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Son diversos los signos portentosos de los dioses cuando las doncellas dan a luz serpientes o hipocentauros, de manera que no extraña que una criatura recién nacida vuelva al seno materno por propio impulso, como aconteció en Sagunto, el mismo año en que Aníbal destruyó la ciudad. A menudo me atormentaron en mi juventud pensamientos de este tipo. Cuando Atia me acariciaba y cuando ocultaba mi cabeza en su regazo, mis pensamientos buscaban refugio en su útero. Me sentía entonces rodeado de calor y blandura, protegido, y se desvanecía todo temor frente al mundo. No pude dejar de recordarlo al explorar entre los escritos secretos del alejandrino.

Hay otro fenómeno que me provoca un delirio febriclass="underline" la enumeración de aquellos seres que nosotros llamamos hermafroditas, mitad Hermes y mitad Afrodita, o para expresarnos en nuestra lengua Mercurio y Venus en un solo cuerpo, o esos otros que en un principio fueron mujer y luego hombre o viceversa. Esto no es cuento, aun cuando se tejen muchas fábulas en derredor de ellos, pues bajo el consulado de Publio Licinio Craso y de Cayo Casio Longino, en el año 582 ab urbe condita, una muchacha se trocó en varón a la vista de sus progenitores, quienes llevaron a la niña-varón a una isla solitaria. En Argos, según los escritos, habría vivido un argivo de nombre Arescón, que originalmente se llamaba Arescusa y había sido mujer con todos los atributos que exige el lecho de un hombre, pero de pronto le empezó a brotar la barba y los rasgos viriles desplazaron a los de la mujer.

Si el deseo impetuoso se interrumpe a mitad de camino y permanecen dos sexos en una persona, no es raro que hombre y mujer luchen en solitario combate como Hermafrodito, el hijo de Hermes y Afrodita, con Salmaquis, la bella náyade. A la edad de apenas tres veces cinco años, el vástago de los dioses partió de las laderas del monte Ida hacia Licia, y sus vecinos los canos, y allí descansó a las orillas de un verde estanque, rodeado de bosques rumorosos. Despojado de sus vestiduras polvorientas, se reflejó en las refrescantes aguas sin percatarse de la proximidad de Salmaquis, la más hermosa de las hurañas acompañantes de Diana y más dedicada al ocio que a tender el arco. Ella le habló y lo hizo enrojecer y se le ofreció sobre la susurrante hojarasca.

Este fue el sueño que alimenté en mi adolescencia antes de vestir la toga virilis: que una virgen se me acercara solícita a orillas de un fresco estanque y rodeara con sus brazos mi cabeza acalorada, que me reclamara en lugar de soportarme y me tomara por la fuerza. Pero a mí me fuenegado ese ardiente deseo y una y otra vez fui a refugiarme en brazos de Atia, deshecho en lágrimas, sin revelarle la razón de ellas. Si me hubiera encontrado con Salmaquis hubiera satisfecho su deseo gustosamente, junto con la ropa me hubiera despojado de mi pudor y preparado un lecho bajo los árboles.

El pudoroso hijo de los dioses, en cambio, mostró un comportamiento extraño y trató de liberarse de su abrazo. El deseo se trocó en lucha, en la cual no salió triunfante ni el apremio ni la resistencia. En la estéril puja la ninfa suplicó la ayuda de los dioses para que jamás fuera separada del ser amado. Antes de que pudiera darse cuenta, Salmaquis y el doncel fueron uno, como la hiedra prolífera y el tronco del árbol al cual se envuelve sin que se la pueda desprender. Ambos fueron uno, no varón y mujer, sino ambos y ninguno. Pero como ningún mortal conoce la ubicación del verde estanque y porque los dioses no quisieron que Hermafrodito se quedara solo en su transformación, cada uno sale como andrógino de las aguas verdes, a las que una vez entraron como hombre o mujer.

Esto lo leí en los amarillentos escritos del alejandrino, cuyo olor me aturde mientras leo o ¿será el contenido? Sigo explorando, pues estoy seguro que tropezaré con ¡alguna referencia a mi deceso. Maldigo el día en que, ignorante, eché de mi casa al sabio y lo maldigo dos veces, y cada día extiendo ante milos mórbidos pellejos como una rústica del mercado sus verduras marchitas, y mi vista salta ¡de nuestra escritura a la del griego y trato de ordenar las páginas y solucionar el secreto embrollo que parece no conocer ni principio ni fin.

LXX

El tercer día de mis investigaciones me despertó de mañana un águila de la especie de hipaetos, que con sus alas cortas vigilan los bosquecillos romanos. Debí quedarme dormido, rendido por tanto leer y, con la apacible aurora, entró en mi aposento la brisa matutina. ¡Cómo me asusté cuando vi al ave extender sus alas ante mí y picotear con su pico corvo que le impide beber, los escritos que yacían dispersos en mi mesa. Aturdido por el ligero sueño y el brusco despertar de los sentidos, agité los brazos a mi alrededor y la mensajera de Zeus buscó la distancia. Desdeel repecho de la ventana seguí con la vista sus aleteos ditirámbicos hasta que desapareció silenciosamente entre los oscuros árboles del Aventino.

Hasta entonces no descubrí la destrucción que las garras y el pico del águila habían causado en los escritos del alejandrino. Con la palma de la mano alisé la superficie de las páginas dañadas. El ave había dejado profundas huellas en los pellejos e involuntariamente empecé a buscar las palabras faltantes, una ardua empresa no exenta de tensa expectativa. De este modo, entre las sabias enseñanzas de los egipcios y los griegos, tropecé con un legajo de pellejos, cada uno de los cuales tenía en su parte superior el signo del dios serpiente Asclepio. Parecían muy viejos y frágiles y bastaba un grosero manotazo para destruir las líneas desleídas, de manera que hice trabajar mis manos con el máximo cuidado.

Los escritos se habían originado misteriosamente en la isla Cos, donde funcionaba la escuela de médicos de los asclepianos, hombres sabios, herederos del hijo apolíneo. Allí, en un bosquecillo del radiante dios, todos habían depositado su saber con humildad y aun cuando se decía que conocían un remedio seguro para cada enfermedad, más aún, la llave de la vida eterna, fueron muriendo uno tras otro, cuando consideraron llegado su tiempo. Hace tiempo que el dios se ha afincado en Roma por orden de las sibilinas, pero el conocimiento secreto permaneció en la isla, custodiado por los sacerdotes y el águila de Zeus se me antojó una advertencia para que me abstuviera de leer los escritos y penetrar en sus conocimientos secretos. Sin embargo, la curiosidad que caracteriza a los ancianos como a las pequeñuelas, fue demasiado poderosa y empecé a husmear como un sabueso que ventea al tejón, proveedor de grasa, en su cueva. Tuve suerte en mi búsqueda.

Aun cuando escrito en griego y adulterado, reconocí el nombre de mi padre Cayo Julio César y el de Sila y Pompeyo, y comprendí que allí un vidente vaticinaba en tiempos remotos acerca de los conductores de Roma, más aún, que una hilera de números fijaba con la aproximación del día, la edad que alcanzarían. Atribuía a Pompeyo 58 años, a Sila 60, pero al Divus Julius le pronosticaba que no llegaría a terminar sus 56 años, como le estaba predestinado. El corazón empezó a latirme a un ritmo desenfrenado y la sangre zumbé en mis sienes como viento huracanado entre la fronda de los robles, pues cabía suponer que encontraría asimismo mi nombre en la lista de vaticinios.

Como si con la muerte de mi divino padre hubiera concluido un capítulo de la historia romana, la enumeración concluyó en este pergamino con el nombre de Cayo Julio, pero no sin hacer referencia a una siguiente página. La busqué con mano trémula, temeroso de hacerlo y tentado de olvidarlo, pero temí matar en mí toda esperanza. Revolví los frágiles pergaminos como un loco, de manera que los que estaban más abajo quedaron arriba, aparté los ya vistos y en verdad tropecé con mi nombre atacado por el pico corvo del águila: Cayo Julio César Octaviano, el primero de una nueva serie.