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Así le hablé al espejo y lo hice callar. El espejo es mi otro yo, mi conciencia que me enfrenta desde la plata. Llamadlo pueril o senil, calificadlo como queráis, yo vivo con mi imagen, charlo con ella y me acompaña. Ciertos días la amo y por momentos la aborrezco (¿debo avergonzarme por confesarlo?) ¿Acaso Aristóteles, a quien nadie se ha atrevido aún a negarle grandeza, no hablaba con su alma, si bien jamás la había visto, como él mismo admitió? Así es, más aún, forma parte de las cosas más arduas conseguir alguna certeza acerca del alma. Pero conozco bien a mi imagen reflejada y necesito contemplarla un rato bastante largo antes de que empiece a hablar por impulso propio. Es como si saliera de mi propio yo para hablar conmigo. Vivo con mi espejo como con un amigo, lo saludo cada mañana, me enojo con él por su perverso rigor y cuando lloro es cuando más lo amo.

Nunc est bibendum!

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, tomé un espejo en la mano para saber qué diría mi imagen. A juicio del César, es menester mirarse un buen rato para entender el lenguaje de la propia alma. Pasé media noche mirando al espejo con los ojos casi fuera de las órbitas, a la luz de la lámpara. Tener que contemplarse a sí mismo es una tortura y al cabo de corto tiempo uno se siente estúpido. De todos modos, no escuché nada, excepción hecha de los sonidos que yo mismo causé. Esto me sugiere dos preguntas: ¿estará loco el Divino? o ¿careceré de alma? Tal vez sólo posean alma los intelectuales y los filósofos, o quienes nacieron libres, como los romanos. Fuese como fuere, hasta ahora no eché de menos este dispositivo. Al contrario, cuando leo las dificultades que le causa su alma al Divino, renuncio a ella de buena gana.

LII

Me gusta el rojo setinés. Doy gracias a Baco por él.

LI

Detesto el rojos setinés. Se escapa…

Se me escapa por arriba y por abajo. Asco…

L

Desde hace dos días no abandono el lecho y aun para evacuar los humores de mi cuerpo Antonio Musa me acerca un recipiente de vidrio en el cual introduzco mi dolorido pene. ¡Por el portentoso hijo de Apolo, la vejiga me va a matar! A intervalos irregulares el dolor me lacera las entrañas como un puñal. Hasta ayer ya no deseaba vivir, estaba dispuesto a renunciar a los días que me quedan y prefería la muerte a la vida.

Musa me trató como a una gallina muerta. En medio de atroces tormentos me metió en el ano sus dos dedos más largos, semejantes a patas de araña, lo cual me hizo vomitar por allí, como por el gaznate cuando el estómago está repleto. Simultáneamente, me oprimió el abdomen con la otra mano como si fuera el vientre de una parturienta, para poder palpar mi vejiga con los dedos de la otra. Lograda la operación que me llevó al borde del desvanecimiento, Musa movió la cabeza satisfecho como si se hubiera confirmado su sospecha y en respuesta a mis apremios me reveló su descubrimiento: en mi vejiga se habían acumulado piedras más grandes que las pepitas de oro que lavaban del río lucanés los habitantes de Tunos. Musa propuso extirparías según el más novedoso procedimiento conocido para evitar el envenenamiento de la orina o la rotura de la vejiga.

El dolor en mis entrañas me nubló los sentidos al extremo que autoricé a Musa a realizar los preparativos para la intervención, pero cuando sus ayudantes me separaron las piernas como en el potro de tortura y ataron cada una al borde de la cama con correas de cuero, les ordené detenerse y pedí explicaciones. Musa me hizo notar lo apremiante del caso, pero no le permití proceder hasta que me aclarara los pasos a seguir. Me dijo entonces que haría con la mano entera lo que momentos antes con dos dedos, y en la mano llevaría un bisturí para abrir la vejiga. Mediante unas pinzas de pico largo extraería piedra por piedra y luego dejaría que la herida se curase por sí sola de manera natural.

Solamente volcar en el papel este procedimiento hipocrático me priva de los sentidos. Injurié a Musa llamándolo inhumano por pretender realizar esta clase de operaciones en un cuerpo vivo. ¿Qué lo diferenciaba ya de los temibles alejandrinos que maltrataban a los muertos, los envolvían en hierbas, corteza y cáñamo para impedir la descomposición y luego los cortaban pedazo a pedazo, por amor a la ciencia, según anunciaban? Yo, Caesar Divi Filius pregunto qué extraño amor es ese que presta más atención a los 300 huesos, 500 músculos, 210 articulaciones y 70 canales sanguíneos que al individuo entero, al hombre.

Eché a Musa de mi presencia junto con sus siervos pálidos como cadáveres y le grité todo mi dolor. Sentí entonces un alivio momentáneo, como si hubiera sido una señal de los dioses. Fue una de esas oleadas de bienestar que se apoderan de mi cuerpo, consistente en la transición del dolor a la sensación de librarme de él. El galeno se marchó, pero a poco regresó con un menjunje de semillas de hiedra y vino añejo, que bebí ávido a pesar de su sabor amargo. ¡Por Esculapio, no hubiera vacilado en beber ojos de rana en sangre de buey si me hubiese prometido alivio!

Antonio Musa me advirtió que la hiedra separaba a los médicos como el Rubicón a la madre patria de las provincias. Unos consideraban que obraba milagros, otros la tenían por mortal, pero él había descubierto el secreto de la hiedra y la distinguía por su sexo. La hiedra hembra tiene hojas duras y crespas, un tallo grueso y un gusto ardiente. Es perniciosa para la vista y esteriliza a hombres y mujeres. La planta masculina, en cambio, quita los calambres, ablanda los pechos de las mujeres, favorece la menstruación y la expulsión de la placenta, pero sobre todo tiene propiedades diuréticas.

En el templo de Esculapio haré colocar una estatua de oro del tamaño del trigo cartaginés, en honor a la hiedra, a la hiedra macho, se entiende, para conmemorar el alivio de los tormentos del Divus Augustus, y a Musa le erigiré una estatua junto a la de Esculapio.

XLIX

En las calendas del mes Quintilis, yo, Imperator Caesar Divi Filius, me veo por primera vez libre de los peores dolores, pero apenas abandoné mi hedionda cama el destino me sorpendió con un nuevo golpe. ¡Cómo me horroricé al mirar por la ventana! La verdeante fronda del roble que pocos días antes prometía nueva vida se veía marchita y achaparrada a la luz del sol, condenada a muerte. Esto ha matado mi última esperanza de que el portento de la naturaleza castigara las mentiras de los agoreros. Ya ha pasado la mitad de los días que me quedaban y conviene mirar discretamente hacia la salida. Sé sincero, amigo, sería poco deseable que este decrépito y envejecido que huele más a mortalidad que a ser humano viva más de lo que se le prometió. Habla, ¿por qué te aferras de este modo a tu vida? Levanta la piel marchita de tu pecho y de tus brazos y luego suéltala. ¿No cae fláccida como un trapo mojado? Y tus piernas que se niegan más y más a sostenerte ¿no se parecen a verdes tallos que engrosan en nudos? ¿Qué quedó de todo tu orgullo, tu cabellera? una rala corona. Y ahora que ya no ofreces una imagen agradable a la vista, la debilidad de tus ojos te impide apreciar la belleza del universo.

Llamé a Musa para que me quitara el asco que amenaza asfixiarme. Arden mil piras funerarias y el humo no me deja respirar. Mi médico me dice que los romanos más ancianos habían ordenado a sus herederos que condujeran a la colina capitolina víctimas propiciatorias en acción de gracias, porque yo, Caesar Divi Filius, los había sobrevivido. Según me informó, arden por toda la ciudad hogueras festivas porque doblegué a la muerte como Esculapio, quien, si recuerdo bien, fue herido por el rayo de Júpiter. Yo me inclino a creer que son piras funerarias, creo que Musa anunció mi muerte y ahora está sorprendido de que viva aún. Vivo con oleadas de dolor en el vientre, pero vivo.