Al volverse la hoja en mi beneficio, salió a luz lo reprochable en esa mujer, pues mientras evitaba al amante y lo mantenía exiliado en una islita desde la cual la capital le parecía inalcanzable, Cleopatra me envió a mi, al vencedor, sus parlamentarios, que suplicaron clemencia como niños. Hábil como la araña que teje su tela, la prostituta me rodeó de zalamería a través de Eufronio, el preceptor de sus hijos. Aunque no era insensible a la boca de miel de las mujeres, tuve presente el desliz de mi padre y deseché las bellas palabras, las adulaciones y los cumplidos almibarados para exigir la entrega de Antonio: si ya no le interesaba ese hombre debía hacerlo matar. La ramera se negó, y entregó a mi liberto Tirso, a quien había encomendado la misión, al ebrio Antonio. Más tarde se dijo que este obró cegado por los celos, porque Tirso había pasado largo rato en los aposentos de la ptolomea, pero en verdad no fue sino un último intento de venganza, ruin, alevoso e inmoral. Lo flageló como a un criminal extranjero y lo fletó en un barco a Roma con las extremidades desechas. Mandó decir que el emisario lo había irritado con su lengua atrevida y su comportamiento altanero. Su desgracia lo tenía furibundo. Si me servía de reparación, me ofrecía a su liberto para que le infligiera el castigo que él había impuesto al mío.
Más y más sátrapas que en otro tiempo habían jurado lealtad a la ptolomea, le volvieron la espalda porque comprendieron que yo, Caesar Divi Filius, había sido elegido por el destino para conducir el imperio. A Herodes, rey de los judíos le correspondió una posición clave en esto. Uno de los más leales del enemigo sobrellevó la derrota de Accio mejor que Antonio, y mientras este se lamentaba y se quejaba de su suerte, el hebreo reunió todas sus fuerzas y buscó la manera de hacer frente al descalabro. En secreto, aconsejó a Antonio que se separara de Cleopatra, que le diera muerte y de ese modo preservara su última oportunidad, pero el mismo dios que me hizo triunfar en Accio, dejó sordos sus oídos y, en consecuencia, Herodes buscó su salvación a mi lado. Se despojó de su corona y vino a mí como un ciudadano ordinario, pero no sin orgullo. Alegó que Antonio lo había hecho rey y por esa razón lo sirvió y no lo hizo con nadie más. Por lo tanto, consideraba como propia la derrota de Marco Antonio. Acudía a mí, con la esperanza de que su hombría lo salvara. Yo, Caesar Divi Filius, habría de probar qué clase de amigo había sido, y de quién lo había sido.
¿No fueron esas palabras prudentes? Le brindé, pues, mi confianza, para que no extrañara a mi enemigo.
Esperé día tras día que la egipcia me entregara a su quebrantado amante, pero nada sucedió. ¿Qué fue lo que dijo el poeta maldito?: Speremus pariter, pariter metuamus amantes.
Ciertamente, debió amar a ese héroe de las mujeres. ¡Por Júpiter, hubiera salvado su cabeza si hubiese abandonado a Antonio a su suerte! No lo hizo y confieso libremente que me defraudó.
El solo recuerdo de esa mujer me ha provocado un derrame de bilis y he regurgitado un humor acerbo y verdoso que ha manchado el pergamino. Quiero concluir aquí… debo hacerlo. ¡Ramera egipcia!
LVII
Jamás me sobrepondré de esa derrota sin lucha que me infligió Cleopatra. Todavía me duele la espina. Dos veces subí a la cuadriga como triunfador con el atavío festivo de Júpiter Optimus Maximus, tres veces celebré el triunfo curul y el Senado me adjudicó más triunfos que yo rechacé, sometí a todo el orbe y goberné con clemencia, pero con esta mujer fracasé. Lo único que por fuerza admiré en ella fue su orgullo que la acompañó hasta la muerte. Sólo los grandes son realmente orgullosos, los pequeños son vanidosos.
Cuando llegue mi última hora quisiera tener el mismo orgullo de esa gran prostituta que aun frente a una muerte segura puso en escena un gran espectáculo, digno de un Esquilo en certamen de trágicos durante las grandes Dionisias. Temo morir una muerte fatua, con cantos plañideros en derredor del lecho mortuorio y ofrendas de humo en los altares, que me peinen el cabello sobre la frente, apliquen carmín a mis mejillas, me aten la barbilla cuando caiga laxa y me ofrezcan una copa de adormidera para lograr la eutanasia. Sería una muerte indigna y estremecedora. ¡Por las sierpes de las cabelleras de las Furias, así sólo muere un nuevo rico, lleno de grasa y de dinero, que ofrece el espectáculo para la parentela, no un Caesar Divi Filius! ¿No dijo mi divino padre Julio a sus asesinos con voz decepcionada et tu, mi fili, antes de cubrirse el rostro con latoga a la manera de un general y morir de pie? ¡Cuánta dignidad! Nada de luto ni lágrimas, nada de autocompasión, sino compasión por los asesinos… ¡Real grandeza!
¿Y la egipcia? No sin envidia e impulsado a decir la verdad sin adornos, quiero narrar la muerte de Cleopatra, tal como me fue informada. ¡Oh, qué agonía, qué óbito!
LVI
Mientras Antonio escribía cartas lacrimosas que sin contestar, yo tomé las fortalezas fronterizas de Pelusio con el apoyo de Herodes y me encontré frente a las puertas de Alejandría. Estaba preparado para librar una batalla, al menos en cuanto al estado de mis intestinos), pero no vale la pena hablar de la toma de la capital. Las espadas no fueron desenvainadas ni se usaron las lanzas. En las calendas de Sextilis entré en ella con mirada de vencedor. Al regreso a Roma, el Senado y el pueblo exigieron que ese día se celebrara cada año con un día festivo, y el mes que hasta entonces se conoció con el nombre de Sextilis recibió el de Augusto en mi honor.
A la victoria sin lucha en tierra, siguió la rendición la flota enemiga, pero en un principio no pude encontrarse a Cleopatra ni a su enamorado amante. Hubo intercambio de noticias entre las distintas localidades, hasta que Diomedes, el escriba, transmitió a los romanos la noticia del suicidio de la reina. La ptolomea había planificado con serenidad el curso de la historia, pues con esa falsa información no perseguía otro fin que enviar a Marco Antonio a la muerte. Su orgullo le impedía, por cierto, buscar la muerte, la admisión de su fracaso, antes que Marco Antonio. Desesperado, tal vez en estado de ebriedad, que él refirió a la sobriedad en sus últimas semanas de vida romano se arrojó sobre su espada. Agonizaba cuando supo que la egipcia vivía y se había encerrado en su mausoleo en el templo de Isis.
El moribundo yacente en su camastro fue mitad mediante una cuerda hasta lo alto del muro.
Presumiblemente, Antonio expiró en sus quiero creer que las últimas palabras de su boca fueron para asegurar que no moría ignominiosamente por cuanto lo había vencido un romano.
Hoy, a cuarenta y cuatro años de esos eventos y cara a cara con mi propia muerte, puedo admitir que el encuentro con la soberana egipcia me causó temor. Habían llegado a mi conocimiento demasiadas noticias perturbadoras, misteriosas e inexplicables de su vida, de modo que me asustaban sus hechizos. ¿Qué debía hacer? ¿Matarla por haber seducido al Divus Julius y concebido un hijo suyo? Eso me pareció brutal e impropio de un hombre de paz. ¿Aherrojaría y pasearla por Roma en señal de triunfo? Hubiera sido una afrenta para el prestigio de mi divino padre. Ciertamente, podía desterraría como a mi hija Julia o meterla en un lupanar, pues ese era su verdadero lugar, pero todo hubiera creado mala sangre y la certeza de que un día volvería a asediarme.