En Samosata, la provincia de Siria borbotea cieno ardiente en un pantano llamado Malta, y todo aquel que entra en contacto con la sangre negra de la tierra queda envuelto en llamas corno una tea. Lúculo y sus soldados conocieron esta brea cuando sitiaron Samosata: soldados y armas ardían en llamas y ni el agua era capaz de extinguirlos, sino sólo la arena y la tierra. En otros lugares, la brea recibe el nombre de nafta. Una vez encendida se consume sin detenerse ante nada que se ponga en contacto con ella y hasta las piedras que generalmente no alimentan el fuego, empiezan a arder contra natura. Medea, la hija de Aetes, rey de Cólquida, experta en cuestiones de magia, debió matar de esta manera a Creusa, hija de Creón, su rival en el amor de Jasón, arrojándola a las llamas del holocausto después de mojarla en nafta.
Si aquí arden los pantanos, en otras partes las montañas vomitan fuego, las montañas de Hefaisto, las chimeneas candentes del dios cojo: el Etna en la isla de Sicilia, el monte Cinmera en Licia y el Cofanto en Bactriana, más aún, islas enteras están en llamas como Hiera Hefaiston en las islas de Eolia, que durante la guerra de los aliados amenazó quemarse como un leño ardiente, hasta que víctimas propiciatorias del Senado extinguieron el fuego terráqueo. Los antiguos informan que en una ocasión ardió la superficie del lago Trasimeno, lo cual sería particularmente asombroso, pues desde entonces jamás se observó un fenómeno similar.
¡Qué multiplicidad de portentos! Si bien los dioses buscaron a menudo su salvación en cavernas y montañas o en las hendiduras de las rocas, acecha en algunas mortal infortunio. Las grutas de Caronte, el botero desdentado que boga sobre el Aqueronte, están diseminadas por todo el imperio como una peste maloliente. De cuevas con corriente de aire emanan vapores letales. A apenas dos días de travesía, en Sinuesa y Puteoli salen del interior de la tierra vapores capaces de adormecer y matar. En el país de los hirpinos, en el valle de Amsanctus, rodeado de sombríos árboles y entre escarpadas paredes rocosas, hay un lugar del terrible Plutón que ningún curioso abandona con vida, porque las emanaciones tóxicas nublan sus sentidos y lo matan. Encontramos un fenómeno similar en la Hierápolis frigia, cerca de la frontera con Caria, donde se levanta el templo dedicado a Cibeles, la Magna Mater. Si un profano penetra en el recinto sagrado sufre un desmayo paralizante y una atormentadora agonía. Los sacerdotes de Cibeles no entran en el templo sin rezar devotas oraciones y de este modo escapan al mortal hálito.
De ordinario, las islas están firmemente ligadas a la tierra por su base y su posición no varia jamás, pero en las provincias lejanas hay islas que derivan sobre las aguas como balsas y trepidan bajo los pies como terreno cenagoso. En la provincia de Lidia se llama islas de Calamina a estas tierras flotantes que derivan al empuje de los vientos y hasta pueden ser movidas mediante varas. En la guerra contra Mitrídates fueron un refugio para muchos. Encontramos fenómenos parecidos en Ninfaion, pero también en Cécuba, Mutina y Reate. A setenta estadios de esta última localidad se encuentra Cutilia, la ciudad de aborígenes, y un lago epónimo con un bosque flotante que diariamente cambia su posición. Por el mismo fenómeno ha cobrado fama el lago Vadimonio, un ojo de agua en el sur de Etruria. En Caria, donde el meandroso río Harpaso riega la provincia de Asia, se encuentra una roca flotante que puede ser movida con un dedo y, sin embargo, esa piedra opone resistencia a cualquier fuerza.
Ningún elemento nos ofrece un enigma mayor que el agua, distinta en su especie, según su procedencia y grande e infinita como el imperio en la multitud de sus apariciones. No voy a referirme al agua que aquí es fría como el hielo y allá borbotea de la tierra, caliente como un baño de vapor. Tampoco al agua dulce que encontramos en el mar como en Gades o frente a las islas Celidónicas. Aquí hablaremos de los verdaderos enigmas del líquido elemento como la fuente de Dodona. En la provincia de Macedonia, donde Júpiter se manifiesta en el murmullo del roble sagrado, borbotea un manantial de agua fría. Si el visitante sumerge en ella una tea encendida, se apaga, por cierto, esto no es nada extraordinario, pero lo desconcertante es el fenómeno inverso, pues si te acercas a la fuente con una tea apagada, las borboteantes aguas de Júpiter la encienden. En Iliria, donde me sorprendió la noticia de la muerte de mi divino padre, tropezamos con un fenómeno similar: si los habitantes del lugar tienden ropa sobre el agujero de una fuente, esta se prende fuego espontáneamente, aunque el agua que brota de la tierra es fría y no evidencia llamas.
Son tan variados los portentos de las fuentes que el agua del río Asiaques en la región del Ponto da a la leche de las yeguas coloración negruzca. Los habitantes del Pontose nutren con esta leche negra y se distinguen de los pueblos vecinos por su longevidad. Las aguas del Linquestis, en la alta Macedonia, que fluyen hacia el Erigon, embriagan. Se las llama aguas agrias y su efecto no es sino el del vino. El agua de la fuente que se encuentra en el templo de Pater liber en la isla de Andros también sabe a vino, pero sólo una vez al año, en las nonas de Januarius, por lo que en Andros este día recibe el nombre de "regalo de dios", y no dudo de este fenómeno, aunque no lo haya comprobado personalmente, pues informó de él Muciano, cónsul por tercera vez, después de verlo con sus propios ojos. Por increible que suene, en Ilión, el río Janto tiñe de rojo a los vacunos que beben sus aguas; el río Melas de Beccia, que surge de la tierra en Orcomenos, ennegrece a las ovejas, mientras que el Cefiso, que baja por las laderas del Parnaso, las blanquea.
Nadie vaya a creer que todos estos fenómenos están limitados a las provincias lejanas y se los exagera y multiplica camino a Roma, como un rumor del suburbio Trans Tiberim que se infiltra en el Palatino, pues también en nuestra más inmediata proximidad tenemos fenómenos parecidos: en el sur de Etruria, donde el Treia desemboca en el Tíber, donde se encuentra Falero, que se alzó contra Roma después de la Primera Guerra Púnica, el agua de los ríos blanquea los vacunos.
¡Qué grandes, qué diversas, qué inquietantes y desconcertantes son las obras de la naturaleza en este Imperium Romanum! Tan infinitas como el desarrollo de sus fronteras. Del mar surgen tierras y, de repente, como si los dioses quisieran restablecer el equilibrio, las aguas se tragan islas. Por voluntad de Júpiter, Sicilia fue separada en tiempos remotos de Italia, Eubea de Beocia, Chipre del triángulo Cilicia-Siia, Besbico de Bitinia y Leucosia de la precordillera de las Sirenas en la Campania meridional. Se hundieron en el mar tierras como la isla Atíantis, llorada por Platón, y que dio su nombre al océano occidental o Acarnania en el mar Jónico, cuyos habitantes se ufanan de no salir jamás sin armas. Después de un seísmo en la bahía de Corinto, quedaron sumergidas las ciudades de Helice y Bura, y Cea, la más bella de las islas Cicladas, se hundió como una piedra en el hielo a 30.000 pasos. El Ponto se tragó a Pirra y Antisa, levantadas a orillas del mar Meótico, que por su poca profundidad podría ser más bien un charco, pero por su extensión es un mar. Y cuando no es el mar el que calma su hambre insaciable, la tierra se devora a sí misma como en Tíndaris, la más leal de todas las ciudades sicilianas, mi respetable colonia que quedó reducida a la mitad a causa de un violento deslizamiento de tierra. El propio César enfrenta desconcertado la insondable voluntad de los dioses. Tíndaris demostró a los romanos su más firme lealtad durante las Guerras Púnicas, así como durante los disturbios causados por las sublevaciones de esclavos. ¿Por qué, nos preguntamos, fue tragada de la faz de la tierra Cárice junto con el monte Cíboto, por qué Sipio, a orillas del río epónimo, en la provincia de Asia, donde los romanos vencieron al seléucida Antioco?