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Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, llamo la atención sobre ello, pues la posterioridad podría poner en duda la autenticidad de sus palabras. A través de estos escritos, las generaciones venideras habrán de conocer a Augusto cómo era en realidad.

C

Por el rayo de Júpiter, por la flecha de la virgen cazadora, por el tridente de Neptuno que impera sobre el Mar Egeo, estoy bastante loco como para coger la pluma entre el pulgar y la coraza de mi dedo de la salud, que se separa manchado e inerte de mi diestra, para dejar hoy, el día de las nonas de mayo cuya mala fama me ha hecho abstenerme toda mi vida de iniciar algo importante, constancia escrita de lo que jamás nadie debería enterarse, pues atañe a lo más recóndito de mí, a mis pensamientos y mis deseos, a mí: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Dadme cicuta contra la locura que ataca a la excitable estirpe de los poetas, cuando relampaguea el blanco de sus ojos, cuando aflora de su alma lo oculto en ella, cuando la oscura intención se clarifica en conocimiento.

Escuchad, no pretendo ser un bardo, un poeta del reino de Minerva, tampoco quiero forjar yambos que sólo profundicen las aguas que llevan a la orilla de los bienaventurados (se llamen Publio Virgilio Marón o Quinto Horacio Flaco, o lleven un nombre que desde hace siete años me cuido de pronunciar), que profundicen esas aguas entre mí y aquellos a quienes Belerofonte sabe dominar con divinas riendas, cual Pegaso. Ni tú, Tito Livio, viejo amigo, ni el brillo y la dignidad de tu verbo bastarían para explicar mis hazañas que sometieron el orbe a nuestro dominio y que describen en las broncíneas estelas del Campo de Marte y por todo el imperio, la cosecha de setenta y seis años de vida: Res gestae. Pero ¿qué son los números cuando se trata de una vida, cuántas veces debes haber investido un consulado o el poder tribunicio, cuántos enemigos tienes que haber matado, cuántas tierras conquistado para llamarte dichoso?

Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, el que capturó más enemigos, conquistó más tierras, invistió más cargos y dio más dinero al pueblo que cualquiera antes de mi nacimiento, no me llamo dichoso, no en estos días, en este lugar, pues he perdido a mi único hijo, por no hablar de los nietos Cayo y Julio fallecidos a temprana edad. Yo aticé también el fuego de las piras funerarias de todos mis amigos. Al escribir, oprimo con la mano mi ojo izquierdo, pues su potencia visual es inferior a la del derecho y si no apelo a esta medida me provoca mareos en la cabeza. Mi dentadura está deteriorada y los pocos dientes que me quedan me duelen, manchas rojas en mi pecho y en mi vientre, variables en orden, forma y número como las Pléyades, me producen un escozor tan intenso que a veces recurro al cepillo de baño para aliviarme. Con la regularidad de las mareas, mis riñones crían piedras tan molestas que sólo las copiosas libaciones me permiten soportar y despedirlas con un torrente de orina blanca: ¡Una vejez nada codiciable, por cierto! El único consuelo en esta implacable fatalidad es saber que los dioses castigan con sufrimientos a aquel a quien aman. ¿Cómo explicar si no el alevoso asesinato de mi tío y padre, el Divino Cayo Julio César, víctima de los puñales de odiosos conjurados en los idus de marzo? ¿Cómo explicar la solitaria agonía de Sócrates, quien a pesar de no haber dejado escrito alguno a la posteridad, se considera uno de los más sabios? Eurípides, el trageda de los dioses, fue despedazado por perros tracios; Lucrecio, quien escribió sobre la naturaleza de las cosas con mayor perfección que cualquier otro romano y supo quitar a los hombres el miedo a la muerte, este hombre después hubo de terminar trastornado y suicidarse. O tomad por ejemplo a Esquilo, quien luchó contra los persas en Maratón. ¡Qué ridícula y triste fue su muerte! A este autor de noventa tragedias, le cayó una tortuga sobre la cabeza mientras escribía, y esta lo mató. Y el propio Diógenes, el filósofo considerado dichoso, cuyo sepulcro en Corinto adorna un perro esculpido en mármol (admiro su ascetismo, pero su inmoralidad me horroriza), también él halló a avanzada edad una muerte nada envidiable: murió al devorar en su petulancia un pólipo crudo. El poeta radicado en la lejana Tomi, que creía divertir al pueblo a mi costa con su "Arte amatoria", escribe desde el destierro elegías, preñadas de lágrimas, y Quinto Horacio Flaco, quien, como él mismo solía decir, tuvo el arrojo de probarse como poeta impulsado por la pobreza, encontró por cierto su sabinum, pero ¿por qué se embriagó hasta morir, si realmente era feliz?

Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, escribo esto con la sospecha de que a mí tampoco se me deparará un final mejor, aun cuando erigí a los dioses más templos que cualquier otra persona anterior a mí: el templo de Apolo con sus columnatas, en el Palatino, es obra mía, como también el templo de Julio divinizado y el lupercal, la gruta sagrada del fauno, donde Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba. Anexé al Circo Máximo un pulvinario, donde son exhibidas las estatuas de los dioses durante los juegos, en el Capitolio consagré un templo a Júpiter Feretrius y a Júpiter Tonans; a mi se me debe la erección de los templos de Quiino, Minerva, Juno Regina y Júpiter Libertas en el Aventino, sin olvidar el santuario de los lares en.el punto más elevado de la Vía Sacra, el santuario de los penates en el distrito de Velia, el templo de Juventas, el templo de la Magua Mater en el Palatino y el Mars Ultor en mi propio foro. Si llevo buena cuenta, sólo en el período de mi sexto consulado hice renovar 82 templos de dioses y gastar cien millones de sestercios en ofrendas votivas para los dioses inmortales, pues donde moran los dioses, mora el poder.

En el Campo de Marte, frente a un pueblo multitudinario, celebraba ayer el sacrifico de purificación quinquenal, cuando tuve un extraño presagio, no emanado del arte cruento que predice creciente fortuna por la observación de las entrañas de un animal (Marco Tulio Cicerón se mofaba de él, al proponer que bastaba simplemente elegir a la víctima propiciatoria adecuada para sus fines), no, los dioses me enviaron mi prodigio desde el cielo de una manera inesperada y apenas tuve tiempo de esconderme bajo la piel de becerro marino que siempre llevo conmigo para protegerme de los rayos del cielo. Reíd de las pamplinas de un anciano rengo, a quien no mitigan sus sufrimientos ni los baños de arena caliente ni las cataplasmas de junco. Yo valoro también la ciencia que los griegos que se pasean en las alamedas llaman fisiología, pero más valoro los augurios de los dioses inmortales cuya existencia se pondría en duda si no anunciaran el futuro a los hombres, pues si no supieran acerca del mañana que ellos mismos ordenan y determinan, no habría dioses, nuestros templos serían manicomios y nuestros sacrificios costumbres bárbaras. Sin embargo, como nos dan señales y estas determinan nuestro destino, nadie puede poner en duda la inmortalidad.

El primer presagio se produjo con bastante antelación a mi nacimiento, cuando en Velitrae, la ciudad de mis antepasados, un rayo rozó el muro que la circunvalaba, lo cual prometía el poder máximo a un ciudadano de esa comarca, según la interpretación de los augures. Y el año en que vi la luz de este mundo proliferaron en el foro raras plantas, y los sacerdotes indicaron que anunciaban el nacimiento de un rey. El Senado ya había resuelto no criar a ningún recién nacido ese año, y separar a los párvulos de sus madres y exponerlos, pero al promulgar la ley, los senadores no contaron con las expectativas de las madres y la romanas encintas. Todas deseaban dar a luz a un rey, de acuerdo con el presagio, y su amenaza de negarse de allí en adelante a todos los senadores tuvo su repercusión. Si bien la ley fue promulgada, jamás fue grabada en bronce, ni se abrió camino hacia el aerarium, de modo que no pudo entrar en vigor.