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Decía: -Todos aquellos que se esfuerzan por la justicia, practican la virtud con sumo desagrado, la consideran algo necesario, no algo bueno, y hacen bien en proceder de tal modo, pues es preferible por mucho la vida del injusto que la del justo. Por naturaleza, el hacer injusticia es bueno, pero malo padecer injusticia y el padecer injusticia se distingue por un mal mayor que el bien por el hacer injusticia. No fue sino cuando los hombres se hicieron unos a otros bastantes injusticias y las padecieron de otros, que les pareció ventajoso comportarse de alguna manera y no causar ni sufrir injusticias, crearon leyes y pactos, y a lo impuesto por la ley lo llamaron legal y derecho. Esta es la esencia de la justicia que está en el medio, entre lo óptimo cuando uno puede cometer injusticias sin padecer castigo, y lo peor, cuando uno debe sufrir injusticias sin poder vengarse. Entre estos dos polos se encuentra lo justo, no amado por bueno, sino encomiado por la incapacidad de cometer injusticia.

– Si reconocéis – prosiguió Platón – que aquellos que bregan por la justicia, la practican sólo por incapacidad para cometer injusticias y con repugnancia, seguid mis pensamientos: permitid a cada cual hacer lo que quiera: al justo y al injusto, y observad adónde conduce la ambición del uno y del otro. Estoy seguro que sorprenderéis en flagrante al justo aspirando a lo mismo que el injusto. Pongo por testigo a Giges, el antepasado de los lidios. Este hombre parece haber sido un pastor, un buen pastor que servía al soberano del país, pero cierto día la tierra lidia tembló, el suelo se hendió, quedó abierta una brecha y en el fondo de esa brecha, Giges descubrió un caballo de bronce provisto de ventanas. En su interior halló un cadáver de descomunales proporciones, totalmente desnudo, sin nada en su cuerpo más que un anillo. Se apoderó de él y desapareció. En ocasión del siguiente encuentro con el rey, durante el cual los pastores le informaban sobre los cuidados prodigados a sus rebaños, Giges hizo girar el anillo de modo que la piedra del mismo quedó en el interior de su mano y al punto se tomó invisible. Los presentes confirmaron el fenómeno al hablar de él como de un ausente. Contento con el hechizo, el pastor se presentó ante la esposa del rey y la indujo a cometer adulterio. Por último, acechó al monarca, le dio muerte y se apropió del poder.

– Si hubiera dos de esos anillos – arguyó Platón – y el justo se pusiera uno y el injusto el otro, sin duda, cada uno aprovecharía su posibilidad de servirse furtivamente en la plaza del mercado, visitar el lecho de la mujer más altiva, matar a sus rivales y liberar a los amigos de sus ligaduras. Cada cual obraría del mismo modo, tanto el injusto como el justo, y esto es la prueba de que nadie es abnegadamente justo, sino sólo por obligación.

Por supuesto, entendí la censura dirigida contra mí, pero antes de que pudiera ordenar mis ideas en mi embriaguez (por Baco, había bebido por cuatro), se me adelantó Cicerón, el elocuente, y le respondió.

– Si recuerdo bien, ateniense -dijo-, tú eres el autor de la consigna: los estados no podrían ser dichosos sino cuando fueran gobernados por filósofos o si todos los soberanos fueran filósofos. Yo la interpreto en el sentido de que tú, ateniense, ves la salvación del Estado en la combinación del poder y la sabiduría. ¡Qué idea atinada! Pero, según lo veo yo, tanto el poder como la sabiduría están indisolublemente ligadas a la justicia, de modo que la una parece inconcebible sin la otra. ¿Por qué hablas de repente como Sócrates, más aún, como los sofistas que emiten dos juicios contrapuestos sobre cada cosa según la dirección de la cual viene el tintineo de la bolsa? Su intelecto es de naturaleza rabulística, no verdadera filosofía, pero tú eres un hombre del intelecto y de la ciencia. ¿Por qué hablas entonces con su lengua? Nosotros, los romanos, somos renombrados por nuestro trato intransigente con el derecho, tenemos merecida fama de haber transmitido este derecho a otros pueblos, pero no me avergüenza admitir que este derecho tuvo su origen en la Hélade…

Una palabra trajo la otra, vociferante y agresivo el vino de Cos se mezcló con el setinés de mucho cuerpo y cada cual habló sin tener en cuenta al interlocutor, como si no escuchara lo que el otro decía (la algazara en el Foro, a mediodía, no podía ser más confusa).

– ¿Los dioses, los inmortales, no son un ejemplo de mi argumento? ¿Y el propio Zeus que se trocó en un toro blanco para raptar a la bella y seductora Europa que jugaba en la orilla y llevarla a la isla de Creta? ¿O Asclepio, el hijo de Apolo, a quien le han consagrado un famoso santuario en Epidauro? ¿Miente Píndaro, el poeta de Beocia, en sus himnos a los dioses cuando anuncia que Asclepio consintió por dinero curar a un rico moribundo y por eso Zeus lo ató con un rayo? Afirmo que si era el hijo de Apolo no bebió importarle la ganancia, pero, si así fue, entonces no era hijo de Apolo. De lo contrario, la injusticia no se detendría siquiera frente al umbral de los dioses – así habló Platón.

– ¿No es eso contrario a la razón, cuando la razón es el principio y el supremo bien, más importante que la filosofía misma, pues ella es origen de todas las demás virtudes? Y la razón enseña que nadie sin entendimiento, sin equilibrio del alma y sin justicia puede llevar una vida placentera y sin contrariedades, una vida razonable, equilibrada y justa. En consecuencia, la virtud y la justicia crecen junto con la vida placentera y esta no se deja separar de ellas. Me parece mejor dar crédito a la mitología y no a las ciencias naturales, pues la fe siempre te deja albergar un rayo de esperanza en cuanto a ablandar a los dioses mediante la adoración, en tanto las ciencias naturales son inexorables. Si llevas una desgracia con entendimiento, el provecho es mayor que si eres feliz sin entendimiento. Es preferible que una cosa bien preparada fracase a que una mal preparada se logre por pura casualidad – así habló Epicuro.

– La razón nos obliga a admitir que todo sucede por obra del destino. Pero yo llamo fatum, a lo que los griegos heimarmene, el orden y la sucesión de causas, en que cada causa está concatenada con otra y una cosa se origina de sí misma. De ahí que no sucede nada que no debía suceder y del mismo modo no sucederá nada que no esté contenido en la naturaleza con su causa. Por consiguiente, el destino no es lo que dan a luz miles de supersticiones, sino lo que los físicos llaman la causa de las cosas, por la cual aconteció lo pasado y también acontecerá lo por venir – así habló Cicerón.

– "¿No debemos elogiar a Foinix, el preceptor de Aquiles que le recomendó ayudar a los aqueos si le daban regalos, pero dejarlos librados a su ira si no había presentes?"

– "No os maravilléis que los vaticinadores pronostiquen el futuro, pues todo está aquí, sólo está ausente según la época, como en la simiente la fuerza de la futura cosecha". – El placer es el primer bien que nos es congénito, es el principio y el fin de una vida bienaventurada. No el placer de la lujuria y la sensualidad, sino la libertad del cuerpo de dolores y del alma de desasosiego. No son las bacanales ni las fantasías nocturnas, los placeres con efebos y mujeres, los pescados caros ni los manjares exóticos de una mesa opípara los que hacen agradable la vida, sino la razón sobria.

Ciertos signos de nuestro futuro se encuentran en la naturaleza. El habitante de Cos observa con atención la salida de Sirio y luego deduce si el año será saludable o insalubre.