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Hoy, cuando faltan sesenta y seis días para mi deceso (si es que los augures no se han equivocado) quiero declarar que el desarrollo de aquella batalla no corresponde a la imagen que trazaron las crónicas del imperio por orden mía, en el sentido de que esta ciudad hubiera debido llamarse Colonia Antonia antes que Colonia Julia Augusta Philippensium, pues en aquel entonces, antes del combate decisivo, experimenté por primera vez esa sensación de espinas y púas hincándoseme en las entrañas, que siempre me asalta en idénticas situaciones. Ciertamente, esa noche que pasé en vela, vacilé y hasta concebí la idea de huir. Pero con las primeras luces del alba, Antonio arrasó el campamento de Casio. Este escapó, se ocultó en una colina cercana a la ciudad, y, perdido todo contacto con Bruto de quien creía que había corrido su misma suerte, esa noche se arrojó sobre su espada. Vae victis.

Sin embargo, Casio se equivocó. Bruto estaba a punto de conquistar mi propio campamento y si Antonio no hubiera acudido en mi ayuda y vencido también a Bruto, yo hubiese estado perdido. Bruto escapó y se quitó la vida cuando supo del suicidio de Casio.

Inseguro, como era entonces, regresé a Roma por mar, con la cabeza de Bruto en mi equipaje, y la arrojé a los pies de la columna conmemorativa de mi divino padre Cayo Julio César, en señal de venganza cumplida. Entre los romanos se alzó un clamor jubiloso y la algazara se prolongó durante tres noches seguidas. En los atrios de todos los templos ardió el fuego de los holocaustos, la gente me aclamó como salvador del imperio y yo… no los convencí de lo contrario.

¿Qué podía hacer? ¿Presentarme en el Foro y anunciar a voz en grito que a la hora de la batalla estaba sentado sobre mis propios excrementos porque el miedo me impedía contener mis necesidades? ¿Echar a perder el regocijo del pueblo aclarándole que el verdadero vencedor de Filipo se llamaba Marco Antonio y no Cayo César?

Me pregunté por qué Antonio no saboreó esta victoria en doble batalla ni se solazó en el esplendor de un triunfo romano en lugar de pacificar en el este del imperio a los vasallos insubordinados. Hasta más tarde no comprendí la verdadera intención del ambicioso triunviro. De ninguna manera tomó en serio al muchachito. Me consideraba demasiado joven e inexperto para aprovechar su ausencia, y menos aún disputarle el rango. Se sentía Primus inter pares. ¿Pero qué lo atrajo al este del imperio?

A tantos años de distancia puedo materializar sus reflexiones. En el testamento de mi divino padre, conocido entretanto por doquier (me ocupé de que así fuera), no había nada que descifrar: de acuerdo con la voluntad de Cayo Julio César, yo, Divi Filius, debía continuar la obra de su vida. Amargado y decepcionado, Antonio no vio otra alternativa que hacer hincapié en mi juventud, mi inexperiencia y, según su opinión, mi estupidez, mientras él, en su mejor edad viril, probado en numerosos combates y en muchos victorioso, imitaba a Julio como mejor podía. A su juicio, yo no podría sostener por mucho tiempo la comparación, y los romanos, hasta entonces incuestionablemente de mi lado, le brindarían su favor.

Nuestro triunvirato le acordaba la administración de las cinco provincias orientales: Aquea, Ponto, Asia, Siria y Cilicia. En el este habita gente rara: llenos de humildad se arrojan a los pies de cualquier vencedor y lo veneran como a un dios. Esta gente de Oriente creyó reconocer en Marco Antonio al impetuoso Dioniso que sólo tiene en común con nuestro Baco su inclinación por el vino y las mujeres, pero en Asia todavía se lo adora como dios de dioses y se lo celebra con algarabía y danzas, y los hombres y mujeres que no se entregan al amor públicamente, agitan en éxtasis antorchas y tirsos.

A Antonio el papel le vino como anillo al dedo, por cuanto ni en guerra dejaba pasar una mujer dotada por la naturaleza con los atributos que un chivo lascivo como él aspira en toda hembra, y más de un príncipe vasallo (así se asegura) le cedió su esposa por unas noches con la esperanza de disponerlo favorablemente en relación con la imposición de tributos. En su afán de remedar la divinidad de mi padre Divus Julius, llegó al extremo de ataviarse con las galas de Dioniso, presentarse en público acompañado de ridículos bailarines de baja ralea y hacerse adorar con genuflexiones como un dios. Yo, a quien se me deben honras de esta clase por resolución del Senado, jamás paré mientes en estas nimiedades. Una genuflexión no hace dios a nadie.

Por supuestos lo que se le antojó más digno de imitar fue el desliz de mi divino padre con la reina ramera de Egipto. Para demostrarle su poder, la mandó comparecer en Tarso, y Cleopatra no vaciló en aceptar el desafío. Empleó oro, presentes y toda la magnificencia oriental para impresionar a ese muerto de hambre proveniente de una familia empobrecida y, al igual que a mi divino padre, lo involucró en la más escandalosa aventura amorosa.

Como es sabido, las meretrices de Roma son las más caras del imperio y a más de uno le cuestan bienes y hacienda, pero una prostituta como la ptolomea, que por añadidura paga por sus favores, es algo único en el mundo. Casi podría comprender a Antonio. De todos modos, le prometió su ayuda (los dioses sabrán en qué condiciones) para una campaña bélica que proyectaba contra los partos a fin de vengar la afrentosa derrota de Craso, una empresa que la muerte impidió llevar a cabo a mi divino padre. Así lo atrajo a su capital y Marco Antonio entró en el país del Nilo sin escolta militar, como un simple viajero, para no provocar a los orgullosos alejandrinos.

Muy pronto cundió en Roma la noticia de este romance y Fulvia vomitó hiel y veneno por la escandalosa conducta de su esposo. Circulaba el rumor que fuera de sus atributos físicos no había en ella nada femenino. Aventajaba a los hombres en su ambición y despotismo, más aún, se la tenía por el único hombre de Roma. En su afán por dominar a los que mandaban, Fulvia ya había hecho grandes a dos hombres: a Clodio y a Escribonio, y en Roma nadie dudaba que también había ayudado a subir a su alta posición a Antonio, más dado a embriagarse y entretenerse con mujeres livianas. Por consiguiente, debió considerar una ignominia que la engañara con la reina de los egipcios.

Cleopatra y Fulvia se parecían en carácter y temperamento y no dudé un instante que la romana realizaría los mayores esfuerzos para reconquistar a su esposo. Fue mucho lo que cavilé al respecto, pero hasta que ya casi era tarde no me percaté que su furor se dirigía contra mí. Nadie es tan impredecible en sus actos ni tan ocurrente como una mujer celosa. Fulvia se alió a su cuñado Lucio Antonio contra mí, y proyectaron desencadenar una verdadera guerra civil, seguramente, con la esperanza que tan pronto cundiera en Egipto la noticia del conflicto, Marco Antonio abandonaría a Cleopatra y regresaría a Roma para impedir una lucha abierta.

Gracias a Júpiter, en aquella ocasión reconocí rápidamente la situación y actué sin dilaciones ni titubeos. Obligué a Lucio y a Fulvia a replegarse junto con sus adeptos hacia Perusia y allí, Lucio Antonio se entregó, en tanto Fulvia huyó con su suegra a Grecia donde murió sin mi intervención, ese mismo año.

A menudo las victorias son quisquillas comparadas con lo que le espera al vencedor. ¿Qué podía hacer? ¿Matar al hermano de Marco Antonio? Hubiera encolerizado al triunviro y yo temía más que nadie su ira. Si lo dejaba escapar, habría de temer el escarnio de los romanos por mi clemencia, una palabra desconocida en aquellos tiempos. Opté pues por un tercer camino y perdoné a Lucio Antonio. Después de haberse retractado públicamente y confesado ser la víctima de las maquinaciones de Fulvia, lo envié a la lejana Hispania en una comisión proconsular, pero no tuve contemplaciones con los equites y los senadores que se contaban entre sus adeptos.