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– No es la ciencia la que se equivoca, sino el hombre que se sirve de ella, y lo hace erróneamente. César, los astros no son causa del destino humano, sino signos, así como la coloración rojiza de las hojas no es causa del inminente invierno, sino una señal, pero si te guías por el color de las hojas para hacer acopio de alimentos, procurarte ropa de abrigo y recoger leña a fin de hacer frente al rigor del invierno, procederás con prudencia y estarás mejor pertrechado que aquel que no recuerda la inhóspita estación sino cuando cae la primera helada.

– Si te entiendo bien, alejandrino, los caldeos hicieron un mal trabajo en relación con Craso y Pompeyo.

– Lo cual no me extraña – me interrumpió el sabio-. No conozco sus nombres, pero el resultado de sus cálculos, si es que dominaban la ecuación angular, nos dice que eran astrólogos trashumantes de los que por unos ases vaticinan una larga vida y luego se esfuman para no dejarse ver jamás.

– ¡Por Júpiter, así fue!

– Un sagrado precepto de la astrología prohíbe predecir la muerte. Este precepto impone silencio cuando se vislumbra el fin. Esa sola circunstancia te permitirá reconocer qué criaturas del espíritu eran esos profetas.

Las palabras del alejandrino me causaron una profunda impresión. Me sonaron apodícticas en su persuasión y mucho menos categóricas que todo cuanto había oído hasta entonces de los caldeos. Pero como había abjurado de esa doctrina y la senectud nos hace empedernidos, me refugié en las osadas ideas de Cicerón, que con agudo intelecto y lengua aguzada calificó de locura el error de los astrólogos, en todo caso, en lo que se refería a las agorerías de los nacimientos. Los caldeos sostenían que en el zodíaco, el círculo de los astros, residía cierta energía capaz de mover y alterar el cielo en cada parte de este círculo, en unas de esta manera, en otras de manera diferente, según que el astro se encontrara en ese momento en esta parte o en las vecinas y esta energía era determinada por los astros, llamados astros errantes. Cuando atraviesan una parte determinada en el momento de nacer un individuo o una que tenga alguna vinculación o compatibilidad con ellos, llaman a esto conjunción de tres o conjunción de cuatro, y porque a través del avance y retroceso de los astros se producirían grandes alteraciones como el cambio de las estaciones y todo cuanto vemos es provocado por la energía del sol, creían que el recién nacido estaba condicionado por su nacimiento como la temperatura del aire, y que la posición de los astros configuraba sus talentos, sus sentimientos y su carácter. De este modo, pues, se formaría el destino del individuo. A juicio de Cicerón esto era un increíble desvarío. Hasta el estoico Diógenes, un discípulo de Crisipo, o sea, uno de ese gremio de filósofos bien dispuesto hacia la astrología, hasta este babilonio puso en duda las teorías de sus amigos, después de estudiar su ciencia, y afirmó que por los astros sólo se podía leer la naturaleza del individuo y aquello para lo cual está mejor dotado.

Sin embargo, también niego esto y hago referencia al ejemplo de los hermanos mellizos que si bien son parecidos en su aspecto exterior, en destino y carácter la mayoría de las veces son bien distintos, y me remonto a Rómulo y Remo a quienes Rhea Silvia dio a luz el mismo día para Marte, el dios de la guerra.

– ¿Conoces el desarrollo de la historia, extranjero? Aquí, en este lugar, sobre el Palatino, Rómulo fundó una ciudad, como se lo prometieron los auspicios. Eso fue hace 767 años. Remo se mofó de su hermano y saltó por encima de la mezquina murallita que este había levantado en derredor de su fundación. Rómulo montó en cólera y lo mató. ¿Por qué, alejandrino, por qué, pregunto, Remo no mató a Rómulo, de manera tal que hoy Roma se llamaría Rema, si para ambos salió la misma estrella cuando se produjo su alumbramiento, y, no obstante, uno fue asesino y el otro víctima?

El astrólogo sonrió. – ¿Por qué no cuentas el final de la historia, César? ¿Por qué callas el final del rey de los romanos? ¿No aconteció que mientras Rómulo revistaba su ejército en el Campo de Marte, el cielo se oscureció en pleno día y el fundador de Roma fue elevado hasta los dioses?

– ¡Así sucedió, en efecto!

– Aconteció, pues, de día.

– No, era de noche, es decir, noche y día al mismo tiempo. Tan sólo parecía ser de noche, porque el sol se había ofuscado, pero en realidad era de día. ¿A qué viene este circunloquio?

– ¿Ves? -replicó el alejandrino-. ¿Quién dice que Remo sufrió una desgracia al ser matado por su hermano?

Ciertamente, la impresión era que Rómulo le había causado un terrible daño, pero quizás eso significó para él una gran dicha.

Le grité entonces, lo traté de sofista, lo llamé Protágoras, Gorgias, Hipias y Prodico por emitir dos fallos sobre una cosa. Luego otdené a los pretorianos que lo arrojaran fuera y le eché un aureus.

Canalla de astrólogos.

LXXVII

No hallo tiempo para continuar. Cuando expulsé al alejandrino, se dejó olvidado un legajo de escritos y desde que comencé a leerlos, no he podido dejarlos. Es la ciencia secreta de los astros. ¡Júpiter, cuánta sabiduría! ¿Seré un cautivo del círculo de animales?

LXXVI

Concededme otro día de meditación.

LXXV

Un día no basta, por todos los dioses, nos sería necesaria una vida entera. Esto lo dice el emperador César Augusto en las nonas de junio.

LXXIV

Nil nisi istud.

LXXIII

Nil nisi istud.

LXXII

Mandé buscar al alejandrino. ¿Podía sospechar que en aquel hato de escritos arrugados se ocultaban todos los enigmas del universo? Todos los albergues son inspeccionados y las puertas vigiladas. Lo buscan hasta en el puerto de Ostia. No conozco siquiera su nombre. Atrox Fortuna ¿por qué me has castigado haciéndome ignorar su sabiduría, cuando mil preguntas me acosan?

Toda una vida estuve rodeado de cabezas perfumadas y bien peinadas, que se hacían llamar astrólogos, creí ciegamente en sus vagas profecías, seguí su consejo, mandé erigir un templo al cometa y lleno de gratitud recompensé con oro toda buena nueva. Ahora, después de tomar conocimiento de los escritos del alejandrino, comprendo que fui llevado de las narices como Polifemo por Ulises y sus compañeros, pues el cometa que durante los primeros siete días de mi gobierno surcó el cielo boreal y fue visto en todas las comarcas, no tenía ningún significado halagueño (como sucede con todos los cometas que recorren el firmamento) según me vaticinaron. Los astrólogos dijeron que era mi estrella en ascenso para la salvación del mundo y para cosechar el favor de los romanos, anunciaron al pueblo que el fenómeno celeste señalaba la acogida del Divino entre los inmortales. Hoy sé que aquella luz del cielo y su cola anunciaban las terribles guerras civiles del este.

Los cometas son el anuncio de grandes desgracias, pero estas no vienen porque las precedió ese fenómeno, sino los fenómenos se anticiparon porque aquellas debían producirse.

Si he comprendido correctamente los escritos del alejandrino, intentaré explicar esta diferencia, pues detrás de ella se esconde el significado total de la astrología. ¿Dónde empezaré?… En Babilonia, en el confín oriental del Imperio.

Allá en la Mesopotamia, se observa desde tiempos remotos el sol, la luna y los planetas. Hombres sabios compararon su trayectoria y su constelación con los acontecimientos de su país, con catástrofes, guerras, carestía, pestes, merced e inclemencia para los humanos, y al cabo de centurias de practicar estas confrontaciones descubrieron regularidades. Desde un principio inclinaron sus testas reverentes frente al sol y la luna, dadores de luz y vida, pero a los planetas les dieron los nombres de sus máximas deidades: Istar, por la diosa del amor; Marduc, por el dios creador; Nergal por el dios de la peste y de la muerte; Ninurtu, por el dios de la guerra y de la caza, y Nabu por el dios de la sabiduría.