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Arrastré, pues, al alejandrino al exterior, al fresco de la noche, donde el fulgor de las estrellas ofrecía un patético espectáculo, lo bastante sensual como para querer alargar la mano hacia el seno de una bella mujer, lleno de voluptuosidad.

– ¿Qué sientes tú, sabio? -le pregunté.

– El nexo de los cuatro elementos -me respondió, y señaló el cielo con las manos-. Por encima de todo el fuego, lo supremo, con los astros rutilantes; más abajo, el aire que todo lo penetra, y más abajo el agua y la tierra fluctuando en equilibrio.

– ¿No sientes nada más?

Indignado, el alejandrino eludió una respuesta que hubiera dejado suponer ignorancia, e inició un ampuloso monólogo, como empeñado en persuadirme a comprar el cosmos: siete astros errantes flotan entre el cielo y la tierra en su danza alrededor del sol, que es dios y soberano al mismo tiempo sobre la naturaleza, proveedor de luz y de vida para nosotros, los terráqueos, como las demás estrellas de la creación. Merece ser llamado sietemesino y mezquino quien crea reconocer a los dioses en imágenes, como un niño al amigo en diálogo con su muñeco. Si existiera en realidad otro dios que no fuese el sol, sería todo sentimiento, todo visión, todo oído, todo alma, todo espíritu, todo él mismo. Los hombres han creado de acuerdo con sus virtudes los dioses de la castidad, de la concordia, de la esperanza, del honor, de la clemencia y de la lealtad, y les han asignado los nombres correspondientes. Conscientes de su flaqueza, dividen en partes lo divino y lo veneran en partes. Cada cual venera aquello que necesita o aquello que teme.

Esto, dijo el alejandrino con un guiño, hace brotar extrañas flores, cuando a Febris, la diosa de la fiebre, se le consagra un templo sobre el Palatino, lo mismo que a Orbona, así se llama la divina matadora de la simiente, o a Rumina, la diosa de los rebaños que amamantan. En verdad, opinó el sabio, no sé si el número de dioses no supera al de los hombres, dado que cada pueblo honra a sus propias divinidades y cada individuo a su espíritu protector particular. Me pregunto si no es ridículo suponer que los dioses celebran connubios entre sí y algunos permanecen siempre viejos y canosos, alados o tullidos, mientras otros parecen haber adquirido a perpetuidad la juventud y la belleza. A quien los dioses quieren perder, le roban la razón.

Los dioses son alados sueños del ser humano, y muchos nada más que una coartada. Cuando ya no vemos otra salida, pedimos ayuda a los dioses, lo cual equivale a un abuso de la virtud: pues pío sólo es aquel que ofrece sacrificio a los dioses sin que le apremie una necesidad. ¿Cómo se comportan, en cambio, los romanos? El humo de los holocaustos oscurece el cielo y quien avanza desde lejos hacia la ciudad, podría pensar que de ella se eleva hacia el cielo una inconmensurable devoción. Pero, sucede lo contrario, el cielo se oscurece por el masivo desprecio hacia los dioses que sólo son invocados en beneficio propio o por inseguridad de los suplicantes respecto de sí mismos: que Fortuna disponga que una mujer acaudalada cruce el camino, ¡por Mercurio!, el mercader anhela hacer proficuos negocios, y Clemencia quiera impedir que la estafa traiga consigo elevadas penalidades.

Por el momento, Fortuna es una amante declarada de los romanos, a quien (no puedo negarlo) le fue dedicado un templo en el Campo de Marte hujusce dici. ¿Yo mismo no hubiera dedicado un templo en honor de Fortuna Redux después del feliz retorno de Oriente? Asentí. ¿Las casadas no caminarían hasta el cuarto poste de la Vía Latina para implorar la fidelidad de sus inconstantes maridos? Asentí. ¿Las doncellas no oran a Fortuna virilis en las calendas de Aprilis para tener un poco de suerte con los hombres? Asentí. ¿No es irrisorio dedicar templos a Fortuna equestris, Fortuna obsequens y Fortuna privata, adjudicarle toda ganancia, toda pérdida, identificarla con el destino incierto del individuo, cuando los dioses, silos hay, representan la seguridad?

¿Qué podía hacer? Asentí y se produjo un prolongado momento de reflexión.

– ¿Entonces no ves manera alguna de influir el propio destino? -le pregunté, no sin ira-. ¿No crees, pues, ni en señales ni en profecías, no te dejas influir por los estornudos ni un atragantamiento y tampoco te preocupa haberte puesto el zapato en el pie que no corresponde?

El alejandrino se abstuvo de responder, pero su risa desvergonzada delató su pensamiento.

Me exalté: – Extranjero, el día en que mis propios soldados volvieron sus espadas contra mí -creedlo o no me calzaron el zapato izquierdo en el pie derecho, ¡por Júpiter!

– ¡Qué signo atroz, César!

– ¡No tomas en serio mis palabras, alejandrino!

– ¿Cómo hacerlo, * César, cuando día tras día miles de millares de individuos amodorrados confunden los zapatos sin que les acontezca mal alguno? Pero si quieres saber dónde se decide acerca de tu vida, mira al cielo.

Intuí entonces adónde quería llegar el sabio, y con un movimiento de la mano lo invité a pasar al interior.

No se hizo de rogar.

– La ciencia de los astros – empezó a decir, y reconocí un fulgor en sus ojos-, llamada por unos astrología, porque enseña las leyes de los cuernos celestes, y por otros astronomía, lo cual no hace diferencia alguna, es una ciencia y, por lo tanto, demostrable. Y

Yo: – ¿Demostrable? Qui nimium probat, nihil probat. Hace más de un decenio, uno como tú me profetizó la muerte, y ya ves, aún estoy vivo.

Eclass="underline" – Una oveja negra, no hace un rebaño negro.

Yo: – No, pero muchas, sí. Muchos vienen del este o de tu país y propagan fábulas según las cuales a cada individuo le está asignada una estrella: las luminosas para los ricos, las pequeñas para los pobres, las oscuras para los débiles, y con su brillo se opaca el hombre. En consecuencia, las estrellas determinarían el destino.

Eclass="underline" – Verdades a medias.

Yo: – Las verdades a medias son las mentiras más peligrosas.

El, a boca de jarro: – ¿No hiciste grabar en el reverso de tus monedas la constelación de tu natalicio, Capricornio?

Yo, a la defensiva: -¡Eso fue hace mucho tiempo, extranjero! Hasta mi divino padre Cayo Julio César creía en el poder de los astros. Ignoro qué lo indujo a ello, tal vez su antigua hostilidad hacia Cicerón, quien, como se sabe, fue un gran detractor de esta teoría, y en su soberbia formuló la pregunta si acaso los 40.000 romanos caídos en la batalla de Cannae habían tenido la misma estrella. Todo cuanto merecía la aprobación de Julio, también era bueno para mí, en mis años mozos. Pero entonces se produjo el inesperado deceso de Craso y de Pompeyo, a quienes los entendidos en los astros habían vaticinado una gran longevidad y una muerte digna dentro de las propias murallas, pero Craso cayó en la batalla de Carras, a orillas del Eufrates, y Pompeyo fue vilmente asesinado en Egipto después de la batalla de Farsalia. Dime, hombre de la sabihonda Alejandría, ¿dónde quedó la mano conductora de los astros?

– Los astrólogos -replicó éste- no son sacerdotes. Lo fueron en el antiguo Egipto, pues ellos fueron los primeros en observar la órbita desviada de las estrellas errantes respecto de la de las estrellas fijas, y a través de estas constelaciones reconocieron las guerras y el hambre, el favor y la inclemencia de los dioses. Hoy, los astrólogos son discípulos de Tales, o de Arquímedes o de Pitágoras o de Apolonio, porque su ciencia no es asunto de la fe, sino de las matemáticas, que en la lengua de los griegos significa teoría de la ciencia y, por lo tanto, sus resultados tampoco son ideales religiosos, sino conocimiento científico.

– Por consiguiente, Craso y Pompeyo murieron como consecuencia del conocimiento científico.

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* En el original impreso se cierra aquí la interrogación, pero debe existir un error y lo que se espera es la “coma” para separar la forma en vocativo. [Nota del escaneador].