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Antes de partir a Roma hice cundir una noticia de la mayor infamia, según la cual la arrastraría triunfante por toda la capital del imperio, pues estaba seguro que Cleopatra se adelantaría y escogería el suicidio. Mandé a Epafrodito, su guardián, que se mostrara ciego, sordo y mudo si a la egipcia se le ocurría coger un puñal. Estaba convencido que lo elegiría si decidía acabar con su vida, pero después de su espectacular suicidio supe que ya lo había preparado con bastante anticipación y que había probado el efecto de varios venenos en animales y hasta en esclavos, según se aseguraba.

En los idus de Sextilis, antes de que subiéramos a las naves, Epafrodito vino a yerme en el campamento portador de una carta sellada de la ptolomea en la cual expresaba el deseo de ser sepultada junto a Marco Antonio. La carta no contenía nada más, pero supe en el acto que Cleopatra había puesto fin a su vida.

Si vivió como una ramera, murió como una soberana, digna del gran Alejandro, su antepasado. Yo que la había evitado en vida, rehusé verla muerta, pero me proporcionaron una exhaustiva descripción de cómo fue hallada en sus ornamentos reales, sonriente, sobre una cama de oro, sin huellas ni señales de haber luchado con la muerte que le procuró una sibilante áspid metida en un cántaro en el cual la reina sumergió su brazo sin que los guardianes lo advirtieran. De este modo puso fin a sus días según su deseo, no el mío. Horacio cantó con estas palabras tan orgulloso óbito que yo le envidio:

Pero ella quiere morir más noble.

Ni ante el acero tímida tiembla

ni con su nave rápida

busca orilla que la defienda.

Corre a su alcázar. Sereno el rostro

ve su desastre. Con entereza

coge las sierpes y al pecho aplica

las sucias bocas que la envenena.

Muere arrogante, como ella quiere

no en nave extraña, ni entre befa

de vencedores llevada en triunfo

como una humilde mujer cualquiera.

Yo, Imperator Caesar Augustus Dlvi Filius, me pregunto: ¿quién cantará mi muerte?

LV

Hoy, con la distancia que dan los años, la despreocupación con que emprendí la aventura egipcia yace oculta bajo las arrugas de mi rostro y el espejo delata la desaparición de mi sonrisa, el brillo de mis ojos y un frío cinismo. Hoy, la victoria de Accio y la toma de Egipto se me antojan incomparablemente más importantes que en aquel tiempo, y no pocas veces juego con la suposición: ¿qué suerte hubiera corrido Roma, si no hubiera sido yo el vencedor y sí Antonio y su meretriz?

Júpiter (aquí vuelvo a vacilar), porque no serían invocados los dioses romanos, sino Amon, Mut y Chons, esos dioses vacunos y caprinos que, no me atrevo siquiera a pensar en ello, se aparean con toros, mientras que otros preñan a sus hipopótamos o los hacen derivar río abajo despedazados según la voluntad divina, para preocupación de la amante hermana y esposa. ¡Por la barba trenzada de Osiris! ¡Qué abyecto pensamiento, invocar al vendado juez de los muertos en lugar de Baco con su tirso! Amón hubiera desplazado a nuestro Júpiter Capitolino, en lugar de recibir ricos presentes, los romanos deberían pagar duros tributos, la pobreza dominaría el territorio itálico y no quiero ni pensar en mi propia suerte. Para desventaja de Roma, Atenas alcanzaría nuevo prestigio en razón al idioma común con la capital alejandrina y sus antepasados comunes. Roma sería provincia al borde del imperio, comparable a la desesperada Cartago en su ocaso. Nuestro actual orgullo de ser un vir vere romanus, equivaldría a una ignominia y escupirían la tierra al escuchar el nombre del Caesar Divi Filius. En lugar de describir la misión del troyano Eneas, el antecesor romano que por voluntad de Júpiter fundó un imperio de moral y orden, Publio Virgilio Marón hubiera hablado de la historia familiar de los Ptolomeos, obligado a ser un adulador. ¿Y Horacio Flaco? No hubiera vertido en el papel ni una Carmen, ni una sátira, pues Horacio aspiraba la dicha de ser romano como el aire embalsamado de su Sabinum. Sólo de este modo llegó a ser uno de los más grandes. Pero la grandeza, el único concepto genuino que siempre estuvo relacionado con Roma, hubiera sido relegada, escarnecida, prohibida en favor de la arrogancia ptolomea.

Yo, por el contrario, Caesar Divi Filius, después de mi victoria puse al país del Nilo bajo las órdenes de un praefectus Aegypti, permití que el pueblo conservara a sus deidades de cabeza de toro y sólo castigué con la pena capital a aquellos que me hubieran puesto en peligro o representaban una amenaza para el futuro del Estado romano. Nadie, ni siquiera mis enemigos, pudo reprocharme que mandara matar al bastardo, Ptolemaios Caisar Theos Philopator Philometor (¡qué horrible suena ese nombre!) cuando huyó de mi gente. Es posible que haya sido el hijo carnal de mi divino padre Julio o no (jamás lo creí seriamente), pero no dejó de ser lo que siempre fue, un Cesarito. A Antulo, el hijo mayor de mi adversario, lo hice decapitar, aun cuando buscó refugiarse junto a la estatua de mi divino padre, no por ciega sed de venganza, sino por temor a que conspirara contra mí. En cambio respeté la vida de sus otros seis hermanos que fueron criados por Octavia junto a su propia familia.

A mi regreso, los romanos me colmaron con sus interminables aclamaciones. El tercer día anterior a los idus de Januarius cerré las puertas del templo de Jano, en señal de paz en todo el imperio y al llegar el verano me tributaron un triple triunfo: el dálmata, el de Accio y el de Alejandría. En ese momento empezó realmente la Era de Augusto, si bien este título no me fue otorgado sino dos años más tarde, una época ligada siempre a los conceptos de bienestar y paz, concordia y felicidad, justicia y disciplina. El imperio estaba pacificado, por lo tanto, podía dedicarme a la reorganización del Estado y cargar sobre mis hombros los destinos de Roma, como Eneas el escudo.

¡Misión nada fácil para un hombre de treinta y cinco años que llama a su madre Saturnia Tellus! La tierra itálica engendró muchos hijos e hijas, pero los menos siguieron mi ejemplo. Yo ambicionaba un imperio universal según el modelo de mi divino padre Julio o del gran Alejandro, quienes alimentaban el sueño de llevar las insignias más allá de los hitos que demarcaban las fronteras. Por cierto, hoy me pregunto si un Imperium Romanum más pequeño, no hubiera sido más dichoso.

¿Pero qué podía hacer? Reuní lo que Antonio había regalado y dilapidado con desmedida prodigalidad. Chipre y Cirene volvieron a ser provincias romanas. Restituí la independencia a las ciudades fenicias de Siria, al igual que a Ascalón y Calcis. Dejé contento a Herodes al devolverle sus plantaciones de balsameros y Palestina por añadidura. Asimismo, se permitió a Femetalces de Tracia y a Deiotaro de Paflagonia conservar sus reinos. El rey Amintas recibió Isauria y la Cilicia tracia que Marco Antonio había regalado a su amada, y a Arquelao le dejé su reino de Capadocia.

Busqué establecer los límites del imperio según la naturaleza, no según los mapas y menos aún según la voluntad de los estrategas. En el norte y en el sur me los fijaron las estepas y los desiertos, en el oeste el océano, y en el este el más grande de los ríos: el Eufrates. Por esa razón dejé en paz a Artajerjes de Armenia y a los partos, aun cuando todavía tenían en su poder las águilas imperiales que Craso había perdido en Carras, pues se me antojaba más importante un imperio pacificado que una comarca del mapa que retuviera nuestras águilas.