También convirtió en reyezuelos a los tres bastardos que engendró con Cleopatra: Alejandro Helio, un niño de seis años fue nombrado rey de Armenia, Media y Partia, un territorio que no había conquistado aún; Cleopatra Selene, hermana melliza del anterior, fue reina de Creta y Cirenaica, y Ptolomeo Filadelfo, el menor de dos años, regiría por voluntad de su padre sobre Siria y los príncipes de la provincia de Asia. Cesarión, fruto del imperdonable desliz de mi divino padre, que a la sazón contaba apenas trece años, fue nombrado "rey de reyes", Antonio llegó a atreverse a af¡rmar que Cesarito era el único descendiente legítimo del Divus Julius. Por supuesto, esto iba dirigido principalmente contra mí y otras eventuales pretensiones sobre la herencia.
Debí haber reaccionado mucho antes, pero la guerra de Iliria me tenía prisionero. A mi triunfal regreso, en el año de mi consulado, me dirigí a Marco Antonio por la vía epistolar para emplazarle un ultimátum: o bien dejaba a Cleopatra y revocaba la distribución de territorios o de lo contrario yo disolvía nuestro pacto y lo declaraba hostis. Irreflexivo, golpeando a su alrededor como un niño a quien se le quita su juguete preferido, el beodo me contesté por escrito. ¿Qué me había dado, para que osara ¡imponerle condiciones? ¿Por qué me alteraba que compartiera su lecho con la reina si, en definitiva, era su esposa? Yo mismo era mucho más inmoral que él. (¡Las cosas que hay que oír!) ¡Como si Livia fuera la única mujer con la que dormía! Me felicitaba si al recibo de esa carta no estaba haciendo el amor con Tertula, Terentila, Rufila, Salvia o Titisenia. (Era Rufila, poseedora de los senos más hermosos.)
Esa carta difamatoria me robo el sobrio raciocinio y ningún poder del mundo es capaz de dominar a las Furias una vez desatadas. Resuelto, como mi divino padre contra el rey del Ponto, socavé el buen nombre de Marco Antonio. De noche hice distribuir volantes por el Foro en los cuales eran enumerados los denigrantes excesos del héroe de las mujeres, su prodigalidad que lo llevó al extremo de rechazar todo adminículo para orinar que no fuera una bacinilla de oro, la circunstancia de estar hechizado por la egipcia y haber entregado comarcas romanas a soberanos extranjeros. ¿Cuándo regalaría Roma?
A pesar de todo, pudo contar aún con un cierto número de adeptos en el Senado, mientras yo entraba en la Curia acompañado de una guardia personal. ¿Por qué he de negarlo? Tuve miedo cuando exigí a los senadores que tomaran una decisión: quien reconociera en favor de Antonio, habría de anunciarlo públicamente y adherirse al esclavo egipcio. Nadie le impediría su partida. Perdí de este modo algunos hombres ilustres, pero logré superior ganancia por la deserción de dos hombres de la parte contraria. Antonio cometió la imprudencia de dejar partir a Roma a Ticio y a Planeo, dos viejos amigos de quienes ya hemos hablado. Ambos detestaban a Cleopatra por haberle hecho perder la cabeza al amigo, según contaban, y resolvieron no regresar a Alejandría. En aquel entonces reinaba en Roma una gran expectativa en cuanto a sus razones, y en el caldarium de las termas el vapor echaba a volar la imaginación. La aversión compartida hizo el resto y los tres forjamos el siguiente plan.
Hicimos correr la voz que Ticio y Planeo habían traído a Roma el testamento de Marco Antonio. Enrollamos un pergamino en blanco, lo sellamos con ilegibles sellos de alfareros, como los que traen estampados en su parte inferior los productos de alfarería egipcia y, de acuerdo con la antigua usanza, Planco entregó el documento a la custodia de la suprema vestal. Proseguí luego con el plan: exigí a la sacerdotisa mayor la entrega del escrito y la amenacé con la fuerza si no me permitía echarle una mirada. ¡Júpiter, una lograda jugada de ajedrez! Trémulo de ira me presenté ante el pueblo, (Fedro, el actor de los altos coturnos, no podría haber realizado una mejor actuación), fingí el espanto que hace presa de todo verdadero romano cuando se entera de una traición a la patria. Con mirada horrorizada, mientras señalaba con los dedos separados mis ojos que jamás habían visto el mal, dije que hube de reconocer la última voluntad de Marco Antonio, una vergüenza para él que se mostraba como salvador de la patria, pero una humillación para el Senado y pueblo de Roma.
Enseguida hice una relación de todo cuanto se nos había ocurrido en el baño de vapor para calumniarlo, difamarlo, ensuciarlo, denigrarlo ofenderlo, exponerlo y deshonrarlo. En caso de que Antonio muriera en Roma, dije, ha dispuesto que sus despojos sean paseados por el Foro en solemne cortejo y luego enviados a Cleopatra, a Alejandría. Abucheos. Pero, continué, si encontrara la muerte en el este, su cadáver no deberá regresar a Roma, sino recibir sepultura en Alejandría. Gritos de protesta: ¡Traidor! ¡Renegado! Proseguí: los hijos que engendró con Cleopatra han sido instituidos como herederos del imperio en el este, despojando de este modo a Roma de sus posesiones, y, por último, prometió a Cesarión la herencia del Divas Julias.
A partir de ese día le quedaron muy pocos amigos a Marco Antonio en Roma y yo tuve repentina conciencia del enorme poder que puede entrañar la propaganda hostil. Una boca infamante bien dirigida remplaza a diez mil espadas.
LX
Ebriedad. ¡Por Baco, no puedo escribir!
Yo, Potibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, comprendo en este momento, cómo se engendró ese odio abismal que separó a Augusto y a Antonio, y, a mi juicio, todo romano debiera enterarse de esto. Pero también comprendo en este momento que, por su disposición, el divino era todo menos general y estadista, y que los dioses lo colmaron de dicha. Si bien expuso todo esto en los pasados días con claro pensamiento, sin escatimar en autocrítica, de repente sus sentidos volvieron a obnubilarse. Ha empezado a beber, lo cual no le conviene y lo sabe. ¿Por qué lo hace? Balbucea y pelea con hombres invisibIes, pero de súbito arguye con palabras bien hilvanadas y yo me pregunto si está realmente ebrio o si su borrachera es fingida. Los hombres con los que dialoga están todos muertos:
Con Cicerón, Platón, Epicuro… ¡Ninguno de ellos se encuentra ya entre los vivos! Sin embargo, el adivino parece entender su lenguaje.
LIX
En noches solitarias invito a hombres sabios a participar de mis orgías: no sólo a aquellos con los que comparto mis pensamientos y cuya palabra entiendo, sino también adversarios y oponentes, cuando se trata de experiencias de la vida y asuntos del Estado. Platón es uno de esos intrigantes que se cree nueve veces la calva más inteligente de Atenas, pues todo lo sabe mejor y ninguna otra opinión es válida a su alrededor, menosprecia hasta el rojo vino setinés en favor del aguado vino de Cos, que se vende a mitad de precio, y para todo encuentra un fundamento. No me agrada.
Anteayer se trabé en ruda disputa, pues el calvo de Atenas se encontró con Epicuro proveniente de la isla de Samos y Cicerón de Tusculum. Fue una larga velada y todavía me zumba la cabeza, en parte por el vino y en parte por las recias discusiones. Ya el brindis horaciano con que inicié la comissatio nos dividió violentamente, pues cuando alcé la copa de rojo setinés en honor de los dioses y pronuncié las palabras: Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsanda tellas!, cuando ofrecí more graeco, es decir, beber vino puro, Platón arrojó a un lado al magister bibendi como el cíclope de un solo ojo a los compañeros de Ulises, echó pestes contra la esclavitud romana que no se detenía siquiera frente a la copa, y dijo que prefería el zumo de uvas de la isla de Cos, mezclado con agua de mar, según la antigua costumbre, pero luego bebió bastante y no del griego.