Atia, mi madre, me dijo que apenas salida de la infancia, se había hecho llevar a medianoche en litera hasta el templo de Apolo y, mientras oraba con devoción, Somnus, el amigo de las musas, cerró sus párpados y la hizo sumergirse en profundo sueño. Como en el anfiareion de Argos, donde las personas ven su futuro en sueños, el dios le mandó un sueño: un hombre se acercó a su cuerpo con ternura, le separó los trémulos muslos y penetró en ella impetuoso. Estridente griterío la arrancó de su sueño y los devotos orantes dijeron haber visto una serpiente que se deslizó velozmente de la litera y desapareció entre las grietas de las piedras del templo. A pesar de que mi madre se lavó como después de practicado el coito, quedó en su cuerpo una marca, parecida a la de Pitón, el demonio terreno que habita en un cuerpo de serpiente y que fue derrotado en victorioso combate por Febo Apolo. A los diez meses nací yo: Imperator Caesar Augustus Divi Filius.
Mi progenitor Octavio aseguró fehacientemente que después de su triunfo sobre los bárbaros de la lejana Tracia, consultó el oráculo acerca del destino marcado por mí, su hijo nacido con retardo. Los sacerdotes del bosquecillo de Liber pater le instaron a ofrecer vino, y cuando lo derramó sobre el altar, se alzó una gran llamarada que emergió del techo del templo, como si en lugar del vino hubiera vertido brea hirviente. Según informaron los sacerdotes, solamente había acontecido un fenómeno similar cuando el gran Alejandro ofreció vino de Macedonia sobre el mismo altar.
Aun antes de vestir la toga virus, hace ya 62 años, y conocer uno de mis nombres, me presenté ante hombres importantes en sus sueños, por ejemplo, ante Marco Tulio Cicerón, quien aseguraba que todos los sueños tenían una razón. Del cuerno colmado de zumo de adormidera Somnus le instiló en la memoria la siguiente imagen: Yo, un adorable niño, había bajado del cielo por una cadena de oro y me había quedado frente al Capitolio. Júpiter me invitó a entrar y puso en mis manos un látigo en señal de poder. Que los dioses me castiguen si una sola de estas palabras es mentira: Cicerón le contó su sueño al divino Julio, camino del Capitolio, y cuando ambos llegaron allí, Cicerón me señaló con el dedo y exclamó excitado: "¡Ese es el niño que se apareció en mis sueños!" Juro por mi diestra que aquella fue la primera vez que vi a Cicerón. A Quinto Cátulo, el pontífice, me aparecí dos noches consecutivas, como niño. En el primer sueño jugaba junto al altar de Júpiter Optimus Maximus y el soberano del cielo me hizo señas con la mano y depositó en mis brazos una estatua de la diosa Roma. A la noche siguiente volví a cruzarme en las visiones oníricas del sacerdote: estaba sentado sobre el regazo de Júpiter Capitalino y Quinto Catulo indicó a los servidores del templo que me bajaran de allí, pero Júpiter los rechazó con ademán tranquilizador: "Este niño debe ser educado para salvación del Estado."
Personalmente, sé todo esto sólo de oídas, pero aquellos que lo cuentan, lo aseguran de buena fe, como aquella historia de mi tierna infancia, cuando todavía estaba en la cuna: una mañana, mi aya elevó los brazos al cielo consternada, pues yo había desaparecido. Grupos de rescate se dispersaron en todas direcciones hasta que por fin me hallaron en una torre orientada hacia el sol naciente, donde yo conminaba a las ranas a concluir su concierto matinal. ¡Qué digo! Mis balbuceos infantiles tuvieron el efecto del trueno de Júpiter: hoy en día, todavía no hay rana en ese lugar que se atreva a abrir la boca para croar.
Anticipo todo esto a la intención de exponer mi vida, como un pescadero los frutos del mar, pues, aunque estoy acostumbrado a los presagios, ayer, el día anterior a las nonas, tuve el más aterrador de ellos, al menos así lo interpretaron los sacerdotes y no es de mi incumbencia negar su interpretación. En los arreboles del inminente crepúsculo un rayo emergió zigzagueante de una nube negra, buscó certero el reluciente mármol del Foro y rozó candente mi estatua de bronce que me muestra con la mano levantada. Allí, a los pies de la imagen del dios, donde las letras doradas proclaman Imperator Caesar Augustus Divi Filius, el rayo fulgurante asomó de la leyenda como la cabeza de una culebra que devora a un hurón y chocó contra el suelo con estruendo y mal olor. Quienes observaban desde lejos, se espantaron. Si en la distancia, los espectadores pudieron interpretar este prodigio como un augurio feliz, puesto que la luz de Júpiter había buscado la luz de la tierra, al acercarse, la dicha se trocó en profundo dolor: el rayo encendido fundió la C de mi nombre, de manera que quedó mutilado en un feo "aesar". Según la interpretación de los sacerdotes, la C fundida, equivalente a centum, indicaba que no me quedaban sino cien días de vida. Por otro lado, en la lengua de los etruscos, los que nos trajeron el don de la predicción, aesar significaba "dios". En consecuencia, al cabo de cien días sería acogido entre los dioses.
¿Debo dudar de esta señal, única entre los hombres, debo creer que mi vida será eterna? Sólo mi nombre perdurará eternamente. Imperium sine fine dedi. Mi morada está encargada. Las vestales guardan desde hace un año el testamento que dicté en parte a mis libertos Polibio e Hilarión y en parte escribí de puño y letra, para que nadie dude de su autenticidad. Y como ignoraba cuánto tiempo me concederían los dioses, en tiempos de mi sexto consulado mandé erigir un mausoleo entre el Tíber y la Vía Flaminia, donde se guardarán mis cenizas. Es una de las maravillas del mundo y no le va en zaga al del rey Mausolo de Halicarnaso, ni en proporciones ni en magnificencia. La circunstancia que debiera sepultar a todos los descendientes de mi sangre dentro del mármol de esa obra (Marcelo, el hijo de mi hermana Octavia, casado con mi licenciosa hija y a quien amaba como a un hijo, y Cayo y Lucio, mis fieles nietos) sólo confirmaría lo ya mencionado, a saber, que los dioses no escatiman sufrimientos a aquellos a quienes adjudicaron divinidad.
No, los cien días que me han sido concedidos por los inmortales son bastante tiempo si se aprovecha Carpe diem. Horacio Flaco, el más grande artista de la vida me enseñó mucho. Para cada día fatídico tenía preparado lo adecuado. ¡Envidiable! ¡Qué soñador! Me enseñó a no temer a la muerte y, así, aguardo sin horror el final de estos cien días. El poeta dice que no hay que temer a la muerte, que no les afecta a los vivos ni a los muertos. Para estos no existe, pues los muertos no pueden morir, y los vivos ignoran su existencia. Cuando pienso en esto, comprendo con más claridad que yo tampoco temo a la muerte, sino más bien a la idea de ella. ¿Pero por qué pensar en cosas de las que nada sé? Es insensato.
Viviré, pues, cien días, pensando en la vida, no en la muerte; quiero reír, no llorar (etiamsi est quaedam flere voluptas -conocéis a aquel que dijo esto); quiero tenderle la copa a Baco y cantar, quiero brincar en rondas con lozanas muchachas recién salidas de la niñez… en tanto Livia lo permita y usar con frenesí mi arrugado priapus en tanto Livia lo haga posible, pero sobre todo quiero llevar un diario y anotar en él día a día mis pensamientos. Quiero exponer mis reflexiones y explicar las razones de mis obras y omisiones, esforzarme en poner hacia arriba lo que está abajo, dar preferencia a lo importante, desdeñando lo intrascendente, valorando lo interior y no lo exterior. No quiero ocultar la verdad, toda la verdad (pues la verdad a medias es más peligrosa que la mentira), a fin de que yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, no sea golpeado por los aletazos del propio pasado al subir las gradas del Olimpo. No quiero contar sólo las horas alegres… ¿acaso las tristes no fueron más? y asegurar estar lejos de todo error: Quandoque bonus dormitat Homerus. Sin duda, también el intachable Homero durmió alguna vez. ¿Pero no rigen leyes especiales para los grandes? Aquí, ya me detengo ante la palabra "grande" que por cierto siempre es relativa, pues si para un heleno Homero es “el más grande”, para un vir vere Romanus, lo es Virgilio.