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Ya me asalta la duda si el reverdecer del roble es más bien una gracia o un castigo, si la vida de cada cual, aun en su brevedad, no es bastante larga cuando se la sabe aprovechar. No, no es a la muerte a la que temo, sino el momento en que sobrevendrá. ¡Cómo envidio por su muerte a Quilón, el sabio que murió de alegría por la victoria de su hijo en los juegos Olímpicos, o a Sófocles que expiró en medio del regocijo por el triunfo de uno de sus dramas! ¡Qué apacible fue el fin del progenitor de mi divino padre: por la mañana, al calzarse los zapatos, o el del cónsul Juvencio Talna, al hacer su sacrificio en el templo, o el del actor Ofilio Hilaro, durante su propio ágape!

Pero las más bellas de las muertes las tuvieron el pretor Cornelio Galo y el Caballero Tito Hetercio: dejaron de existir mientras hacían el amor. ¡Oh, Venus, si pudieras concederme igual suerte!

Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, me lamento ante la divinidad de Venus. ¡Apenas escapado de la muerte cercana, el Divino quisiera morir durante el acto de amor! Se me ocurre que su razón no es del todo clara ya. Jamás hubiese creído que un César moribundo atrajera tantos curanderos, agoreros y astrólogos. De este modo hasta morir se convierte en un negocio. Intento figurarme cómo yo, Polibio, dominaría la situación. La muerte de un escriba le es indiferente a los vaticinadores, por lo tanto, no ofrezco condiciones para semejante situación, ni me preocupo por ello. Sin embargo, la vida es el arte de extraer conclusiones correctas de falsas premisas.

LXXVIII

El pueblo participa de mi destino. No pasa un solo día sin que un sabio trepe al Palatino con buenos consejos en sus talegas: filósofos de Aquea, eruditos en astrología provenientes de Egipto, milagreros de las provincias galas. De estos y de sus milagrosas mixturas es de quienes más desconfío, pues ninguno conoce la meta de su curación, como no sea la edad, contra la cual no ha germinado aún ninguna hierba. En cuanto a los filósofos y a los astrólogos titubeo respecto de cuáles se merecen mi confianza, aunque vale la pena reflexionar sobre ambos.

Otrora los griegos enseñaron la belleza del cielo y el encanto del universo, su brillo e inconmensurable grandeza; hoy, los descendientes de aquellas cabezas predican que la tierra es una era sobre la que se juntan las hormigas y el hombre está étnicamente inmerso en la refinación de sus formas de vida (conocéis las acerbas palabras de Posidonio). Este Posidonio, un amigo de Pompeyo, enseña que todos los acontecimientos están relacionados con la propia vida y al individuo no le queda sino tener valiente resistencia y aprender a dominarse.

En el fondo, Posidonio negaba todo y a todos: a Platón, que veía a los cuerpos celestes como dioses, y a Aristóteles, que, si bien no los divinizaba, los consideraba diferentes a nuestro mundo. El sol, la luna y la tierra que él, por Júpiter, no podía negar en verdad, serían, en cierta manera, partes de un todo de un extraño organismo, dice Posidonio. El corazón es el sol, la tierra el estómago, el mar la vejiga, la luna el hígado. Las exhalaciones subirían al cielo y proveerían al sol, a las estrellas, de fuerza vital, y después de cumplida su tarea descenderían a la tierra de noche, purificadas por la luna. Pero el organismo en su totalidad estaría animado por una suerte de alma universal.

Entretanto, cada generación acuña su propia filosofía, de manera tal que los hijos de aquellos padres aseguran que el sol, la luna y la tierra, el cosmos en general, constituirían una única acumulación de pneuma, esa energía vital cuyos diferentes componentes actúan constantemente unos sobre los otros. En consecuencia, todo depende de lo demás de alguna manera: cada estrella, cada grano de arena sería eslabón de una cadena y estaría colmado del logos, la razón universal que todo lo penetra, que se manifiesta como destino. En algún momento, dicen los filósofos, este cosmos será -consumido en su totalidad por el fuego y remplazado por un nuevo cosmos.

– ¿Y yo, dónde estoy yo, César Augusto? – le pregunté a un alejandrino errante.

Este no me negó su respuesta y me explicó que el pneuma cósmico llega a mis pulmones por medio de la respiración, se introduce hasta el corazón y el sistema circulatorio y cuida de mantenerme con vida, a mí, oh Divino, y de este modo, yo, como cualquier otro estaría en relación con el pneuma cósmico. Lo que los griegos llaman cosmos (y en su lengua también tiene el significado de adorno), los romanos lo califican de mundus, el mundo en su perfecta belleza, pero necesitamos una segunda palabra para abarcar todo lo que significa el cosmos para los griegos, a saber, caelum, el cielo.

– ¿Y yo, dónde estoy yo? – repetí mi pregunta y el sabio se inclinó, tomó entre el pulgar y el índice unos granitos de arena, los dispersó sobre la palma de su izquierda, sopló y dijo: – ¡Aquí, allá y más allá, en todas partes!

No debiéramos platicar con los filósofos. Con cada una de sus sentencias te vuelves más pequeño. El alejandrino afirmó que habría incontables mundos como el nuestro y que debemos admitir asimismo la existencia de otras tantas naturalezas creadoras, otros tantos soles y lunas, y otros tantos astros, ya incontables en nuestro universo.

– ¿Cómo queréis medir, explorar y registrar vosotros, los filósofos -pregunté al sabio-, aquello que sucede fuera de nuestro mundo, si no conocéis siquiera la propia medida, ni el principio ni el fin? ¿Acaso crees que los hombres merecen ver lo que no están en condiciones de comprender en su propio mundo?

– ¿Creer? -El alejandrino esbozó una sonrisa sabia. (Sonreír es el arma más afilada de los filósofos, la emplean siempre que lo apropiado sería la perplejidad.) -Creer es cosa de los sacerdotes -replicó el sabio-, los filósofos viven del poder. La fuerza científica de las pruebas. Aun cuando no tenga la apariencia, el mundo no sería un disco, sino una esfera perfecta, como lo delata la vista del mar abierto. Gira verticalmente en derredor de su propio eje, y, aun cuando sintamos el deslizamiento en silencio, su raudo movimiento origina un poderoso sonido, cuyo zumbido supera nuestra capacidad auditiva. Junto con el zumbar de las estrellas reina en el cosmos un grato multisón de armonía y dulzura que el hombre debe haber muerto para experimentarlo.

Mi cerebro se resiste con pertinacia a comprender todo esto, aun cuando el alejandrino me convence con lengua pródiga como un mercader de ganado en el macellum. Aristóteles ya había enseñado -citó al discípulo de Platón, si bien negó muchas de sus ideas-, que el universo sólo es finito sacado de su movimiento, sólo lo finito es ordenado. Ciertamente, habría un lugar hacia el cual se movería la tierra, pues todo lo que se mueve viene de alguna parte y llegará a alguna parte. Y este, de dónde se mueve, y aquel, adónde va, debieran ser diferentes según la especie. Esto lo comprenderá quien quiera hacerlo, pero será aconsejable un asentimiento de cabeza, si no quieres que te tomen por un tonto incapaz de comprender las relaciones superiores. ¿Pero quién, pregunto, cree aún en los dioses, cuando cielo y tierra, hombres y cosas son despedazados y disecados como las entrañas de las víctimas de un sacrificio?

Los sabihondos lo reducen todo a su origen y también dividen a este en sus elementos y a estos a su vez en átomos y, después de realizada la labor, son menos felices que todos los demás. ¿Para qué todo esto? me pregunto. Llamadme tranquilamente tonto, a la postre no me duele ni me ofende, pero el calor del sol sobre mi cráneo siempre ha significado más para mí que la aglomeración de confusas ideas en su interior. Sí, creo que son los filósofos quienes desatan las guerras con sus ideas, porque siempre están en movimiento, hacen jugar lo uno contra lo otro, nunca se dan por satisfechos en su afán de transformar la faz de este mundo. Jamás ven las cosas como son, sino como corresponde a su teoría.