En el cenit de mi existencia llamé a Ovidio para encomendarle la composición de un monumento semejante al de Virgilio en aquella epopeya de la Eneida. El poeta me preguntó en tono provocador, cómo habría de adornar mi imagen con palabras, si no me conocía en absoluto. Parecía razonable. Lo invité, pues, a vivir conmigo en la casa hortensia en el Palatino, que, como sabe todo romano, no se distingue por la amplitud de sus aposentos, ni por la suntuosidad arquitectónica: dos pequeños pórticos de toba de los Montes Albanos, en tanto los recintos no conocen ni la decoración del mármol ni el codiciado arte del mosaico.
Al principio, admiré su cultura y su intelecto, ocultos detrás de cada una de sus palabras, pero pronto me harté de su mirada escudriñadora que seguía todos mis actos. Me sorprendí a mí mismo tratando de hacer esto o aquello subrepticiamente, aunque no había oportunidad. Participaba hasta en mi vida amorosa, ya me dedicara a Livia o a las pequeñas que me enviaba Mecenas, mi buen amigo.
Tuve un violento sobresalto cuando me descubrió por primera vez frente al espejo, sentí verguenza, pero el pudor desaparecía a medida que con más frecuencia me atrapaba en ese juego. Ovidio era en extremo prudente como para dejar que sus ojos, las comisuras de sus labios o las arrugas de su frente delataran lo que pensaba en lo más íntimo de su ser. En esto, se distinguía de Horacio Flaco, quien llevaba siempre el corazón sobre la lengua y sus pensamientos en los pliegues de su rostro. Muy pronto, el hombre de Sulmo se hizo de mí un juicio mucho mejor del que yo tenía de mí mismo. No gastó palabras en censuras y economizó el incienso que poetas como Horacio, Virgilio y el mismo Tibulo me ofrendaban con largueza.
Si platicábamos (más de una noche se nos fue así en un vuelo), el tema de conversación giraba en torno al conocimiento, una palabra de la que carece nuestro acervo lingüístico y los griegos llaman "sophia". "Omnia mutantur nihil interit." Así definía Ovidio el conocimiento llevado a una breve oración, lo cual significa: El alma humana (y creo en ello firmemente) es inmortal, no fenece y sólo cambia en su exterior, al aposentarse en otro ser después de la muerte. Forma al hombre aquello que él hace. Si sus acciones son buenas, grandes, nobles, también se ennoblecerá su alma, pero si hace lo contrario, su alma se pervertirá. Ovidio creyó reconocer la voz de un amigo en el aullar de un perro, porque el amigo se abandonó al ethos de un perro. Pero en la misma medida, dice Ovidio, puedes hablar con los caballos, o con las palomas, porque van en camino de hacerse humanos.
Los filósofos griegos, que, como su nombre indica, aspiran a la sabiduría, propagan estas ideas en sus escuelas, y el hombre de Sulmo las conoció allí en sus años mozos. A los discípulos de esa doctrina, que se propagó en Roma como una peste después de la muerte de mi divino padre, se los llama pitagóricos. Pitágoras de Samos afirmaba que en el mundo imperaba la legalidad, la armonía lo cual se expresa en relación numérica, o guarda analogía con dichas relaciones numéricas.
Cuando contemplo el firmamento de noche, debo rendirme a su teoría, pero ¡por Hércules!, ¿por qué el "uno" ha de ser un buen número y el "dos" malo? "El uno", dicen estos discípulos, "está a la cabeza de todos los valores: el dos es el origen de toda multiplicidad y, por ende, el origen de toda adversidad". Más aún, predican que los números impares son de derecha, viriles y buenos, en tanto los pares son de izquierda, femeninos y malos. Ninguno de los alumnos puede decir en rigor de verdad cuánto de todo esto engendró realmente la cabeza de Pitágoras, pues el maestro no dejó constancia escrita de sus ideas. Ovidio está vinculado a esta doctrina, pero sobre todo a aquella cuyo contenido es la migración de las almas. Tan pronto me abandonó, el poeta empezó su obra Metamorfosis con las siguientes palabras:
"¡Quiero comunicar, cómo las formas se trocaron en otros cuerpos, ¡Dioses, sed propicios a mi comienzo (vosotros también los investisteis) y guiad el hilo continuo de la poesía desde los orígenes de la creación hasta nuestro tiempo…!"
Así empezó a narrar con lengua ágil acerca de los dioses y héroes de la Hélade y de Roma, del caos del principio hasta el presente. No puedo negarlo, una obra de arte del más alto rango y merecedora de mi beneplácito. Escribió año tras año, se explayó en interminables monólogos y en artísticos suasorios, hizo discutir consigo mismos a los héroes acerca de si esto era loable y aquello desaconsejable. Desde las primeras muestras de su creación, descubrí en Ovidio el empeño de entretejer el presente con los mitos del pasado.
Los dioses ostentaban rasgos censurables de carácter que se reconocen a diario en las gradas de la curia, cuando los senadores acuden presurosos a las sesiones. Y algún amorío de Júpiter se parece más en figura y postura a la secreta relación de un cónsul que a la idea del mito. Lo confieso, la mofa oculta en su noble arte me procuraba una deliciosa diversión, pero la risa se me atascó en la garganta cuando advertí que el escarnio y la ironía del poeta no se arredraban ante mí, el Divino. ¡Por Baco! ¡Ese infame escritordillo a quien acogí bajo mi techo como a un hijo, me endosó con descaro los rasgos de Narciso, el frágil cazador de Diana (todos los niños conocen la historia) que dio su nombre a la flor.
Ovidio describe a Narciso, a mí pues, como un adolescente de delicada figura e insensible soberbia, cuyo corazón no es capaz de emocionarse con mancebos ni doncellas, en consecuencia inepto para amar. Deja morir así a Eco, la ninfa encendida del bosque que se consume sin ser amada y sólo se perpetúa en el eco de su voz. Pero Narciso pasea por el bosque y se arrodilla junto a la fuente mansa para aplacar su sed. Descubre entonces su imagen reflejada y despierta en él otra sed. Toma por cuerpo lo que es sombra y lo fascina su imagen como esculpida en mármol de Paros. Aunque los versos son blasfemos, están preñados de una serena belleza en la cual me reconozco a mí mismo:
"Yacente contempla siempre los ojos cual dos estrellas, mira con deleite el cabello, digno de Apolo y de Baco.
Mira el alargado cuello y la tersura de las mejillas imberbes.
Y la gracia del rostro y el rubor destacándose de la nívea blancura;
admira en sí mismo, lo que lo hace digno de admiración;
se añora fascinado; el que elogia es el mismo elogiado, el que allí aspira es codiciado y al mismo tiempo inflamado y se quema.
¡Cuán a menudo se acerca en vano con sus besos a la engañosa fuente!"
Y continúa en estos términos. El poeta me describe como deplorable fenómeno, presa del delirio, imberbe (lo que me distingue de todos), el pecho cubierto de una mancha rojiza (podría rascarme horas enteras). Me hace morir de languidez, pero en lugar de un cuerpo destinado a la hoguera, sólo perdura la flor amarillo azafrán en el centro y corola de níveos pétalos, a la que llaman narciso, la flor del mundo subterráneo.
Cien veces leí el pasaje con enfermizo afán y por mucho que me agradaban las palabras, su contenido me enfureció. Yo, Imperator Caesar Divi Filius, me convertiría en el hazmerreír de los romanos. Por consiguiente, di orden de proscribir a Publio Ovidio Nasón a Tomi y hacer desaparecer sus obras de las bibliotecas públicas. No di razón alguna para justificar esta sanción, pero la medida dio motivo a muchas especulaciones, a las que hice frente en todo momento con silencio. De este modo pude estar seguro de que la obra Las metamorfosis del poeta, que abarcaba a la sazón quince volúmenes, jamás sería publicada.
Desde entonces evité obstinadamente su nombre y no toleré que ni él ni sus versos fueran mencionados en lugares públicos, ni qué decir en mi presencia. Esto sucedió bajo el consulado de M. Furio Camilo y Sexto Nonio Quintiliano, hace ya seis años. Desde entonces el exiliado escribe elegías, bellas en su tristeza (se dice que un poeta jamás puede dejar de escribir y si interrumpe su labor se encuentra con la muerte). Ex Ponto, ha pedido clemencia y sus palabras a su esposa y a su hija, según he oído, están llenas de tristeza y melancolía. Estoy seguro que se ha arrepentido mil veces de su juego y habrá de expiar otras tantas veces, pues morirá en tierra de bárbaros.