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Recuerdo ese frío día de febrero en que desfilaron ante mí en interminable columna para escuchar sus sentencias. Algunos me escupieron, otros cayeron de rodillas para implorar clemencia, pero no fui indulgente aun cuando en algunos casos me costó pronunciar la frase que se haría proverbiaclass="underline" "¡Debe morir!" Esto también en César Augusto.

El Senado me otorgó los ornamenta triumphalia por la victoria de Perusia y de este modo me acuñaron vencedor sin que me diera cuenta de cómo había sucedido y los cronistas registraron mi segunda victoria en los anales. Este proceso me llenó de orgullo, pero hoy sé que los días más felices de la humanidad coinciden con las páginas en blanco de los anales.

Demasiado tarde para utilizar a Fulvia, Antonio regresó precipitadamente a territorio itálico apenas oyó hablar de una guerra civil y yo salí a su encuentro, alta la testa orgullosa. Así es, y le pedí cuentas de cómo había podido gestarse una insurrección encabezada por su esposay su hermano. Fue una situación embarazosa para él y después de pronunciar una solemne afirmación de inocencia e ignorancia sobre el evento, solicitó de motu proprio la renovación de nuestra alianza. Todavía nos encontrábamos en Brundisium para concluir los tratados cuando llegó de Alejandría la nueva de que Cleopatra había dado a luz mellizos: un varón y una niña, lo cual llenó de orgullo a Marco Antonio. Yo le dije:

– Tú eres romano y ella una egipcia. No puedes desposarla.

– ¿Quién habla de esponsales? – replicó Antonio-. ¡Por Venus y Roma, si me hubiera casado con todas las que dejé encintas, menudo trabajo hubiese tenido!

– Esa mujer es como el lampazo, piensa en mi divino padre Julio. Tan pronto atrapa a un hombre no lo suelta más, al menos no por propia voluntad. Cuanto más prolongues tus relaciones con ella tanto mayor será tu dependencia. No es demasiado tarde aún. Cuando la gente habla de ti, todavía te nombra Antonio, el romano, pero pronto emplearán otros epítetos, escucharás insultos como alejandrino, Ptolomeo o Cleopatro.

– Muchachito -(sí, Antonio me llamaba muchachito, lo cual me contrariaba y a él no le correspondía hacerlo a pesar de los diecinueve años que me llevaba)-, ¿qué entiendes tú de mujeres? Convengo con Eurípides que mil de ellas compensan la vida de un hombre. Esto significa que no las debes tomar en serio. Cleopatra es una mujer experta en cosas del amor y está dispuesta a compartir su dinero, su poder y su influencia. ¿Pretendes que lo rechace sólo por ser romano?

– Tú no eres un romano cualquiera, Marco Antonio, eres un romano a quien de acuerdo con un pacto se le ha confiado la dirección de una parte del Estado. Eres un romano en quien están puestas todas las miradas y, por inmoral que sea el pueblo, quiere ver moralidad en sus conductores.

Nuestro diálogo fue haciéndose más agresivo. Antonio me llamó fanático y no escatimó zaherirme como era su costumbre.

– Me sorprende escuchar esto de tu boca cuando no se te cae de los labios el nombre de tu divino padre, a quien pones como ejemplo para todo romano. ¿Olvidas que el Divus Julius preparó una ley que le acordaba a él, el endiosado, la facultad de disponer de toda mujer que se le cruzara en el camino y despertara su lascivia? ¿Y quién mandó esculpir la escandalosa estatua de Afrodita que aún hoy decora el atrio del tempo de Venus Genetrix y no sólo ostenta los rasgos faciales de Cleopatra, sino también su pubis y sus senos? ¿Fue mi obra o la de tu divino padre Julio, tan sólo para nosotros un modelo de virtud y moralidad?

– ¡De mortuis nil nisi bene! -exclamé airado.

– Entonces tampoco hables de Cleopatra -replicó Antonio enojado-. ¿Habrá de fracasar nuestro pacto por una mujer?

– Puedes mantener cuantas concubinas te venga en ganas, de esas que llevan su piel al mercado -dije en un intento de limar asperezas- pero no pagues sólo sus servicios, gratifica sobre todo su reserva. Se dice que las mejores mujeres son las mudas. Para tu casa y el trato cotidiano elige una romana cuyo valor sobreviva a su belleza, no una como Fulvia, con la boca rebosante de hiel y el corazón de rabia, escoge una noble mujer de su casa que represente bien tus asuntos y no te sea ajena cuando estás lejos.

– Dime el nombre de esa mujer excepcional -se burló Antonio.

Y le respondí: -Lo haré.

Eclass="underline" – Despiertas mi curiosidad.

Yo: – Octavia, mi hermana.

– ¿Octavia? -repitió Antonio y guardó silencio.

– El destino la privó de su marido -proseguí-. Dio a luz tres hermosos hijos que no han hecho mermar su renombrada belleza y porque es inteligente y experimentada en literatura, muchos hombres cuyos nombres omitiré mencionar, han pretendido cortejarla aun cuando todavía no ha fenecido el año de duelo.

– ¿Una viuda con tres hijos? -replicó Antonio en tono de mofa.

– Algo que Octavia tiene en común con la egipcia, pero ella es más joven que Cleopatra. Además, una persona de tan alto prestigio en Roma, no necesita de especial encomio.

Como es habitual entre hombres, nos pusimos de acuerdo con un apretón de manos y renovamos el pacto. Cedí a Lépido la provincia Áfricana en agradecimiento por su lealtad en la guerra de Perusia y el Senado autorizó la boda de Antonio con mi hermana antes de concluir el año de duelo. Ese mismo año tomé por esposa a Escribonia, la hermana de Lucio Escribonio Liben, en la creencia de robustecer a través de este lazo mi influencia en la esfera senatorial, pero en realidad fue el comienzo de mi infortunio.

LXV

De noche, cuando escribo, emergen ante mí innumerables rostros, pero sólo unos pocos me causan agrado. Hoy vi a Sexto Pompeyo. Era un calco fiel de su padre Cneo Pompeyo, quien había integrado un triunvirato con el Divas Julius y Craso. También se le parecía en la falsedad de su carácter. Que ambos hallaran una muerte indigna es un enigmático designio del destino: el padre fue asesinado en Egipto y el hijo en la provincia de Asia. Desde su nave anclada frente a Pelusio, Sexto debió presenciar cómo los esbirros de Ptolomeo masacraban al autor de sus días. Pudo escapar a la provincia de África y más tarde a Hispania, donde apoyó a su hermano para rebelarse contra mi divino padre.

Jamás oculté la antipatía que sentía por Sexto. La situación al comienzo de mi carrera política era bastante caótica como para que mi intrigante Pompeyo viniera a avivar las brasas. A la muerte de su padre el Senado se incautó de la considerable fortuna de esta familia plebeya. Cneo y Sexto, los dos hijos, habían sido derrotados por Cayo en la Munda española, donde el mayor de ambos perdió la vida y como Sexto Pompeyo ya no vislumbraba futuro alguno, decidió regresar a Roma para exigir la restitución de la fortuna de su progenitor.

Consiguió para sus fines la mediación de Marco Antonio e imagino que Sexto debió comprar su simpatía con pingues promesas. ¡Después de todo se trataba de 700 millones de sestercios! Antonio le procuró el cargo de comandante de la flota, praefectus classis et orae maritimae, según el título rimbombante tan propio de nosotros, los romanos. La negociación se llevó a cabo de manera tan sigilosa y rápida que Sexto ya había zarpado con la flota cuando se conoció en Roma la resolución. Estalló una tempestad de indignación y el cónsul recién nombrado Quinto Pedio, que con ayuda de la ley que mereció su nombre, Rex Pedía, instituyó tribunales especiales contra los asesinos de mi divino padre, proscribió a Sexto y le exigió la restitución del cargo y de las naves romanas. Bastante ingenuo si se tiene en cuenta que la proscripción equivalía a una sentencia de muerte. ¿Creían seriamente los patres conscripti que Sexto Pompeyo regresaría para colocar su cabeza sobre el cadalso?

Sexto no releyó siquiera a los marineros, se negó a entregar las naves y con la flota romana conquistó Sicilia, donde, apoyado por todos los infelices cuyos nombres figuraban en las listas de proscritos, gobernó como un rey pirata, capturó los barcos de Cartago y Egipto, cargados de cereales y llevó a Roma al borde de la hambruna.