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Atia me instó entonces a buscar la proximidad de Julio, pero mi divino padre había abandonado Roma hacía mucho para recorrer a prisa la carretera rumbo a España, con el propósito de pedir cuentas a los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto. Yo lo seguí por mar, sufrí un naufragio y fui maltratado por los piratas, pero logré llegar al sur de la península antes de que se librara la decisiva batalla de Munda. De acuerdo con la recomendación de mi madre no me aparté del lado del Divino, ni siquiera cuando la suerte amenazó abandonar a Cayo en la guerra y los primeros buscaron su salvación en la huida. En esa ocasión, Cayo Julio César recorrió las líneas de combate vociferante, profiriendo terribles amenazas, cual un bestiario en su lid con los leones. Temí por mi vida y confieso por Marte que esperaba medroso la oportunidad de escapar, cuando mi mirada se cruzó con la suya. Hoy tengo la certeza que ese breve instante decidió mi vida.

– ¡Huye! -me gritó Julio con ojos centelleantes-, ¿Por qué no huyes como los demás, hijo de mamá?

No quise conceder este triunfo al Divino y por eso grité con voz más atronadora que la del César: ¡Malditos cobardes! ¿Y vosotros pretendéis ser romanos?

– Se me escapó un gallo, pero el gritar me quitó el miedo.

Hoy sé que el Divino Julio también combatía el miedo con sus gritos, pues después del victorioso combate, admitió que a menudo había peleado por el triunfo, pero jamás hasta entonces por la vida.

Después de Munda, que costó la vida a 30.000 pompeyanos (sólo Sexto escapó a la masacre), Cayo Julio César me amó como a un hijo, aun cuando nunca se podía saber qué pasaba en su interior en un momento dado. Días enteros escondió la cabeza en el hueco del brazo, porque lo torturaban punzantes jaquecas. La "santa enfermedad", también llamada por los médicos epilepsia, porque las personas se desploman como guerreros heridos tan pronto hace presa de ellas y se anuncia mediante letargos de larga duración. Cuando alcanza su punto culminante provoca espasmos de los miembros como en un sacerdote de los oráculos en trance. Más de una vez gocé de este hermoso y estremecedor espectáculo, cuando la divinidad se apodera del cuerpo, y nunca comprendí por qué esto es una gracia que sólo es concedida a unos pocos.

El Divino recorrió sin darse tregua las provincias hispanas y fundó nuevas colonias: Nova Cartago en el sur, Tarraco en el norte e Hispalis y Urso cerca de las Columnas de Hércules, y en setiembre, después de una ausencia de medio año, regresamos a Roma. Extenuado por las fatigas de la campaña y los frecuentes desvanecimientos, el Divino se retiró a su casa de campo en Lavinum. Allí se cumplió mí destino: debió ser alrededor de los idus de setiembre, sea como fuere Cayo Julio César alteró su testamento. Contrariamente a la vieja costumbre de anunciar públicamente su última voluntad durante un festín o en medio de los legionarios, guardó silencio y depositó el pergamino en el templo de las vírgenes vestales.

Por Atia, mi madre, supe que Cleopatra seguía aún en la ciudad, pero el vínculo con César se había roto. No supo decirme la razón. Hoy creo que no quiso decírmela, pues en Roma no sucedía nada sin que ella no lo supiera. De todos modos, como el Divus Julius pareció escurrírsele de las manos, la ptolomea hizo causa común con Marco Antonio.

¡Por Júpiter! Ya vuelve a alborear mientras yo confío todo esto al papel. Aurora, la de los dedos de rosa, se levanta del lecho y unce los corceles al carro de oro para que anuncien el nuevo día. Níveo rocío ha caído sobre la hierba, lágrimas que Aurora llora por Memnon, su hijo, a quien dio muerte Aquiles. Tengo escalofríos y lo mejor para un viejo como yo es buscar el calor de la cama, pero sólo me quedan ochenta y cuatro días para explicar lo que me interesa. Quiero concluir el cuadro de aquella época anterior al momento en que asumí la herencia de mi divino padre.

La derrota que los partos infligieron a Craso cerca de Carras torturó al Divino César como un dardo clavado en su carne. Cayo se hubiera consolado si sólo hubieran sido las siete legiones y 4.000 hombres de caballería, ciertamente cabeza y mano, lo que el procónsul de Siria perdiera, pero en manos de los bárbaros también cayeron todas las insignias de los romanos. ¡Qué verguenza! César planificó entonces una campaña contra los partos a través del territorio armenio, una empresa temeraria que sólo se le podía ocurrir a alguien que jamás sufrió una derrota. Signado por la enfermedad, el Divino reclutó tropas, reunió naves y dinero de los estados clientes y me encomendó hacerme cargo de la vanguardia en el puerto macedonio de Apolonia. Designado Magister equitum para el año siguiente, me puse en camino con mis amigos Agripa y Mecenas, para esperar ulteriores indicaciones en la provincia.

De esta manera no llegué a enterarme de la conspiración que se gestaba contra Cayo Julio César. ¿Contra quis ferat arma deos? Sesenta republicanos se conjuraron para asesinarlo, sesenta criaturas miserables, ¡por Plutón!, que negaron su divinidad, cuestionaron la dictadura y temieron seriamente (ya se habían encargado de hacer circular el rumor) que César quisiera hacer de Alejandría, la capital del Imperio.

Lo que aconteció en las gradas del teatro de Pompeyo en aquellos idus de marzo, no sólo fue un alevoso asesinato cometido contra mi divino padre, fue también el intento de suicidio de nuestra res publica, una burla a la humanidad que sacrificó a uno de sus más grandes. El amor a la patria (así se justificó el asesinato) hace brotar desde antiguo raras flores. Desconfiad de aquellos que predican este amor. Se parecen a atroces grillos que aman y matan al mismo tiempo.

Supe de la muerte del Divino por una carta en la cual mi madre me suplicaba regresar a Roma. Obedecí su reclamo, desembarqué sin mucha alharaca en la baja Italia y me dirigía a Roma por tierra cuando recibí una segunda carta con la copia del testamento de César: el Divus Julius me había nombrado heredero y adoptado en lugar de su hijo. A partir de entonces, llevé el nombre de Gaius Julios Caesar Divi Filius, pero más de una vez deseé haber seguido siendo el que nací: Cayo Octavio. De esto hablaremos más adelante.

LXXXIV

Mano, ¿por qué rehúsas escribir mis pensamientos? ¡Miserable miembro, semejante a las ramas secas en invierno, cubierto de una fina y arrugada piel de la que sobresalen oscuras venas! ¡Escribe, herramienta inútil y abandona tu rigidez que convierte en tormento cada letra! ¿Qué causa tu parálisis, qué?

LXXXIII

Nil nisi istud

Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, afirmo: la muerte llega antes de lo que uno piensa. Estoy seguro que el Divino no vivirá el centésimo día. Dice el esclavo portero que por momentos pronuncia nombres extraños y habla con seres invisibles. Terribles visiones. Pero al instante cita de memoria a los filósofos griegos. Es curioso. Hoy me entregó un pergamino en el cual sólo escribió una frase. No sospecha que yo lo sé y lo dejo en esa creencia. Tal vez, estas sean las últimas anotaciones del Divino.

LXXXII

Nil nisi istud