Выбрать главу

Tomad a Cayo Julio César, mi divino padre, quien está por encima de toda crítica. ¿Pero dónde quedó su buena memoria cuando se arrojó en los brazos de la disoluta ptolomea? Por cierto, bajo su piel corría sangre real, sangre de faraones, más aún, la sangre del gran Alejandro, sangre divina en cien ramificaciones. ¡Esto sedujo al Divus Julius! ¡Su sangre y la de ella engendrarían un dios! Sin embargo, el pasado nos enseña que los dioses también pueden engendrar monstruos. Bien es cierto que ese bastardo procreado por el Divino tenía brazos y piernas y tal vez una cabeza sobre los hombros; bien es cierto que mi Divino padre, aturdido por los conjuros amorosos de la Ptolomeo quiso al bastardo y es posible también que sólo quisiera demostrar a la joven sucia, cuán potente era aún a los 52 años. ¡Por Príapo!… ociosas reflexiones frente al triste suceso: este Cesarión, este deleznable Cesarito a quien su madre puso el rimbombante nombre de Ptolomeo Caesar Theos Philopator, tuvo la osadía de disputarme la herencia de César, a mí Imperator Caesar Divi Filius. Era de temer. Pero la ley prohíbe instituir heredero a otro que no sea un romano, si bien ninguna ley prohíbe otorgar a un extranjero la ciudadanía romana.

"¡Venus y Baco obnubilaron sus sentidos!" Aún hoy, después de tanto tiempo, resuenan en mis oídos las palabras de mi madre Atia, quien en su agitado ir y venir, mientras se mesaba los cabellos, aseguraba a voz en cuello que yo era el único heredero legítimo del Julio, y era su hijo y ella su sobrina. Nunca aparecen tantos parientes como cuando hay una herencia. "Un bastardo egipcio con cabeza de lobo y cuerpo humano" chilló Atia furibunda.

Pero cuando en Roma se propagó la noticia de que el Divus Julius habría prendido fuego a las naves enemigas después de su victoria sobre la flota egipcia y que las llamas se extendieron a las instalaciones portuarias de Alejandría con el lamentable saldo de 700.000 rollos de papiro de la biblioteca real convertidos en pasto del fuego, yo también empecé a dudar de la razón de mi divino padre. ¡Sacrificar 700.000 libros por una ramera egipcia!

¡Os digo por propia experiencia, que es extenuante ser un dios, por Júpiter!

¡Cuánto alivio hay en la debilidad humana! Pero un dios es divino, sus actos son divinos. El adjetivo divino implica muchos otros.

Adorable

ejemplar

digno de ser imitado

glorioso

irreprochable

excelso más allá de toda loa

sobresaliente

agraciado

escogido

invulnerable

inmaculado.

¿Quién se preocupa si un romano de los aledaños lo hace con su nieta? Pero cuando el divino Julio poseyó a Cleopatra, tal vez ni siquiera por bajos instintos, sino por elevar su sentimiento de propia valía al servir a una sucesora del gran Alejandro, las masas atronaron en el Foro, oradores a sueldo cantaron poesías injuriosas y el pueblo los aplaudió. Se guiaron entonces por Platón quien predicaba que la divinidad sólo se alcanza cuando el alma se aparta de los apetitos del cuerpo y se sumerge en el conocimiento de la divinidad. No obstante, esa misma gente era más bien adepta de Diógenes el detractor de la cultura, que exhibía desvergonzadamente su miembro en las gradas de la academia cual un padrillo.

Para mi divino padre Julio, la aventura egipcia, cuyo lado humano no me es ajeno, pero que condeno en sus consecuencias, se convirtió en prodigio de la decadencia. Aun cuando corriera de victoria en victoria, pacificara el Egipto, venciera a Farnaces del Ponto, derrotara a los pompeyanos en África y España y recorriera Roma en triunfo con más frecuencia que cualquier otro imperator anterior a él, Cayo Julio César llevaba una mancha que lo hacía vulnerable a él, el Divino. ¿De qué valian los banquetes públicos a cielo abierto, las carretadas de carne, los altos toneles de falernés, seis mil anguilas gordas y paga triplicada para los legionarios, qué un botín de diez mil kilos de oro? El pueblo es una ramera. Por dinero bailará para ti, pero jamás te amará.

Estoy fatigado…

LXXXV

¿Dónde concluí ayer?… ¡Ah, sí! Escuchad el curso que siguió la vida.

Al principio preponderó la curiosidad, cuando la fabulosa reina egipcia emprendió viaje a Roma, según mandó divulgar, para renovar el pacto de ayuda que su padre, el flautista, había celebrado con los romanos. Jamás oculté mi odio hacia esa ramera faraónica, pero no puedo negarle su olfato para lo provechoso. Como si conociera a los romanos mejor que ellos a sí mismos, no se presentó como soberana de un estado extranjero, sino como el personaje de una fábula, de otra estrella, rodeada de animales salvajes del desierto. Esclavos negros arrastraban la litera pintada de colores chillones, otros le daban aire fresco con abanicos de plumas de pavo real sujetos a varas de la altura de un árbol. Su atavío refulgía de oro y piedras de colores, pero, con perdón de mi divino padre Julio, no puede decirse que la egipcia fuera bella. Seguramente, la elevada toca que llevaba en la cabeza tenía la misión de disimular su estatura de enana (en Germania conocí mujeres cuya talla era dos veces la de la egipcia), su nariz se asemejaba al pico de un águila y los ojos, delineados con pintura negra, no se alcanzaban a ver, si bien me acerqué hasta unos pocos palmos.

Lo recuerdo bien, me encontraba sobre las gradas del templo de Vesta, junto con Marcio Filipo, el segundo marido de mi madre Atia. De pronto, me percaté del lío que la extranjera traía sobre el regazo. Filipo también lo vio.

– ¡Mira -dijo-, a ese debes temer!

– Sí -asentí-, Cesarión.

– ¿Un Cesarito? -observó-, ni siquiera eso, un bastardo.

– ¿Cómo pudo hacerme esto el Divus Julius? -me quejé.

– Tu madre Atia vierte lágrimas por esta afrenta -dijo Filipo.

– Ella no debe llorar.

– Entonces sé un hombre y procede.

Lo miré, pero Filipo guardó silencio, aunque su mirada firme delató sus pensamientos. De súbito, empecé a temblar de la cabeza a los pies. Me abrí paso entre las hileras de curiosos, corrí a casa y llorando de rabia me abracé a mi madre Atia. Cuando inquirió el motivo de mi excitación le informé del humillante encuentro y ella me estrechó como a un pequeño y me dijo que no debía preocuparme, pues no permitiría que me despojaran de mi herencia. Me oculté entonces un día y una noche en los jardines pues mi llanto de impotencia era incontenible.

Esta pena del corazón debilitó mi cuerno al extremo que rechacé todo alimento, ora no podía retenerlo, ora no me pasaba por la garganta, ora lo devolvía, ora no lo digería. Me sentía entonces más próximo a la muerte que a la vida y una ardiente fiebre estremecía mis miembros como las ramas de una encina al soplo invernal del aquilón. Con buenas intenciones, Atia veló por mi prestigio al hacer divulgar la noticia que había sufrido una insolación durante la preparación de los juegos romanos.

El Divus Julius no toleraba a los enclenques, pero este padecimiento lo había experimentado en carne propia, de ahí su costumbre de evitar los rayos solares. En realidad, en aquellos días Musa ya sospechaba que tenía piedras en mis órganos, una enfermedad que arrastro conmigo hasta el día de hoy como una carga del destino y hoy como entonces procuro aliviarme con lithospermum, también conocido con el nombre de trigo de Zeus o hierba de Heracles y que como todas las plantas medicinales exhibe una belleza seductora. La planta crece en la isla de Creta, alcanza hasta unos quince centímetros de altura, sus hojas duplican el tamaño de las de la ruda y sus tallos leñosos tienen el grosor de un carrizo. En el lugar de inserción de las hojas en el tallo, centellean como perlas pequeñas piedrecitas como engarzadas por un orífice. Estas piedrecitas molidas y bebidas disueltas en vino blanco, disgregan las piedras del cuerpo y alivian el dolor. Me curé con la ayuda de Esculapio a quien sacrifiqué un pollo, según la antigua usanza.