¿Pero dónde residió el error de Antonio desde un principio? Creo que formaba parte de aquellos romanos que prefieren la victoria a la paz y aun cuando vivió una juventud ávida de placeres, aun cuando estudió en Atenas a los filósofos de los griegos, amaba más el chacoloteo de las armas que a su mujer, más aún que a su amante Citeris.
Cuando contemplo a los conductores de ejércitos de Roma (y no excluyo siquiera a mi divino padre Julio), observo que la aptitud para la guerra siempre va aparejada en ellos con la incapacidad de amar. ¿Acaso el Divus Julius y Marco Antonio no cambiaron de carácter de la noche a la mañana, cuando, ya entrados en años los dos, los inflamó por primera vez el amor por aquella mujer, la licenciosa Ptolomea?
Personalmente, siempre vi en la guerra un mal necesario para llegar a la paz, la cual a su vez debe su existencia a la guerra. ¿Por qué habría de negarlo? La idea de una inminente batalla me revolvía las entrañas como una espada afilada, al extremo de hacerme expeler la comida por todos los poros del cuerpo, y cuando quedaba exonerado a veces perdía la conciencia y yacía en el suelo indefenso como un pescado en la ribera. Mis enemigos se mofaban de mí y decían en tono de burla que yo pretendía imitar al Divus Julius, quien, como es sabido, era frecuente víctima de la divina enfermedad y fuera de sí cual un branquifero jónico sacudía los miembros convulsivamente y se le daban vuelta los ojos que quedaban en blanco.
Relata refero. ¡Por Marte! ¿Por qué los romanos niegan tener miedo? Al parecer, la palabra ha sido relegada de nuestro acervo lingúístico desde los días de las tristes proscripciones, bajo el dictador Sila, y si existe aún un sentimiento parecido es el miedo al miedo. El romano no teme a nada, excepción hecha de sí mismo. Visto de este modo, yo debo ser un romano de otra raza, pues el miedo y la angustia me han acompañado desde mis primeros días. Quizás, en los años que vendrán, me llamarán cobarde por esta circunstancia, o bien sabio, pues a veces la impavidez y la estupidez van de la mano.
Aquellos días, después de la muerte violenta del Divus Julius, el pavor me acompañó como mi propia sombra y no logré desembarazarme de él. Nadie era capaz de decir quién había sido su enemigo y quién su amigo. Yo tampoco, pero a mí, el muchacho, me vino bien ser subestimado por todos. Hombres como Marco Antonio, Dolabela, Lépido o Bruto y Casio, eran conocidos por su temperamento, patente en sus palabras y en sus actos. En cambio, yo no había tenido oportunidad aún de presentarme en público (excepción hecha del discurso fúnebre que pronuncié durante las exequias de mi abuela Julia, a los doce años) y mi cargo de pontífice tampoco me ofreció oportunidad de perfilarme. Ni carne ni pescado, era indiferente para la mayoría, sin embargo, cuando se conoció el testamento del Divino, la situación cambió de un día al otro. Y bien, adoptado por Cayo Julio César, se me atribuyó el carácter y la ideología de mi padre. Había nacido un nuevo César, y (lo confieso) me sentí exigido más allá de mis fuerzas. Los Césares no nacen, se hacen. Por lo tanto, se explica el miedo del que hablé, tanto más cuanto que no tenía sólo un enemigo: todos hablaron contra mí por diversos motivos y no hallé respaldo sino en el pueblo.
Bruto y Casio, los enemigos declarados de mi padre. Eran menos de temer que Marco Antonio, su amigo declarado. No sin segundas intenciones había rivalizado por el favor de Julio César, luchó con él en las Galias y en los Balcanes, en Farsalia comandó el ala izquierda y en ocasión de las lupercales intentó ceñir en la cabeza de Cayo la corona real que mi padre rechazó. Antonio fue un adulador servil, interesado únicamente en su provecho personal. Cuando consideró llegado el momento de apoderarse del poder, hizo confirmar al Senado sus propias leyes, y creó así el temible equilibrio consistente en provocar miedo y tener miedo que él llamaba politica.
¡Oh, qué personas dudosas se llamaron amigos de mi divino padre!: Lépido, ese flemático afeminado (la víspera de los idus de marzo Cayo había sido su convidado y, aunque en la ciudad proliferaban los rumores acerca de un inminente atentado, y por todas partes le hacían advertencias, Lépido no realizó esfuerzo alguno para protegerlo o retenerlo como hubiera hecho un buen amigo, un verdadero amigo). Creo que Cayo Julio César no tuvo un solo amigo verdadero y confieso avergonzado que yo tampoco lo fui. Antes bien, me hubiera llamado su devoto o su admirador, nada más.
Es el destino de los grandes hombres. La grandeza trae aparejada la soledad. Si los astrólogos me hubieran profetizado en aquellos tiempos que al final de mi existencia de Caesar Divi Filius pasaría las noches en soledad, sin amigos y dedicado a relatar mi turbulenta vida ¿qué hubiera hecho? Seguramente hubiera abdicado, abandonado todos los cargos e imitado a Horacio y a Virgilio en su sueño de una vida bucólica, hubiera vivido mis inclinaciones y obrado según mi propio albedrío, no como esperaban que lo hiciera. Tal vez me hubiese divertido como Antonio con las mujeres lujuriosas de Roma, o pasado mis días entregado al sueño para embriagarme por las noches como Lépido, o embarazado a las esposas de mis mejores amigos como Dolabela, o vivido como Mecenas entre yambos y elegías… Quizá hubiese sido aquel que jamás me fue concedido ser: yo mismo.
Tal como soy, no hago sino buscar el compromiso. ¡Júpiter, jamás fui un genio como mi divino padre capaz de tomar sus decisiones por sí solo y diigirse con certidumbre a su meta! Aborrezco todo lo genial. Los genios no soportan los compromisos y yo los busco. Convine integrar el triunvirato de Bononia con Antonio y Lépido, aun cuando no hubiese necesitado la ayuda del uno ni el apoyo del otro. Cicerón había atacado despiadadamente a Antonio en sus Filípicas, en tanto Hirtio y Pansa, los cónsules, le infligieron tal derrota en Mutina que no vio otra salida que huir a la Galia cisalpina. Lépido, gobernador de las Galias e Hispania, había merecido del Senado la proscripción y, no obstante, acepté celebrar con ambos el pacto de la amistad, porque temía la agitación de los adeptos que ambos tenían todavía en Roma. Nos dividimos el imperio del siguiente modo: a mí me tocó el oeste, a Antonio el este y Lépido gobernó la capital. Fue un compromiso predestinado al fracaso.
Hoy me avergüenzo de ese compromiso porque hizo retroceder a Roma y el imperio a la época de terror de las proscripciones, pero a la sazón contaba sólo veinte años y tenía la inexperiencia propia de esa edad. ¿Qué podía hacer? Cuando pienso en ese año que siguió a la muerte de mi divino padre, me llenan de asco las indignas transacciones que se hacían con los partidarios: si me dejas matar a tu amigo, que es mi enemigo, te cederé a mi amigo, que es tu enemigo, para que lo mates. Homo homini lupus.
En mi desorientación busqué la ayuda de Marco Tulio Cicerón. Por su postura política se le consideraba un ardiente republicano y, en consencuencia, un adversario de mi divino padre, aunque jamás su enemigo. El año de mi nacimiento ya investía el consulado. Busqué, pues, consejo en él y la sabiduría de la edad. En cambio, Antonio, hostigado por Cicerón en sus Filípicas, donde lo tildaba de dictador, exigió la cabeza del gran romano y yo cedí.
¡Qué vil cobarde fui! Cicerón, a quien abandoné en la proscriptio ¿no me allanó el camino a Roma al convencer a los senadores que confiaran los cargos, a mí, un muchacho que en virtud de la ley no estaba en condiciones de asumirlos por mis pocos años? ¿No fue Cicerón quien convenció a inclinarse en mi favor a aquella mayoría de republicanos y adeptos moderados del Divino, sin los cuales hubiese sido impotente? ¡Oh, Cicerón, padre, qué final ignominioso te deparó Antonio! Cercenaron tu cabeza y tus manos. Yo las vi con mis propios ojos en la tribuna de los oradores en el Foro. ¡Qué vergüenza! Derramé lágrimas de dolor y lágrimas de rabia por mi propia impotencia y juré por Júpiter bregar por el poder absoluto para que no se repitiera jamás semejante arbitrariedad. Quiero entregarme a mis lágrimas…