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En opinión de sus sacerdotes que, por razones de higiene, llevan la cabeza rapada, el hombre se compone de seis elementos, tres materiales: su cuerpo, el nombre y la sombra, y tres sobrenaturales: aneh, ha y ka. Ka es el hálito vital, imperecedero e inmortal; llaman ba a la fuerza espiritual del hombre que sobrevive a la muerte, y aneh a la imperecedera energía vital. Esto lo entenderá quien quiera hacerlo, a mí ya me resulta difícil comprender lo del cuerno, el alma y el espíritu que, según nuestros filósofos, integran al ser humano.

Repito mi pregunta: ¿ese cuerno inanimado frente al cual estuve sumido en contemplación, era el gran Alejandro, lo que fue el gran macedonio o ese cuerpo conservado tenía tanto que ver con Alejandro como Aristóteles con su doctrina? Quiero decir que el yo necesita por cierto un cuerpo, pero es indiferente que sea un cuerpo cualquiera. Lo divino en mí, lo que me ha convertido en Imperator Caesar Dlvi Filius ¿no pudo surgir también en el cuerpo de Livio, Horacio o Virgilio? ¿Mi divina simiente no pudo haber germinado en el vientre de Julia, Escribonia u Octavia, en lugar de hacerlo en el útero de mi madre Atia? Areo, mi filósofo de palacio, un griego como todos los discípulos de esta doctrina, con el que a diario discuto sobre la muerte y la vida, dice que el alma es la que mantiene la cohesión de la sustancia del hombre, si abandona el cuerpo, este muere y descompone. Así, dice Areo. Daría crédito a sus palabras, si aquel a quien llamamos Phiosophus no dijera otra cosa. Según unos, sólo los seres humanos tendrían alma; otros aseguran que los animales también la tienen, y Tales, representante de la idea que todo lo que se mueve de algún modo tiene alma, dijo que aun el imán es portador de un alma porque atrae al hierro. ¡Sic!

Aristóteles opinaba que obtener alguna certeza sobre el alma, es una de las cosas más arduas. Debió estar en lo cierto, pues escribió tres libros sesudos sobre el tema. Demócrito creía reconocer el aima en el fuego. No demasiado lejos se movían los pitagóricos que identificaban el alma con las diminutas partículas de polvo suspendidas en el aire e iluminadas por el sol. A estos es más fácil darles crédito que a Empédocles, puesto que el fuego y los rayos solares son los elementos más sutiles e incorpóreos. Empédocles trajo a discusión todos los elementos. Tierra, agua, fuego y aire. De estos elementos se compondría el alma y Aristóteles vuelve a refutar la hipótesis al asegurar que el alma es una entidad en el sentido conceptual, así como si una herramienta, por ejemplo, un hacha, fuera un cuerpo natural. Entonces, el ser hacha sería su entidad y esto sería precisamente el alma. Si esta se separara ya no quedaría el hacha sino tan sólo su nombre. Esto rige también para los miembros del cuerpo. Aristóteles dice que si el ojo fuese un ser vivo, su alma sería la facultad de ver, pues esa es la esencia del ojo en sentido conceptual. Pero el ojo es la materia para la facultad de ver. Si es sacrificado ya no existiría el ojo, como no fuera según su nombre, un ojo esculpido en piedra y pintado con colores. Esto puede hacerse extensivo de la parte al todo del cuerpo.

Deduzco de esto (y la idea me hace feliz) que el cuerpo desecado que vi en Alejandría no era aquel Alejandro Magno, amado por dioses y hombres desde hace tres centenios, sino sólo una parte vital fuera de funcionamiento e inservible, pero, no obstante, desencadenante del fin. De este modo, el agujero que hice por torpeza en la cabeza del gran macedonio es de menor importancia, aun cuando la vista del mismo me hace estremecer una y otra vez. Me alegro de librarme de semejante suerte. He dispuesto que al día siguiente de mi deceso, mi cuerpo sea incinerado inmediatamente en el Campo de Marte.

Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, temo que los augures tengan razón. César Augusto evidencia manifestaciones cada vez más acentuadas de caducidad. Por momentos se acerca a la ventana y mira hacia afuera fijamente, como a la espera de una señal del cielo, luego pasa horas en su aposento en un incesante ir y venir, las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en el mármol del pavimento. Si alguien le dirige la palabra, no obtiene respuesta, pero de repente sale de su ensimismamiento y se sobresalta al notar mi presencia o la del esclavo que le trae su comida.

LXXXVI

Si he de ser sincero, las mujeres determinaron mi vida más que las batallas y la guerra, y en esto no me diferencio de mi divino padre Julio. El motivo de mi presencia en Alejandría, donde vi al gran Macedonio, también fue una mujer, de nombre Cleopatra, perteneciente a la dinastía de los Ptolomeos que hablaban griego, y cuyo nombre tomaron del primer rey que sucedió a Alejandro en Egipto: Ptolomeo. Desde entonces, todos los reyes de Egipto lo adoptaron (creo que fueron tres docenas), tal vez para demostrar la unidad de su dinastía. Y dado que en la conversación diaria, ni qué hablar de los documentos, no se sabía si se hablaba del padre o del hijo, del nieto o del tío, se dio a cada cual un apelativo para identificarlos como Soter, el salvador, Philadelphos, el que ama a su hermano, Euergetes, el benefactor o Phiopator el que ama a su padre.

Aquella Cleopatra de la que quiero informar aquí, también llevaba el apelativo Phiopator. Cuando vino al mundo, Julio César contaba ya 30 años de edad, Marco Antonio 13 y yo no había nacido aún. Cualquier comparación halaga a esta sucia egipcia, nacida de madre desconocida y de un padre de moral corrupta, quien o tempora o mores se paseaba por las calles disfrazado de flaulista. (Los síntomas de degeneración de esta especie no son raros en gente que por centurias desposó a sus hermanas e hijas.) Esto demuestra cómo la inmoralidad puede destruir aun a la estirpe más prestigiosa y que mis leyes en pro de la moral son tan necesarias como el trigo de las provincias, si habremos de preservar al pueblo romano de su propia decadencia

El año en que yo nací, Pompeyo, muy útil al Estado como general, pero una fatalidad como estadista, venció a Mitrídates rey del Ponto, y fundó la provincia siria. De este modo llevó las águilas romanas hasta las fronteras de Egipto. Mi padre Divus Julius que en ese entonces era cónsul y había formado un triunvirato con Pompeyo y Craso propuso un pacto al flautista. Contra el pago de seis mil talentos lo consideraría como amigo y aliado. El Ptolomeo pidió el dinero prestado (¡por Mercurio, a Roma!), una suma que equivalia casi a los tributos recaudados en un año, una acción que le valió el odio de su pueblo. Debió temer por su vida y huyó con su hija Cleopatra a Roma para solicitar apoyo. Ibi fas, ubi proxima merces: Ptolomeo compró adeptos mediante crecidos sobornos y emprendió el arduo regreso por Asia Menor, donde él y su hija buscaron refugio en el santuario de Artemisa en Efeso, donde aguardarían el aviso de Roma para osar el retorno a Alejandría.

Pompeyo no pensaba sino en su propio beneficio y dejó el asunto en manos de su partidario Aulo Gabinio, a la sazón gobernador de Siria. Gabinio se contaba entre las personas que me son profundamente detestables: logró encaramarse en todos los cargos, pero no para servir al Estado, no, sólo aspiró a los cargos de tribuno y de cónsul en busca de su propia ventaja y en ese momento, como procónsul de Siria también intentó sacar provecho. Gabinio exigió al ptolomeo diez mil talentos y el egipcio a su vez pidió crédito a Roma y pagó… ¡qué otra alternativa tenía! Bien mirado, el flautista fue más astuto que los romanos, pues, si estos querían volver a ver su dinero, tendrían que instalar nuevamente al rey depuesto en el trono de Egipto contra viento y marea. So pretexto que Berenice, la otra bija del rey, que había quedado en el país, se había desposado con Arquelao del Ponto sin autorización de Roma y de este modo lo había convertido en soberano de Egipto, se recabo al Senado a porfía el consentimiento para invadir al país del Nilo.