Desde que le impedí practicar en mi aquella operación dudo seriamente si pensaba emplear su técnica en mi beneficio o en el suyo, si mis enemigos no lo habrán sobornado con el propósito de poner a mi vida prematuro fin. Todavía me falta la última prueba. Pero, ¿por qué me miente mi médico a falta de un mejor saber? ¿Por qué consideró buenas las perspectivas de éxito de la intervención cuando es sabido que durante mi gobierno, y este lleva ya más de cuarenta años, apenas sobrevivió una docena al procedimiento del cortador de piedras?
En la vejez no ha disminuido el número de mis enemigos. Quien impera sobre los hombres no puede esperar general aprobación, y si me resulta difícil acabar con mis enemigos, más me cuesta aún entenderme con mis amigos. Muchos de los que se llamaban mis amigos, probaron ser enemigos cuando estuvo en juego su propio beneficio y, si he de ser sincero, el egoísmo tampoco se detuvo ante mí: no, cuando codicié a Livia, la mujer de mi amigo Tiberio Claudio; no, cuando me interesó aumentar el propio bienestar con las ganancias provenientes de las provincias. Sólo le di a Agripa lo que le debía, ni un as de menos, pero tampoco de más, como si la amistad fuera una cuestión de réditos. ¡Mercurio, esto me remuerde la conciencia!
Siempre desconfié de Musa y de sus misteriosas pócimas, así como recelo de toda clase de medicina. Jamás lo llamé amigo. Se cuenta entre esa especie de médicos que sólo practican su profesión con miras a lo que les redituará y se hacen pagar con oro cualquier servicio. Musa es un liberto y se merecía la libertad, pero hoy ostenta la riqueza que amasó gracias a mi precaria salud, pues cualquier movimiento de mis intestinos incrementaba su fortuna. Pero no sólo esto. A poco de quedar yo restablecido de la gota, el Senado le otorgó el derecho de usar anillos de oro y, repuesto yo de la diarrea, exención vitalicia de impuestos. ¿Qué otras hazañas quedaban por hacer?
No exagero. Si me dolía una muela y Musa hallaba una bebidita eficaz, se hacia extensiva la exención de impuestos a sus descendientes. Si la gota torturaba mis rodillas me calmaba con cataplasmas calientes de hierbas y el beneficio se extendía a todos los médicos que llegara a producir Roma. Se me ocurre que a los médicos jamás se les retribuye con la debida largueza. Sin embargo, muere más gente por culpa de sus médicos que de sus enfermedades. Musa fracasó deplorablemente con sus baños fríos y bebidas, cuando Marcelo, mi amado sobrino y yerno, enfermó de la misma fiebre que amenazó segar mi vida. Ambos fuimos sometidos a la misma terapia. Yo sobreviví gracias a los dioses y porque mi endeble naturaleza se resistía a una muerte temprana, pero Marcelo, que jamás había tenido una enfermedad, falleció al día siguiente a los diecinueve años.
Con la pena que sentía por mi querido sobrino se mezcló ya entonces la duda de si Musa no habría hecho suya la misión de Morta, si no se habría enredado en las redes de Fortuna como cualquier otro romano, si su arte no seria sino un bien pagado convertir en realidad ciertas esperanzas.
Pronuncié la oración fúnebre frente a la pira en el Campo de Marte, hecho un mar de lágrimas y mientras las palabras expresaban el dolor de mi corazón y las llamas se alzaban inexorables, eché una repentina mirada al rostro de Tiberio. Claudio Nerón, el hijo de mi esposa Livia y me horroricé: ni un asomo de condolencia se reflejaba en aquellas facciones, y por supuesto ni qué hablar de dolor, cuando debía estar consternado por la suerte del amigo de su misma edad. Musa estabá a su lado, el rostro pétreo, la mirada apartada de las llamas, contrariamente a lo que corresponde a un romano pío. Transido de dolor, como si el difunto hubiera sido mi propio hijo, no le di mayor importancia al incidente, pero años más tarde los frecuentes encuentros de Tiberio y Musa, más frecuentes de lo que hacia necesarios el estado de salud del primero, me trajo a la memoria lo advertido durante las exequias de Marcelo.
Hijastro y sobrino fueron amigos desde un principio, pero de hecho sólo había lugar en la historia para uno de ellos. Hubiera deseado que fuera Marcelo, pero sus cenizas descansan desde hace treinta y siete años en mi mausoleo en el Campo de Marte.
A pesar de lo mucho que amé a Livia (escribo amé y no me sorprendo), su hijo Tiberio siempre fue un extraño para mí, aun después de adoptarlo a instancias de su madre. La circunstancia de que amara más a Octavia, su tía, que a Livia, no me pasó inadvertida y no hizo sino agudizar lo encontrado de mis sentimientos hacia el muchacho. Tiberio es impredecible y falso como una serpiente y no me extrañaría que él, a quien instituí heredero testamentario, haya buscado la colaboración de Musa para poner a mi vida prematuro fin. ¡Por Júpiter! Tiberio cuenta ya cincuenta y seis años, la edad en que halló la muerte el Divus Julius. Yo mismo daba por vivida mi vida a los cincuenta y seis, eliminados ya todos mis enemigos y perdidos los amigos. Virgilio, Horacio y Mecenas se habían marchado antes que yo, y a mí me quedaron dos decenios para llorarlos. ¡Empezar su vida a los cincuenta y seis años, qué idea atroz!
XLVI
Desde hace días me atormenta el pensamiento de si hice bastante por la inmortalidad. En verdad, la Pax Augusta fertiliza los campos, adorna las ciudades, y los mercados están abarrotados de mercancías. Jamás fue mayor la riqueza y más bajos los intereses que en estos tiempos. El hartazgo hace lanzar al pueblo sonoros eructos y nunca se lo ha visto tan rechoncho. Como las vacas en las dehesas de Campania regurgitan en su saciedad, no dejan de masticar con deleite y una y otra vez empiezan a manducar de nuevo. Cuando no hay guerra, imperan los instintos: la gula, la fornicación, la dulce vida y, ocasionalmente, las artes se desperezan.
Pero una ojeada a los anales me delata algo amenazador: en ellos jamás se registró la paz, sólo las guerras parecen dignas de mención. En mis cuarenta y cinco años de gobierno, la guerra jugó un papel secundario, como el coro en la tragedia que, si bien dirige la acción, nada tiene que ver con los personajes que actúan. Hoy nadie habla ya de la prudencia y la bondad de mi divino padre, pero hasta un niño es capaz de enumerar sus batallas y decir el número de enemigos muertos. Debo admitirlo, traté de imitarlo en mi Res gestae, pero apenas hube concluido me alarmé: lo digno de mención cabía en una sola tablilla, aun cuando mencioné cada uno de mis actos entre los diecinueve y los setenta y seis años.
Clemencia y justicia, amor a la patria y paz ocupan bastante menos lugar que el imperio de la violencia y la corrupción, el afán de lucro y las guerras. Pues la historiografía no es cuestión de lógica e inteligencia, la historiografía nace del ideal de una posteridad exagerada. La paz, dicen los filósofos, no es sino la ausencia de la guerra y esta es un estado natural, o como lo expresa Homero: el hierro seduce y se lleva al hombre consigo por si solo. Desde la fundación de la ciudad la espada segó más que la hoz y temo que a mi muerte no será distinto. Un pueblo que se da el lujo de tener veinte fetiales, que durante toda una vida no hace sino declarar la guerra a sus enemigos, no se merece la paz.
Días atrás informé sobre las razones de mi amor por la paz. Las resumiré en una frase para la posteridad: aborrecía la guerra. La aborrecía porque la temía, todo lo demás ya ha sido dicho. La guerra es un maestro brutal, no sólo deroga leyes, sino trueca las acciones de los hombres en lo contrario: la arremetida impremeditada se vuelve valentía, a la reflexión se la llama de pronto cobardía, las buenas costumbres se consideran el embozo de un carácter timorato; los fanáticos y los agitadores pasan por personas merecedoras de crédito y por sospechosas quienes los contradicen. La bajeza y la perfidia se equiparan a la prudencia y de quien las ve al través, se dice que tiembla ante el adversario. Cosecha loas quien se anticipa a los planes perversos con acciones perversas, y, en general, el hombre prefiere ser tenido por un malvado, pero sagaz, y no por un tonto, aunque decente. Lo uno lo avergüenza, de lo otro se ufana.