Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, estoy recibiendo desde hace ya siete días los manuscritos del Divino. ¿El Divino? Cada día, César pierde un poco de su divinidad. El Augusto no es digno de veneración y respeto. Como una serpiente muda de piel, así Augusto se despoja de su prestigio y reconocimiento. Pero tal como la muda de piel de la serpiente siempre hace brotar otra más bella y lozana, el César muestra también cada día una faceta nueva y más hermosa de su vida. Si el Divino resulta empequeñecido a través de este diario, el hombre se agigantará.
¿El Divino un Narciso? Aunque a menudo estoy cerca del César, no he advertido nada de esta peculiaridad. A decir verdad, jamás presté atención, y esto no habla sino del acentuado don de observación de Ovidio que descubriera su secreto. ¿Qué hay de malo en esa peculiaridad? Lo que para uno es su orinal, lo es para el otro el espejo.
Ovidio debió pagar cara su osadía. Su lugar de exilio en Tomi, situado en la costa norte del Ponto Euxino, es tan ignoto y lejano para un romano como la Munda española o la gala Uxellodunum. Creo que se morirá de nostalgia. Y si Augusto pensó que la veda de Ars amatoria de Ovidio haría caer el libro en el olvido, se equivocó radicalmente: copistas piratas exigen precios usurarios por la obra. No se necesita sino prohibir un libro para asegurar su éxito. Después de mis lecturas clandestinas del diario he comprendido por primera vez en qué medida el Estado y la política se sirven de las artes. Hacen de ellas uso abusivo como precursoras para favorecer sus ambiciosos planes, y esto me hace estremecer. Los griegos trataban a cada especialidad del arte como a una amante, los romanos, como a una esposa legítima.
XCIII
Ahora sabes, Livia, por qué a veces me avergüenzo y oculto la cara en mis brazos ante ti. No quería que me llamaran Narciso o enamorado de mi mismo o me pusieran motes escarnecedores. Nadie, ni tú, debía saber de mi inclinación, que toda la vida estuve empeñado en mantener secreta más allá del cocitus. Tal vez destruya lo escrito antes de llegar a mi fin, para que sólo quede para mí. ¿Pero por qué escribir todo esto entonces? preguntas con razón. ¿Por qué maltrato mi gotoso índice que apenas puede guiar la pluma, por qué torturo mis ojos, por qué? Te lo diré.
Hay tres épocas decisivas en la vida del ser humano: el presente, el pasado y el futuro. De joven sólo conoces el futuro, sólo preguntas por el mañana, por la recompensa de aprender. Más tarde, cuando vistes la toga, cuando te llevan la cosecha a tu granero y Fortuna te sonríe de todos lados, entonces quisieras detener el tiempo, pero el presente es despiadado. Apenas llegado, ya ha desaparecido, ya es pasado, y tú te preguntas desorientado: ¿cuándo, oh, Júpiter, podré tener una visión simultánea de esas tres etapas que son el contenido de mi vida? Y Júpiter te responderá: al final de tus días. En consecuencia, miro hacia atrás. Como el cantor ciego dejo que lo pasado sea pasado y vivo, vivo una segunda vez. Las palabras escritas no pueden prolongar tu vida, sólo profundizar y ayudar a distinguir como Ulises ante Nausica, menos enamorado que consciente de su deber.
XCII
¿Debo desnudarme del todo, realmente? Me asaltan dudas. ¿Debo escribir toda la verdad acerca de mi vida? ¿De hecho debo desplegar mi vida, volcar hacia afuera lo más íntimo de mí? ¿Lo hago? ¿No lo hago?
XCI
¡No lo haré, no, por todos los dioses, no! ¿Acaso quiero realmente vivir una vez más, recorrer de nuevo todos los caminos, experimentar todo el dolor, todas las alegrías, todas las sandeces, toda la sabiduría? ¿Sabiduría? Es más fácil servir a los demás con la sabiduría, que a uno mismo
XC
Si guardo silencio de por vida, vendrán tiempos en los que otros me conocerán mejor de lo que yo me conocí. Por lo tanto, debiera relatar mi vida como fue para mí y para ningún otro, a fin de que los montones de ceniza no se transformen en volcanes, ni el río se agoste hasta quedar reducido a un arroyuelo. Pues no todo el que cuenta de los reyes y cónsules ab urbe condita es un Tito Livio. Por lo demás, he encontrado placer en escribir, desde que han mamado de mi pecho tantos poetas. A partir de hoy, el tiempo que me queda son tres lunas.
LXXXIX
Quiero comenzar por el principio, allí donde el hombre encuentra al eidolon, al decir de los griegos, la ciega veneración de la imagen. Nosotros los romanos, tomamos prestado este vocablo como tantas otras cosas de que carecemos, y la mayoría de las veces buscamos también nuestros ídolos en el lugar de donde proviene la palabra. No hago excepción alguna y mentiría si afirmara que mi divino padre Cayo Julio César, a quien amo, se me presentó como ídolo en mis años mozos.
Los modelos no se aman, los modelos se respetan y admiran. Así, el gran macedonio Alejandro me merece profunda admiración. Me siento más emparentado con él que con Cayo, no por la sangre, sino en alma y carácter y por las circunstancias que encauzaron su vida. Hoy todavía me estremezco al pensar en mi quinto consulado, cuando avancé hacia el gran modelo, hacia su cadáver, entiéndase, embalsamado con sustancias aromáticas a la manera de los ptolomeos. Parecía vencido por el sueño, cansado de conquistar el mundo.
A él y sólo a él debe el pueblo de los alejandrinos que lo respetara después de la victoria de Accio, que no arrasara la ciudad como se lo merecía, que no demoliera el elevado palacio a orillas del mar que brindó asilo a Antonio y Cleopatra contra mí. No lo hice. Aunque la venganza hubiera significado justicia, mostré verdadera nobleza en honor a Alejandro, quien fundó esa ciudad sobre la margen occidental de la desembocadura del Nilo, de improviso pero con certeza, cuando arrojó su manto en la arena, trazó el contorno rectangular con la espada y marcó calles y edificios (otras nueve ciudades llevaban a la sazón su nombre). En su mausoleo de mármol rojo, hice levantar la pesada lápida y me enfrenté al modelo como a una estatua de Lisipo, lleno de reverencia y emoción. Contaba yo exactamente 33 años, la edad en que murió Alejandro.
Jamás pude olvidar lo que vi. El Magno *, desprovisto de barba mostraba una especie de sonrisa que nunca encontré en la vida, una sonrisa de satisfacción, consciente de sus hazañas, de orgullo y conciencia de su propio valer, más aún, de presunción y superioridad. Así sólo sonríe al agonizar un hombre que secciona con un decidido golpe de espada un nudo inextricable sin ponerse a buscar el comienzo o el final de la cuerda, un hombre que marcha al desierto hacia Júpiter Ammon para hacerse confirmar la divinidad y el dominio del mundo, un hombre que no conoció serios adversarios como no fuera él mismo. Nada deseé con mayor ardor en aquel entonces que morir como el gran macedonio, con una sonrisa. Cara a cara, así permanecí por espacio de horas, y mis impacientes acompañantes insistían en que contemplar a los demás ptolomeos muertos que yacían sepultados desde hacía tres centurias, convertidos en momias. Deseo ver a un rey, dije en tono imperioso a mis necios acompañantes, a un rey, no cadáveres. Por esta razón, evité también visitar a Apis, porque es propio de romanos venerar a los dioses, pero no a los bueyes.
Eché afuera al estúpido pueblo y ningún murmullo de voces perturbó mi recogimiento. Al rojo reflejo de las crepitantes teas observé fijamente el pequeño cuerpo. Como yo, Alejandro era de baja estatura, lo cual da la razón a aquellos que afirman que los pequeños están predestinados sobre todo a lo grande, pues la energía con que viene un individuo se distribuye en menor volumen de cuerpo. Como yo, Alejandro escribía a su madre cartas a escondidas. Se llamaba Olimpia, la animaba la misma pasión que a Atia, y, según se cuenta, Júpiter Ammon habría cohabitado con ella, adoptando también la forma de serpiente. Como yo, el gran macedonio despreciaba los juegos con atletas rebosantes de vigor, y mostraba más propensión por la filosofía. Solía decir que amaba a Aristóteles como a su padre, y las tragedias de Esquilo, Eurípides y Sófocles. Cuando dormía, La Ilíada de Homero siempre estaba bajo su almohada, junto a su espada. Y así como yo envidio a Horacio por su dicha de desdeñar bienes, dinero y fama a cambio de forjar versos, Alejandro también veía a su otro yo en un sabio. Cuando en Corinto, invitó a Diógenes a formular un deseo, el cínico le dijo que se apartara un poco del sol, nada mas. Al general le agradaron en igual medida la arrogancia y la grandeza que entrañaban las palabras del filósofo y que le hicieron pronunciar aquella famosa frase – que nadie entiende mejor que yo -: "Si no fuera Alejandro, sería Diógenes." Alejandro decía que el lujo era mayor esclavitud que el trabajo de esclavo (y en esto también coincido con él), sólo es real la actividad esforzada. Así, censuraba a los hombres entregados a la opulencia y al lujo ostentoso como Hagnon de Teos, las suelas de cuyos zapatos estaban claveteadas con clavos de plata; Leonato, que se hacía traer arena de Egipto para sus ejercicios físicos, o Filotas, que mandaba tejer redes de cien estadios para sus cacerías. En este aspecto se mostró más indulgente que yo. Sibien censuraba la conducta licenciosa, el macedonio no promulgó, como yo, una ley que le pusiera contención.