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¡Cómo me asustó, cómo me golpeó el destino cuando me percaté de lo inconcebible! En ese pasaje en el que se hacía una relación de los años y días de mi carrera, había un agujero abierto por el corvo pico del hipaetos y en ese momento se me antojó que el águila no había devorado un fragmento del pergamino enmohecido, sino un trozo de mí, años de mi existencia, como aconteció con el hígado de Prometeo, hijo de titanes. Desde ese instante estoy sumido en la sordera, un no poder oír de ese tipo que amortigua las voces a mi alrededor y los ruidos diurnos para hacer más sonoro un fragor parecido al de un torrente al borde de los Alpes.

Al principio, creí poder vivir sin el rumor de voces a mi alrededor, de modo que no me lamenté por mi repentina sordera, pero el hervor, el borboteo y los bufidos que percibo en los conductos auditivos me hacen enloquecer. Por momentos golpeo la cabeza contra la mesa o las jambas de la puerta con la esperanza (hasta ahora infructuosa) de que la conmoción me hará recobrar la audición y desaparecerá este rumor atroz. Este inexplicable murmullo de aguas turbulentas casi no me deja conciliar el sueño, las noches se me antojan interminables y los pensamientos que vuelven a poblar mi mente una y otra vez me atormentan durante la vigilia. Cavilo si ese constante zumbido y fluir en mis oídos no es una imperiosa señal de los dioses que dan a conocer al mortal en sus últimos días el decurso de la vida, hasta que se extingue silenciosamente en la muerte.

Musa, quien halla una explicación para todo, habla de una pérdida de la audición y vierte a gotas aceite hirviente en los conductos de mis oídos. El dolor me hace gritar como un retiario al hincarse en sus carnes el tridente del adversario. Musa asegura con muchos ademanes que es el único recurso que promete curación. ¡Júpiter, qué hubiera dado en mis años mozos por escapar del palabrerío a mi alrededor y ser sordo a las sugerencias de dudosos consejeros, que, ya sea por la vía escrita u oral, no podrían expresarse de manera más torpe! No oculto que hasta me irrita el olor rancio de las formas de expresión anticuadas y el perfumado y alechugado estilo de mi amigo Mecenas. Pero son peores aún los poetas parleros, esos muertos de hambre: abruman al César con sus desbordamientos en la esperanza de que su pensión honorífica los librará de luchar por su diario sustento.

A todo aquel que algún día ocupe mi lugar, no le puedo aconsejar sino que sofoque su entusiasmo por la palabra de un poeta, pues así como la amable primavera trae consigo a los molestos mosquitos, los poetas se convierten en una plaga con su interminable garrulería. Si tienen un traspié, sólo ellos sufren el daño, pero un desliz de sus lenguas puede llegar a tener consecuencias devastadoras, como lo demuestra el ejemplo del indiscreto desterrado de Tomi. La exteriorización de sus constantes desbordamientos se vuelve una carga para ti y llegas a hartarte de sus loas después de centenas de repeticiones. Sin embargo, sordo a todo sonido como me encuentro en el presente, nada deseo con mayor ardor que escuchar su palabrerío, pues el silencio escogido por propia voluntad es una inspiración, pero el silencio impuesto, un castigo que te colma de angustia. Empiezo a morir.

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de escribir, estoy desconcertado: una pérdida de la audición ha dejado sordo al emperador. Camina pesadamente de un lado al otro sin poder oír y, aunque no está privado del habla, rehúsa usar su voz. Todo esto lo hace aparecer inquietante, inaccesible. Debo retractarme de lo dicho con anterioridad: a pesar de todo, creo que el César es un dios y, si no lo es, al menos está en camino a la divinidad. Sólo los dioses sufren tan cruel destino. Desde hace cierto tiempo me tortura la conciencia. Pienso si no cometo sacrilegio al leer los pensamientos secretos del Divino antes de archivarlos en mi escondrijo, pero esos pergaminos diarios son como un dulce veneno que crea adicción. Aun si la conciencia me lo ordenara, no podría dejar de hacerlo. Aguardo con avidez el recibo del próximo escrito del César.

LXIX

Desde que los oídos me han negado su servicio, mi entorno se ha convertido en un teatro. Todos vienen a mí, se me acercan y forman con los labios sonidos ininteligibles, como los peces del acuario de Mecenas, a la vez que se acompañan con violentos movimientos de brazos y piernas. Livia me trata como si fuera un infante al igual que Musa, y yo desvío la mirada cuando aparecen ante mí. Areo me ha traído una tablilla que remplaza a la perfección el lenguaje, pero obliga a quienes me hablan a reducir su verbosidad habitual.

Poco a poco he empezado a aprovecharme de mi sordera y a ordenar mis pensamientos en una visión retrospectiva, a la manera de Livio, según la sucesión de los cónsules romanos. Pues quienes vengan después de mi serán quienes exijan una rendición de cuentas y no pretendo eludirla.

LXVIII

Hoy, a un día de los idus de junio, yo, que me he quedado sordo, quiero aclarar las circunstancias que se sucedieron a la muerte de mi divino padre Cayo Julio César.

Era muy joven aún, demasiado joven para aceptar la herencia del Divino. En Roma me llamaban entonces el "muchacho", por cierto con intención cariñosa, pero en la mayoría de los casos había un dejo de soma en la expresión. Si en aquel entonces creía poder cambiar al mundo todavía, hoy me pregunto si el mundo no me cambió a mí, y mucho a partir de aquellos fatídicos idus, pues nada transforma tanto a los hombres como el poder. Aborrezco esta palabra, porque sabe ocultar su verdadero carácter. Poder… ¿Qué es el poder? Considero a la influencia la forma más débil del poder: la llamamos potentia. Si el poder es de naturaleza política, la más acertada es la calificación opes, y la autoridad equivale a potestas. El poder en el sentido de fuerza es vis y en forma eufemística hablamos de rerum potiri, cuando alguien se apropia del poder.

Rerum potiri me parece la palabra indicada en relación con Marco Antonio, quien, antes de mi regreso a Roma desde Apolonia, se trocó en mi enemigo, inescrupuloso y en apariencia invencible. Me aventajaba casi una generación en edad, y yo, el muchacho que el Divino había acogido post mortem en la estirpe Julia, le inspiraba desprecio. Después de alzarse con el tesoro del Estado y los papeles privados de mi padre, hizo manifiesta su esperanza de que yo renunciara a la herencia de Cayo Julio César.

Un hombre de su experiencia política (Antonio invistió el consulado con el Divino el año de la muerte de este), estaba familiarizado con el poder, conocía sus secretos, consistentes en esencia, en saber que el otro nos aventaja en cobardía. Con el dinero de mi padre Divus Julius, Marco Antonio reclutó 3.000 soldados armados, pero no tanto para la protección del Estado cuanto para su seguridad personal, y aun aquellos que aprobaron el asesinato de mi divino padre, porque estaban convencidos que se había eliminado a un dictador, pronto temieron que tal vez el dictador había dejado el campo libre al tirano. Esta situación me valió grandes simpatías, tanto más cuanto que pagué de mi propio peculio los legados del César (nada menos que 300 sestercios a 150.000 plebeyos menesterosos) para lo cual hube de subastar una gran parte de mis fincas privadas, pues Antonio, seguro que yo renunciaría a la herencia, se apoderó de la fortuna del Divino y no me dejó ni un as.

El tiempo nos enseñó quién de ambos hizo la inversión más prudente. Si fuese posible regir al mundo con dinero, los acaudalados banqueros serían los dioses de Roma, pero, gracias a Mercurio, el manejo del dinero requiere cierta inteligencia y sólo los menos de los adinerados fueron bendecidos con ella, es cierto que en la mayoría de los casos sobreestimamos la astucia de los ricos, que, como la del zorro, sólo pone de relieve la estupidez de las gallinas.