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A menudo le pregunté si era feliz, pero jamás obtuve respuesta, salvo un encogimiento de hombros, pues mi amigo había sido un "parto difícil", uno de esos que viene al mundo con los pies hacia adelante, en lugar de hacerlo de cabeza, lo cual es contra natura y por otro lado un presagio inequívoco de gran infortunio. Cuando su vida fue segada a los cincuenta y un años, los agoreros vieron en su prematura muerte la prueba de la desgracia, pero yo dudé y aún hoy ignoro si me puedo llamar dichoso por estos veintiséis años más de vida que me fueron concedidos o si la mejor suerte le correspondió a Agripa a quien mandé llevar a la pira, con los pies hacia adelante, tal como había nacido.

¿Pero qué es la suerte en realidad? ¡Qué insensatos son los tracios, esos bárbaros dados a la bebida, que al final de cada día colocan en una urna guijarritos de distintos colores: uno blanco por la felicidad, uno negro por la desgracia. Cuando deja de existir un tracio se cuentan sus piedras y se da a conocer el color al que le correspondió la mayoría. Entonces sus deudos consideran su vida feliz o desdichada. ¡Como si una hora de dicha no pudiera hacer olvidar las cuitas de toda una vida! ¡Tracios necios! Si quisiera daros un consejo, sería este: pesar en lugar de contar. Una roca pesa más que un sinnúmero de cascajos.

XLII

Sobre mi escritorio se apilan libeli y epistulae, la tarea diaria del César. Esperan la subscriptio. ¡Cómo aborrezco estos trabajos! Cada nuevo día Tiberio trae más legajos, resultado del censo, y temo que me asfixiaré entre tantos pergaminos, los guarismos me ahogarán.

Me asalta la angustia cuando pienso en el futuro de nuestro pueblo. Roma cuenta con 800.000 habitantes y, según lo indican las listas, 200.00 son plebeyos que aguardan con sus bocazas abiertas las raciones gratuitas de granos. El número de esclavos es aun mayor, estómagos caros de los que se rodéan muchos ricos, no porque los necesiten, sino porque es un signo de bienestar poder llamar propios a cien, quinientos o mil de ellos.

Las casas, bajo cuyos techos la gente se apiña como hormigas en su hormiguero, hubieran llegado a las nubes si yo no hubiese limitado su altura mediante la ley a siete pisos. En algunas de estas insulae habitan quinientos individuos bajo un mismo techo, miserables agujeros donde la gente enferma, pero hacen ricos a los usureros. De acuerdo con el ejemplo de mi divino padre, eximí a los humiliores por ley, por una única vez del pago del alquiler por un año, pero me cuidé de no repetirlo, pues, ¿de qué vale la simpatía de la gente inferior, cuando al mismo tiempo nos atraemos el odio de quienes tienen voz en el Estado? Muchos nombres importantes como Cicerón y Mecenas debieron su riqueza a la especulación con tierras y viviendas, aun cuando esto no se conoce, pues los propietarios de Roma alquilan sus insulae a locatarios de oficio, quienes a su vez encargan a subinquilinos la recaudación de los ignominiosos alquileres. Las construcciones de madera de delgados tabiques, son habitadas en catastrófica promiscuidad y en Roma no pasa un día en el que no se incendie una insulae o se derrumbe como el tallo de un cereal bajo el peso de la espiga. ¿Júpiter, en qué terminará esto? Y con todo la expansión de Roma es menos que la de aquella Cartago que antes de su destrucción alojaba a 300.000 individuos, o la de Siracusa o Babilonia dentro de cuyos muros vivieron alguna vez 400.000 habitantes.

Mientras los ricos se ceban con su riqueza y sus fortunas crecen sin que ellos necesiten mover un dedo, la pobreza consume a los plebeyos. Si sopla el frío aquilón se congelan porque carecen de ropas, pero aquellos que pueden comprar túnicas más abrigadas no las necesitan, pues cierran con vidrio las ventanas de sus casas e impiden de este modo la entrada de corrientes de aire. Estas diferencias atizan la envidia y el odio y, sin embargo, día a día miles de plebeyos pujan por llegar a Roma y reclamar el derecho conquistado durante la guerra civil de ser mantenidos y entretenidos a costa del Estado: panem et circenses.

En general, predomina la opinión de que mejor es ser un romano pobre que un rico habitante de provincia. Esto suena a disparate y por otro lado tiene lógica, puesto que el plebeyo romano tiene más derechos que un terrateniente provinciano. Roma no es sólo la capital del imperio, Roma es el imperio, una isla en el mar de la codicia provinciana, y, no obstante, son las provincias las que mantienen con vida a esta ciudad que librada a sus propios recursos hubiera sido incapaz de subsistir desde hace mucho. Mi propósito era crear una nueva aristocracia imperial mediante la acogida en el Senado de distinguidos provincianos, consciente de que esta atraería muchos enemigos en Roma. Yo creía que de este modo lograba acrecentar la importancia de las provincias y confiaba que los senadores de afuera representarían en sus comarcas la causa de Roma, pero muchos de ellos, seducidos por el brillo exterior de esta ciudad, se trasladaron a la capital con un numeroso séquito de adeptos. Yo mismo soy el culpable de este fenómeno, pues de una ciudad de barro y madera hice una ciudad de mármol.

Para contrarrestar la carencia de viviendas, mandé construir suburbios y dividí a Roma en catorce regiones, a saber:

1 – Porta Capena

2 – Caelomontium

3 – Isis y Serapis

4 – Templum Pacis

5 – Esquiliae

6 – Alta Semita

7 – Via Lata

8 – Forum

9 – Circus Flaminius

10 – Palatino

11 – Circus Maximus

12 – Piscina pública

13 – Aventino

14 – Trans Tiberim

Roma es un eterno inflarse y reventar. Las calles y los caminos se han vuelto tan estrechos entre los desfiladeros de casas que los habitantes de los pisos superiores pueden estrecharse las manós. Más de una vez me animó el deseo de prender fuego a los barrios más bajos de la ciudad y reconstruirlos según una concepción más moderna. Hace ocho años, durante el consulado de Marco Emilio Lépido y Lucio Arruncio, estallaron incendios en varios distritos de la ciudad. No quiero nombrar a los incendiarios, pero no puedo ocultar mi desilusión, porque las llamas fueron extinguidas al día siguiente. A regañadientes, y debido a la presión pública, hube de aprobar la creación de un cuerpo de bomberos integrado por 7.000 hombres, y estos 7.000 servidores vigilan que ningún edificio se convierta en pasto de las llamas. Temo que Roma jamás cambiará su fisonomía.

XLI

El resultado del censo me llena de orgullo.

Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, domino el mundo. Mando sobre 54 millones de individuos, de los cuales ni la décima parte posee la ciudadanía romana. Tiberio ha contado 4.233.000 ciudadanos romanos. Los judíos suman cuatro millones, los habitantes de las provincias galas siete millones y sólo en Egipto se han registrado ocho millones.