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LIV

¡Júpiter, me han descubierto! El perspicaz Tito Livio, que me visita regularmente para discutir conmigo sobre la historia de Roma, señaló la corcova sobre mi dedo mayor y dijo: – "La huella de la pluma delata al escritor."

Al principio alegué no comprender y le pregunté cuál era el significado de sus palabras, pero por toda respuesta Livio puso su mano junto a la mía y entonces observé que la zona deprimida de mi dedo no se diferenciaba en nada a la del suyo.

Una sonrisa astuta dibujó cien arrugas en su rostro viejo cuando dijo:

– ¡César, no irás a quitarle el pan a un anciano historiador!

En boca de ese hombre que escribió la historia del imperio en más de cien libros ab urbe condita, aquellas palabras sonaron a burla y no me pareció oportuno mentirle al viejo (¡Júpiter, yo le llevo tres años!). Posé mi mano sobre su boca en señal de que jamás habría de repetir lo que iba a confiarle y luego le hablé de mi ímprobo trabajo.

– Lo sabía, no puedes engañarme, César – dijo Livio, y al percatarse de mi perplejidad añadió-. Puedo reconocer tu actividad aun sin ver las huellas en tu mano, lo reconozco en tu silencio.

– ¿En mi silencio?

– Los escritores guardan silencio, callan respecto de las cosas sobre las cuales antes hablaban con deleite, pues el silencio es la etapa previa a la escritura. Contempla tan sólo a los párvulos que luchan con el estilo. Cada uno de sus intentos de escribir va precedido por un breve silencio. Es un instante de concentración de las ideas. Tú, César, tenías predilección por hablar de la muerte, la hora de morir, la vida después de la muerte, pero desde hace unas semanas no mencionas ese tema. ¿Qué mayor evidencia de que estás escribiendo sobre el particular?

Revelé pues al sagaz pataviés * el enigma de mis postreros cien días y expresé mis reparos acerca de si valdría la pena escribir para la posteridad, si bien era saludable para mí.

¿Valer la pena? Livio sonrió. Dudaba que él estuviera haciendo algo que valiera la pena cuando describía la historia del pueblo romano desde un principio, ni osaba afirmarlo sin dudas, pero le causaba una profunda satisfacción conservar los comienzos de Roma y, si su nombre permanecía ignorado entre el gran número de historiadores, la fama y la grandeza de aquellos que opacaban su nombre sería su consuelo. Así habló el hombre que, locuaz como Cicerón e impetuoso como Demóstenes, conservó con rigor aqueo los acontecimientos de la historia romana, desde el desembarco de los troyanos en suelo itálico hasta la batalla de Accio.

No lo amo como a Agripa, pero me merece enorme respeto y lo llamo mi amigo. Ciertamente, no es un ardiente adepto de mi política y jamás ocultó sus ideas republicanas; por su juicio acerca de Cneo Pompeyo lo llamo a veces “pompeyano” en tono de mofa, pero sus escritos son insobornables frente a la propia convicción, y ni los hombres más acaudalados del Estado fueron capaces de desviar el fluir de su pluma, ya fuese por vanidad personal o por el afán de hermosear en su beneficio los hechos del pasado.

Sólo los débiles prohíben las ideas, y donde las ideas son prohibidas, el Estado se vuelve enfermizo. ¿Acaso el Divus Julius, mi divino padre, no me dio un luminoso ejemplo? No contestó con discursos infamantes el escrito de Cicerón, en el cual pone a Catón por el cielo, sino que reaccionó con una sobria réplica. Envidio a Livio su fama irreprochable que trajo a Roma hombres de Gades y Tarso, sólo por encontrarse con él una vez. El César tiene muchos admiradores, pero el número de sus enemigos, que me obliga a rodearme de una guardia personal de mil custodios, no es menor. Livio, en cambio, no necesita guardián personal aunque nuestro quehacer es el mismo. Ambos amamos nuestro Estado, él al esclarecer el pasado para mostrar qué es lo digno de imitar hoy para el propio bien o el del Estado, o qué puede ser evitado después de desdoroso comienzo y terrible final; yo, al encauzar el presente, según el ejemplo de nuestros antepasados a quienes Livio ha descrito con tanto acierto.

Tampoco es un secreto que él no me ama sino que me respeta. Desdeña todo principado y llama la atención sobre doscientos cuarenta años de reinado romano, que siempre hizo infeliz al pueblo, y ni que hablar de ejemplaridad. Así, ninguno de los reyes que alguna vez gobernó Roma sale bien parado, ni el primero ni el último, pues el crimen, el homicidio y la violencia son sus constantes acólitos. Empecemos con Rómulo. Fue el primero en surgir de un acto de violencia cometido por Marte con la vestal Rea Silvia. A su vez, se libró por la fuerza de su hermano gemelo Remo y aun en tiempos de paz, sabe informar Livio, se rodeaba de trescientos custodios armados. Con fina ironía, duda de las oscuras nubes que habrían envuelto al rey como manto protector para llevarlo al cielo. Ya en aquellos días, dice, hubo gente que "murmuraba por lo bajo" que Rómulo había sido asesinado. No fue diferente la suerte corrida por Tarquino, el último rey. Abusó de la manera más ultrajante de Lucrecia, la esposa de un amigo, y la amenazó con la espada si no se sometía a sus caprichos. La mataría y dejaría en su lecho el cuerpo desnudo de un esclavo recién estrangulado y todos creerían que la había sorprendido en flagrante adulterio. Semejante amenaza venció la resistencia de la virtud, pero después que la desdichada indicó a su esposo las huellas del extraño en su propio lecho, se quitó la vida con un puñal. Esta fatalidad conmovió a los romanos más que la propia desventura, pues el rey convirtió a los soldados y trabajadores libres, en canteros y esclavos. En consecuencia, lo desterraron junto con su familia y lo asesinaron para vengarse de él.

Livio dice que todos los reyes son tiranos y el pueblo teme a los tiranos como al fuego.

Le pregunté si yo era un tirano.

– No eres un tirano, César -me respondió-, pero sí una especie de rey.

– ¿No acabas de decir que los tiranos y los reyes son una y la misma cosa?

Livio guardó silencio, fiel a su distinguida modalidad y sólo cuando ya se marchaba expresó:

– Tú eres un César, y eso es más que rey.

– ¿Entonces soy más que tirano? – grité a su espalda.

Ayer, quinto día previo a las calendas de Quintilis, no obtuve respuesta a mi pregunta.

LIII

¡Cómo centellea el rojo setinés en la copa! ¡Nunc est bibendum!

Cada vez me cuesta más retener las ideas, no sólo porque el ojo derecho que aún me queda lagrimea y me niega su servicio al cabo de corto tiempo, sino también porque las fallas de mi memoria son más y más frecuentes. ¡Qué mundo es este en el que nos pasamos la vida entera aspirando la cultura y la sabiduría, y apenas hemos logrado una pizca de esos bienes, morimos como un árbol después de la cosecha! Como el árbol del que se han recogido los frutos, perdemos todos los accesorios que nos adornan, se nos caen los dientes y el pelo, la piel se marchita y arruga y el estómago no tolera sino los alimentos livianos, propios de un párvulo. Buscas en las circunvoluciones de tu cerebro nombres, fechas y sucesos, pero no encuentras sino embrutecimiento o cosas supuestamente correctas que más tarde prueban ser equivocadas. No me excluyo en este aspecto de la masa humana y por momentos dudo de mi divinidad ¿un Júpiter que se atasca al hacer el recuento de sus amantes, un Jano que olvida el comienzo de un final, Apolo que no recuerda el nombre del dragón?

Jamás gocé de la memoria del Divus Julius, capaz de rememorar en todo momento el número de los caídos por su intervención como si hubiera acabado de suceder (si recuerdo bien y mi memoria no vuelve a jugarme una mala pasada, al final de su vida sumaban 1.192.000). Mi divino padre podía escribir y leer al mismo tiempo, escuchar las noticias y dictar, y cuando dictaba empleaba hasta siete escribas. Jamás fui un Ciro que llamaba por sus nombres a los soldados de su ejército integrado por varios millares de hombres, tampoco un Escipión que hizo lo propio entre los romanos, ni siquiera un Cineas, el embajador del rey Pirro, quien al día siguiente de su llegada a Roma supo llamar por sus nombres a todos los patricios y senadores de Roma. En cierta medida domino la lengua de los griegos, bastante difícil para un romano, pero no soy un Mitrídates, rey de veintidós pueblos y capaz de hablar en otros tantos idiomas.

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* Así en el original impreso. El gentilicio correcto es patavino, -a (del lat. «Patavïnus», de «Patavíum») adj. y n. Paduano.