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El autor de estas sabias palabras es Tucídides, uno de los más grandes hombres de la antigua Hélade antes de su decadencia, quien encontró en Salustio un aplicado imitador que dijo lo siguiente sobre su arte de historiador: "Quien busca conocer el pasado como también el futuro, que de acuerdo con la naturaleza humana seguramente volverá a ser lo mismo o parecido, puede tener por útil mi descripción y esto me satisfará." Leí repetidas veces su prosa de rigurosa composición, en la que describe la guerra civil, y si me llevo por lo que afirma, tiemblo por el futuro de Roma, porque la venganza, la brutalidad y la ley del más fuerte siempre prevalecerán por encima del derecho y de la virtud. ¡Ah, si Tucídides pudiera componerme un monumento con palabras como a Pausanias, el espartano, o a Temístocles, el ateniense (ambos sufrieron una muerte indigna, pero sus nombres gozarán de elevado prestigio por toda la eternidad, porque el ateniense ensalzó sus hazañas).

La esencia del Estado es el poder, decía Tucídides y cosechó silencio de Platón, porque este consideraba la esencia del Estado a la justicia. Se produjo así el desacuerdo entre dos hombres amantes por igual de la paz, pero cada cual a su manera. Me pregunto, por qué justificamos nuestro cruento oficio por espacio de centurias mediante nuestra humana civilización que a los extranjeros les es tan remota como a un romano la religión de los egipcios. No me convence lo que afirman los filósofos en la provincia de Aquea donde Heráclito, "el plañidero", quiso hacernos creer que la guerra es la madre de todas las cosas. Según estos filósofos la guerra y la paz serían una ley natural como la simpatía y la antipatía y hasta se encontrarían en la naturaleza inanimada, donde cada cosa encuentra a su dominador.

El agua, opinan, extingue al fuego que todo lo devora, el sol absorbe el agua, y todo cuerpo celeste, incluido el sol, es oscurecido por la violencia de otro. La piedra imán, dicen, atrae al hierro, pero rechaza a su igual y ningún poder terreno consigue juntarlas. El diamante, dicen, raro gozo de un rico propietario, tampoco puede fracturarse mediante la fuerza bruta, pero en sangre de chivo salta en pedazos como el vidrio expuesto a la llama. Todo esto podrá ser exacto y no contrariar a la naturaleza, pero es prueba suficiente de que debe existir la guerra entre seres humanos. Me espanta examinar los anales del imperio que registran los nombres de los magistrados, los eclipses de sol y de luna y otros prodigios, los encarecimientos y los donativos de cereales; que citan a los más arrojados, en la batalla, pero jamás a los más amantes de la paz. Se considera el más valiente al tribuno del pueblo Lucio Sicio Dentato que combatió en ciento veinte batallas después de la expulsión de los reyes. Su orgullo eran las cuarenta y cinco cicatrices de la parte anterior de su cuerpo, pero su fama el hecho de que no presentaba ninguna en el dorso. Dentato marchó en triunfo frente a nueve generales. Marco Sergio, el bisabuelo de Catilina, perdió la mano derecha en su segunda campaña y fue herido veintitrés veces. Aníbal lo tomó prisionero dos veces y escapó otras tantas, la última después de pasar veinte meses encadenado. Siguió luchando valientemente con una mano de hierro aun cuando le mataron dos corceles, tomó Cremona, Placencia y doce campamentos galos enemigos. Si la valentía es una virtud, entonces estos dos hombres fueron los más virtuosos del imperio, pero si la valentía es sólo una manifestación de egoísmo y codicia, sus acciones serían reprochables. ¿Por cuál criterio debo decidirme?

Yo no fui un valiente, más bien un cunctator como Quinto Fabio, el dictador, pero así como a este se le otorgó más tarde el epíteto Maximus, para mí también llegó la hora en que mi vacilación fue interpretada como grandeza.

Y sí en un principio el titubeo de Quinto fue una ignominia en la guerra contra los cartagineses se trocó de improviso en virtud y Ennio elogió al irresoluto con las palabras: unus homo nobis cunctando restituit rem. Así de relativas son la valentía y la virtud.

XLV

He encomendado al esclavo encargado de traerme todas las mañanas la fuente con agua perfumada, que al despertar me diga la cantidad de días que aún me quedan de vida.

XLIV

Mandé flagelar al esclavo, pues me dijo que me quedaban sólo cuarenta y cuatro días. Me resulta insoportable empezar el día con esta expectativa.

XLIII

La experiencia más terrible de la vejez es sobrevivir a los amigos. He vivido más que Virgilio, Agripa, Mecenas y Horacio.

Me figuro ser el último árbol de un bosque condenado a la tala antes de sucumbir a la gangrena, un fósil objeto de la curiosidad y el asombro de quienes lo miran, un obstáculo en el camino de la generación venidera, un raro espécimen como los gigantes Pusio y Secundila de los jardines de Salustio o la enana Andrómeda.

Con cada amigo que te deja, muere una parte de ti: Virgilio me dio la confianza en mí mismo; Mecenas, un poco de inmortalidad, y Horacio, la alegría de vivir, pero Agripa fue mi segundo yo. Es a quien más extraño. Convivimos en el Palatino bajo un mismo techo, le entregué mi anillo de sello cuando enfermé de gravedad y no pude concluir los negocios del Estado. Sin embargo, fue él quien me precedió en abandonar este mundo. Aconteció hace veintiséis años, durante el consulado de Marco Valerio y Publio Sulpicio. Durante la retirada de Panonia le atacó una enfermedad galopante difundida entre los bárbaros de las provincias del norte y falleció. Lloré ocho días seguidos, luego le dediqué una oración fúnebre en el Foro y deposité sus cenizas en mi mausoleo.

En realidad, lo que el pueblo tanto ama en mí, Caesar Augustus Divi Filius, es la obra de Agripa. Mis victorias, mis conquistas en las provincias fueron sus triunfos; mi generosidad y mi dignidad, las suyas. Nos conocimos en los días de la pubertad, cuando en la escuela de retores practicábamos el arte de la libre plática según el modelo de los helenos, y fuimos como dos hermanos a partir de entonces. Su dureza compensaba mi blandura en los saltos, su temeridad daba alas a mi vacilación. Enumerar todas sus acciones sería como llevar leña al monte. En Filipo estuvo de mi lado y comandó la flota en Accio, en Nauloco venció a Sexto Pompeyo. Sin embargo, no sólo era hombre de librar batallas. Como praetor urbanus brindó al pueblo acueductos y baños, hizo mensurar el imperio desde Gades hasta las fronteras del reino de Partia y desde Briania a la provincia de Egipto, confeccionó itinerarios y lo registró todo en tablas accesibles a los romanos en los pórticos del Campo de Marte. En honor de los dioses erigió un templo tan alto y hermoso como el cielo, y como muestra de reconocimiento no pidió sino la siguiente inscripción en el epistio del atrio: Marcus Agripa Consul Tertium Fecit. Los romanos lo llaman Panteón porque alberga las estatuas de muchos dioses y su bóveda da la impresión de elevarse hasta el cielo. Quieren a este edificio, porque a poco de concluir su construccion fue alcanzado por un rayo, señal de contento de los dioses, pues, así lo dicen los escritos etruscos, nueve dioses del cielo arrojan sus rayos, pero es un msterio cuál de los nueve se anunció en el edificio de Agripa.

Aunque tenía mi misma edad, no pocas veces Agripa sofrenó mi temperamento; el águila venció al halcón, el discernimiento a la impetuosidad. En una ocasión me tocó juzgar a unos ladronzuelos y dominado por la ira iba a condenarlos a muerte cuando Agripa me arrojó de entre la muchedumbre, una tablilla en la cual había garrapateado las palabras: "¡Levántate, verdugo!" De este modo apaciguó mi desmedida cólera y salvó la vida de los acusados. Siempre hacía lo correcto a su debido tiempo, trocaba loas e invectivas según lo exigiera la situación y sabía dar la impresión de estar en condiciones de dominar cualquier situación. Agradezco a los dioses que no debiera marchar yo contra las tribus de los cántabros en la lejana España, cuyo salvajismo e incultura son temidos desde tiempos remotos. Después de largos años de luchas estériles los propios soldados se amotinaban y confesaban mutuamente su miedo frente a un enemigo cuyas reacciones eran impredecibles. En aquella situación, Agripa mostró puño de hierro, degradó a la Legio Augusta en pleno y de este modo obligó a los soldados a un combate victorioso. En virtud de este logro, prometí al amigo su propio triunfo, pero Agripa, con su habitual modestia, renunció.