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En aquel entonces iba al frente de la caballería Marco Antonio. Yo contaba a la sazón siete años y las historias que llegaron a mis oídos desde el lejano Egipto me llenaron de descomunal entusiasmo. Un romano había devuelto el trono al desdichado monarca, un triunfo de la justicia, al parecer. ¡Por Júpiter! Más tarde supe que aquellos que se envuelven en el manto de la justicia, son en su mayoría los más grandes canallas. Tomad por caso a Sila, el "dichoso". ¡Cuánta desdicha trajo a nuestro pueblo en nombre de la justicia! Apenas hubo muerto, Lépido trató de erradicar sus leyes, asimismo en nombre de la justicia y ¿quién sabe si mis propias leyes que hoy no encuentran enemigos, no serán juzgadas como injustas a mi muerte? El derecho es el mayor adversario de la justicia. En Egipto, Marco Antonio se hizo de muchos amigos, porque faltó al aborrecido flautista y dio honrosa sepultura a Arquelao, muerto en combate, y a aquellos alejandrinos que maquinaron el retorno del antiguo rey les prometió protección. Si embargo, llegó demasiado tarde para impedir que Ptolomeo hiciera ejecutar a su propia hija Berenice, reina de Egipto durante su ausencia. De este modo, Cleopatra se convirtió en heredera del trono. Entretanto, Gabinio y Rabino aunaron esfuerzos en su intento por recuperar el préstamo hecho a Egipto. Cargamentos enteros de tesoros egipcios saqueados, obtenidos por coacción o sustraídos de los templos fueron despachados al territorio itálico, hasta que los egipcios se levantaron y los echaron a golpes de sus tierras. En Roma, fueron llevados ante la justicia y Gabinio fue desterrado, aun cuando circularon sumas elevadas en concepto de soborno. Rabino, en cambio, recuperó la libertad cuando mi divino padre volvió a Roma después de la guerra de las Galias, suplicó a Cayo que al exigir al flautista el pago de la considerable suma que le debía, también cobrara la parte que le adeudaba a él.

Se consideraba a Egipto el país más rico, apartado y misterioso del orbe. Regularmente, como el movimiento de los astros, el Nilo salía de madre y volcaba en el valle limo fecundo que sus aguas arrastraban desde su cauce superior, cuyas fuentes sólo conocían los dioses. Este fenómeno aseguraba dos cosechas anuales, sobre todo de cereales, más del doble de las propias necesidades. Desde hace milenios, ofrecen a sus dioses, dotados de cuerpo humano y cabezas de gato, cocodrilo o chacal, oro y joyas preciosas que guardan en tesoros más ricos que el de Delfos en su época de mayor esplendor.

¿La vida de un pueblo no se asemeja a la trayectoria del sol en un día estival? Misterioso, asoma por un lugar bien determinado, asciende hasta el cenit, se pone luego inevitablemente y desaparece. Volvamos al tema. En aquel entonces, se cernía sobre Egipto el crepúsculo vespertino y ninguna potencia del mundo hubiera estado en condiciones de frenar la decadencia de este pueblo. Este pensamiento me sugiere una pregunta: ¿dónde se alza el sol sobre el Imperio romano?

En aquel entonces, después del primer consulado de mi divino padre, el estado de cosas en Alejandría no podía ser más caótico que en Roma: Craso había caído en Oriente, en su lucha contra los partos, Divus Julius combatía en las Galias contra Vercingétorix, Clodio era asesinado en Roma y en consecuencia el Senado consideró como única salvación elegir a Pompeyo consul sine collega. Los patres conscripti, temían que en momentos tan turbulentos pudiera surgir un nuevo Catiina que con lengua demagógica planificara un vuelco, pero, en realidad, con su decisión no hicieron sino encomendar las ovejas al lobo: Pompeyo era una especie de Catilina.

Mi divino padre fue el primero en advertirlo, aun cuando estaba enterado de los acontecimientos en Roma sólo por boca de sus espías, que se movían en un regular servicio de correo entre la provincia gala y la capital. ¡Por Mars Ultor! Mi padre Divus Julius siguió cada uno de los actos de Pompeyo con desconfianza, no se dejó impresionar por la simpatía del Senado ni por las aclamaciones jubilosas del pueblo, y cuando ya no vio otra alternativa cruzó el Rubicón con su ejército. En aquel tiempo, este río constituía aún el límite entre la Galia Cisalpina y la madre patria itálica.

Yo había cumplido apenas los catorce, pero me preparé para recibir la toga virilis, como correspondía a un vir vere Romanus y comprendí muy bien el significado del osado paso de mi padre. Cuando un imperator de regreso a la patria cruzaba sus límites sin relevar a sus tropas, equivalía a una guerra civil. Entonces comprendí que podía ser del todo oportuno atentar contra el Estado y la ley, cuando está en juego el bienestar del Estado. Comprendí claramente que no debe temerse a las leyes, sino a los jueces, pues aunque Cayo Julio César había infringido el derecho y la ley, jamás fue acusado, al contrario, más tarde, cuando los romanos se percataron de la necesidad de ese paso, el Senado y el pueblo agradeció a mi divino padre por este arrojado paso de transgredir las leyes.

Pocos años más tarde, esto me animó a obrar de la misma manera cuando el Senado rehusó delegarme el consulado durante las luchas con los asesinos del Divino. Aunque no sin temor en lo íntimo de mi ser, marché resuelto contra Roma, a la cabeza de mis tropas e impuse mi elección junto con mi tío Quinto Pedio. Parece, pues, ser ley que aquellos que salvaron a la patria hubieron de abrirse camino a Roma con la espada.

Volvamos a Pompeyo: este reconoció su inferioridad respecto al Divus Julius y huyó a Grecia, donde mi divino padre le infligió una aniquiladora derrota en Farsalia. Pompeyo vio su salvación en Egipto, pero a su llegada lo asesinó un mercenario romano.

Tres días más tarde Cayo Julio César puso pie en Alejandría. Ptolomeo había muerto y Julio se propuso ejecutar el testamento del flautista, cuya copia había quedado en Roma. El documento prometía a Cleopatra y al joven Ptolomeo la sucesión al trono, además de contener las disposiciones en cuanto a los bienes materiales. El Divino admitió abiertamente su intención de cobrar las deudas del gobierno egipcio ¡por Mercurio!

Alrededor de los idus del mes de octubre se produjo aquel inusitado encuentro, que es el motivo de mi largo preámbulo. Bien entrada la noche los guardias anunciaron la llegada de un mercader siciliano que solicitaba hablar con el Divus Julius para trasmitirle un mensaje de la reina. Plauto, autor de 130 comedias en 66 años de vida, no pudo imaginar mejor la escena: Apolodoro, así se llamaba el siciliano, depositó a los pies del Divino un saco de dormir y de entre las sábanas salió Cleopatra, la reina de Egipto. Ya se conoce el ulterior curso de los hechos: esa misma noche los dos compartieron un mismo lecho y el acontecimiento hizo historia universal.

A menudo me he preguntado qué pudo impulsar a mi divino padre a entregarse a la sucia ptolomea. Hoy creo conocer la respuesta, porque yo tampoco hubiera obrado de otro modo en la misma situación. No fue la diferencia de edad de más de treinta años lo que lo sedujo. Divus Julius no era amante de las niñas tiernas como Mecenas. La meta de sus apetitos eran las mujeres maduras como las esposas de sus amigos, pero en especial las de sus enemigos. Sé de primera fuente que compartió el lecho con Nurcia, la mujer de Cneo Pompeyo, con Tertula, la mujer de Marcos Craso, con Lolia, la mujer de Gabinio, todas matronas de edad madura. A un hombre como Julio, tampoco podían sacarlo de quicio las artes en cuestiones amorosas que se le atribuían a la ptolomea, al punto de dejar las armas en forma incondicional. Pero lo que debió impresionar profundamente a Cayo Julio César pudo ser el origen de la joven soberana. Nosotros, los romanos (y no me excluyo) tenemos un complejo de pasado, envidiamos a los griegos por su gloriosa historia y nos afanamos en la búsqueda febril de orígenes comunes. Así, Virgilio escribió su Bucolica, basándose en Teócrito, y sin la Ilíada de Homero, no habría una Eneida. No sin razón contamos nuestros años ab urbe condita, para que todos sepan, dónde tuvo su origen nuestro pasado. Los romanos están ávidos de pasado, su mala memoria cubre de una capa dorada todo lo pretérito y creo que Roma volverá a caer una vez más debido a su mala memoria.