Выбрать главу

Los mares que rodean al imperio por todos lados reconocen en la luna a quien los gobierna, pues como el imperio tiene una interminable extensión y la acción de la luna cambia según el punto de mira del observador, los movimientos del mar parecen diferentes, múltiples y portentosos. El mar se hincha dos veces entre dos salidas de la luna y dos veces retrocede en ese mismo tiempo, al menos así sucede en suelo itálico. En otras partes sus movimientos parecen más frecuentes como frente a la isla Eubea, donde la pleamar y la bajamar alternan siete veces, y con mayor violencia, como en el norte de Britania dónde hay una diferencia de ochenta varas en las mareas.

Los dioses se muestran adversos o amistosos como las aguas en las que habitan, cordiales y bien intencionados respecto de los hombres como Neptuno-Poseidón, a quien se le han erigido dos templos en Roma, o repulsivos como Forquis, el padre de Escila a quien Ulises debió sacrificar seis de sus compañeros, sabios como Proteo el pastor de los habitantes del mar, o terribles como Tritón, el demonio marino con cuerpo de pez. La luna purifica constantemente las aguas marinas y amontona en Mesina todas las inmundicias. A este fenómeno se debe la leyenda, según la cual tendrían allí sus establos los vacunos del sol. Otros, y entre ellos nada menos que Aristóteles, afirman que la gente se muere durante la marea baja, jamás durante la pleamar. En la provincia gala esta aseveración fue observada y ratificada en su exactitud.

Se dice que la luna trae en sí el hálito de la vida y los cuerpos se hinchan al aumentar la luz, lo cual fue observado en las ostras y otros animales sin sangre. De este modo, se dice, (yo no puedo comprobarlo) también se multiplica la sangre del ser humano al crecer la luna y la misma potencia hace aumentar la savia de plantas y hierbas. Data de tiempos muy remotos la controversia acerca de si la luna debe considerarse un cuerpo terrestre, como lo aseguraron Anaxágoras y Demócrito, o si su composición es diferente y extraña, una opinión avalada por los estoicos, Platón y Heráclito. Pero griegos y romanos comparten la idea de que por sus cualidades de nutriente, creciente y clemente, la luna es un astro femenino, mientras el sol, con su calor abrasador debe considerarse su contraparte masculina. Si el sol encuentra su alimento en el mar, la luna succiona su humedad de las aguas dulces de la tierra.

El imperio es tan inmenso que el viento huracanado que se levanta con devastadora fuerza en sus límites, alcanza el centro como una débil brisa, agotado por la larga travesía por tierra y por mar. El imperio es tan dilatado, que las temidas tempestades de las provincias no son conocidas ni de nombre en Roma, porque jamás soplan fuera de una zona determinada. Por esta razón, tampoco se conocen en las provincias los vientos del suelo itálico. El tiempo en el que – como dice Homero – sólo habría habido cuatro vientos, ha quedado muy atrás, y Eolo, que en una ocasión tuvo prisioneros a los vientos en una isla flotante, cuenta hoy cien hijos e hijas y resulta difícil citarlos a todos por sus nombres: Volturno, Fénix y Ostra o, en la lengua de los griegos Euro, Euronoto y Noto, Africo llamado Libs por los griegos, Libonoto o como se llamen. En las provincias se conocen en general los etesios, vientos fuertes, aun cuando aquí y allá braman con diferente violencia y en diferentes direcciones. Nosotros, los romanos, miramos hacia el sur, de donde vienen a mediados de julio y duran cuarenta días; en España y en Asia soplan del este; en la provincia Aquea, del nordeste. En tanto los etesios no dejan de soplar, los griegos se abstienen de realizar cualquier expedición de guerra al norte, pues sus artes navales son modestas y sus marinos no están en condiciones de gobernar sus veleros contra el viento.

Es tan inmenso el imperio que se desconocen las fuentes de los ríos que atraviesan la tierra en todas direcciones. Al menos, en lo que atañe a los ríos más grandes. Mientras unos dicen que el Nilo tiene su origen en el oeste de la provincia de África, otros aseguran que la interminable corriente arrastra sus aguas desde la India. Y el propio Petronio, prefecto de Egipto a principios de mi gobierno, no pudo desentrañar el misterio, pero reconoció el error de Herodoto que fijaba la fuente entre las rocas Crofi y Mofi. En cambio, mercenarios romanos descubrieren la fuente del Danubio, recorrido en canoas por tracios y panonios al norte de los Alpes, y desde hace poco conocemos también su desembocadura de siete brazos: Así como el Danubio, al que los griegos llamaban Istros, delimita el Imperio Romano por el norte, el Eufrates y el Tigris forman el límite natural hacia el este. La navegación por estos ríos gemelos es tan variable como sus respectivos cursos que se aproximan hasta medio día de viaje el uno al otro, luego vuelven a separarse (uno va al sur y el otro al este). Río abajo, el caudaloso Tigris arrastra balsas de madera, pero río arriba no se puede navegar, porque los escollos y los remolinos destrozarían cualquier embarcación. El Eufrates es distinto, separa Cilicia de Armenia y es recorrido por embarcaciones confeccionadas con madera de sauce y cueros. La forma de estas se asemeja más a un escudo que a una barca, y en cada una los navegantes llevan consigo un burro o más en las de mayor tamaño. Llegados a destino, los escudos flotantes son desguazados, se vende la madera, se arrollan los cueros y los navegantes se confían a sus jumentos. Luego remontan el río por tierra hasta el punto de partida de su viaje.

El Pado es compartido por la Galia Cisalpina y la Galia transpadana. Este río nace en Liguria y alrededor de la ascensión de los Canes es cuando tiene mayor caudal. En esta época se sale de madre a menudo y busca nuevos cauces. A fin de poder llegar por la vía navegable a Padua y Ravena mandé construir un canal que uniera los dos brazos de la desembocadura del Pado, y le puse mi nombre.

Tan variados y múltiples como los portentos de los mares en mi imperio, son los milagros de sus ríos: algunos se secan después de un tramo de un día y vuelven a aparecer en otro lugar como el Tigris de la Mesopotamia, el Lico en la provincia de Asia y el Erasino en Argolia. Otros se niegan a mezclar su agua dulce con el agua salada como el Alfeo, rico en caudal en el Peloponeso, que fluye de mala gana al fondo del mar y emerge como fuente en el norte de Sicilia con el nombre de Aretusa. ¿De qué otra manera se explicaría que objetos arrojados al río en la provincia aquea vuelvan a flotar en las costas sicilianas? Este fenómeno dio origen a la leyenda según la cual el dios fluvial Alfeo, enamorado de la ninfa Aretusa, la siguió hasta el fondo del mar para emerger en la fuente siciliana unido a ella. También existe una secreta unión entre la fuente de Esculapio en Atenas y la de Falero, pues lo que se sumerge en aquella, lo lanza esta a la superficie.

¡Cuán numerosos son los portentos de la naturaleza en este Imperium Romanum! Si no me doliera tanto el dedo de la salud de mi diestra, si no me lagrimearan mis fatigados ojos, no acabaría jamás de enumerar tan prodigiosas cosas. Yo, Caesar Divi Filius, mando sobre el imperio, pero sobre la vida mandan los dioses.

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, temo por mi vida. Adonde vaya, me siento perseguido. Roma está llena de rumores. Se habla de un complot contra el Divino. Ciertas personas parecen dudar de los presagios que conceden al César sólo treinta y ocho días más. ¿O su muerte se retrasa demasiado para ellas? Llamala atención que yo, Polibio, sea el único que visite al César cotidianamente, y en el palacio se preguntan por cierto cuál es el motivo. Augusto no dicta cartas, pues está demasiado ocupado consigo mismo. Y Livia o Tiberio o Musa, o los tres mancomunados, retienen todo escrito que le es enviado. No tengo sino un deseo: ¡no quisiera morir tan solo como César Augusto!