de laurel, el hombre de Tomi es de todos el más inteligente. Pero los hombres sagaces son peligrosos. ¡Ah, si sólo hubiera seguido siendo funcionario en la Sulmo, rica en agua! Pero no, tuvo que venir a Roma con el dinero del padre, ansioso de aprender retórica, viajar a Grecia y a la provincia de Asia. Allí aprendió arte y filosofía y regresó como si hubiera aprendido la epopeya con Homero, la mítica con Hesíodo, el himno con Píndaro, la bucólica con Teócrito. Y sobre todo descolló en el arte de la elegía, ensamblada en dísticos (pentámetro a continuación del hexámetro, ya se sabe) para ser recitados en los festines. ¿Quién podría haberle llegado a los zancajos a este niño prodigio, capaz de avasallar las palabras con música? Escribió poemas a Corma, la amada, a la que dio forma su cerebro como Fidias al mármol – le envidio esta facultad-. Este poema me hace verter ardientes lágrimas todavía y coger el espejo.

De regreso de las provincias se encontró con Valerio Mesala Corvino, mi verdadero amigo, a quien debo el título de Pater patriae. En aquel entonces, cuando el pueblo me aclamó con ese nombre a la entrada del teatro y me cubrió de laureles, mi primera reacción fue la de apartarme. Pero al día siguiente, en la curia, Valerio Mesala se levantó (fue durante mi consulado decimotercero) y habló (jamás olvidaré sus palabras): “¡Salud y fortuna, César Augusto, para ti y tu casa! Pues con este deseo estamos convencidos de suplicar a los dioses al mismo tiempo eterna fortuna para el estado y alegría para esta ciudad. El Senado y el pueblo de Roma te saludan como padre de la patria!” Enseguida estalló una ovación desde las galerías, pues en Roma no había otro que hablara como él. Yo no encontré mejores palabras de agradecimiento que desear que los inmortales me preservaran el unánime amor del Senado y del pueblo hasta el fin de mis días.

Por consiguiente, le debo mucho, pero Ovidio le debe todo, por cuanto lo acogió en su círculo de poetas, donde Tibulo, Ligolamo, Cayo Valgio Rufo, Emilio Macer y Sulpicia lidiaban entre sí con palabras. También fue Mesala quien acercó a mí al advenedizo.

Al igual que Horacio, reconocí a Ovidio digno de preparar el terreno para las leyes reformistas. Los lictores podrán anteceder al pretor con su centenar de haces, los ediles ser severos e inflexibles, hasta el propio cuestor puede comportarse con grosería, pero es en vano. Una nueva era no es el resultado de leyes y disposiciones, una nueva era quiere ser comprendida por sus hombres. Así pensaba yo y reconocía que, con sus palabras, los poetas nos guían con mayor libertad que las leyes. Fidus, pax, honor, pudor y virtus son virtudes deseables, pero no las crea ninguna ley del mundo. Viene Horacio y nos canta su Carmen saeculare y ¡ved, la virtud está en boca de todos!

Publio Ovidio Nasón me pareció el hombre adecuado para imponer a la era que lleva mi nombre un monumento melodioso. El, que no tenía siquiera un recuerdo de la República, anunció que otros se alegraran del pasado, él era feliz por haber nacido en la época presente. Ovidio era el poeta de la conformidad y sus versos difundían conformidad. Si no fuera una verdad de Perogrullo, la guerra civil se hubiera enseñado que los ciudadanos insatisfechos son peligrosos, pero los satisfechos son buenos ciudadanos. Por lo tanto, exigí hexámetros dactílicos sobre la conformidad. A dos de mis leyes perentorias (Lex Julia de maritandis ordinibus y Lex Julia de adulteriis coercendis) debió prepararles el terreno el hijo de Sulnio y, en efecto, Ovidio adornó con la astucia del zorro el serio tema en un tratado al que puso por título Ars amatoria.

El arte de amar, dice, es un arte que se puede aprender como la capacidad de escribir, narrar o declamar, pues se basa en reglas determinadas. Aunque a oídos de la mayoría esto suena inmoral y frívolo, de manera que los escribas tuvieron que esforzarse para acelerar el flujo de las plumas por la cuantiosa demanda de esta obra, el poema didáctico formado por dísticos puros se movía absolutamente dentro del marco de las leyes. Hasta un filemón, viejo como yo, dejó escapar una risita y aprendió (es sabido que aprendemos mejor sonrientes) cómo Publio Ovidio Nasón supo olvidar a una joven que no había prestado atención a ningún cortejante.

Decía: recalca cuanto te sea posible lo malo. Llama regordeta a la muchacha de piel lisa por su excesiva gordura; negra, cuando sea castaña, y tíldala de enjuta si su figura es esbelta, y si no es torpe, puedes llamarla insensata. Desafía a una mujer a cantar cuando carezca de voz. Si se expresa incorrectamente hazla hablar mucho. Si no domina las cuerdas, invítala a pulsar la lira. Si sus dientes son defectuosos provoca su risa con tus cuentos. Si a veces sus ojos lagrimean, háblale de cosas que la hagan llorar. Así habla Ovidio y nadie lo hace mejor.