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Ahora los romanos exigen a las provincias tributos en oro y no sé cómo impedirlo. Durante siglos se pagó en plata, hasta la vencida Cartago hubo de pagar en plata un total de 400.000 kilos, a razón de 8.000 por año, durante 50 años. De este modo fuimos vencedores por voluntad de los dioses. Pero ahora que egipcios y asiáticos, bitinios e hispanos habrán de liquidar en oro sus impuestos, temo por la perduración de nuestro pueblo. Los romanos no descansarán hasta que la Vía Apia que conduce a sus sepulcros sea pavimentada con adoquines de oro.

¡Oro! No comprendo semejante delirio ni la devoción que se le tiene al oscuro metal. La plata es más clara, parecida a la luz del día y en la batalla su brillo llega más lejos que el del oro, y, no obstante, es menos costosa para los hombres. ¡Por Hércules, ¿a quién le corresponde la fama de haber acuñado las primeras monedas de oro? Me averguenzo por cada Aureus, aunque lleve mi efigie. Imprimid un cerdo o un gallo, como era costumbre bajo el rey Servio Tulio, en los comienzos de Roma, para indicar el equivalente de un animal inferior (pecus) de donde el dinero obtuvo su nombre. ¡Por Júpiter! ¿Por qué ha de ser la cabeza del César, mi cabeza calva, huesuda, angulosa y macilenta, de ojos invisibles de tan hundidos y una boca que se reduce a una raya? Imprimid en vuestro dinero a Jano bifronte y evitadme este engaño, pues el dinero no es sino eso. Ciertamente, antes de la Primera Guerra Púnica (en aquel entonces eran cónsules Quinto Oguinio y Cayo Fabio) cuando empezaron a circular las primeras monedas de plata (corría el año 484 ab urbe condita estas tenían el valor inscrito, fueran de bronce o de plata, pero luego vino la guerra, el Estado ya no estuvo en condiciones de satisfacer los altos costos, y aquellos a quienes se confió el Estado por un año, estafaron al pueblo en favor del Estado, como si el pueblo estuviera para servirlo y no a la inversa. Se acuñaron monedas por la sexta parte de su peso y la diferencia se utilizó para saldar las deudas. ¡Por Mercurio, el divino bribón, nada ha cambiado desde entonces en el procedimiento! El dinero es un fraude y el fraude siempre impone nuevas injusticias. ¿Podemos condenar a Septumuleio porque virtió plomo derretido en la boca de la cabeza cercenada de Cayo Sempronio Graco, antes de llevársela al monedero Lucio Opimio? Por la cabeza del Graco debía pagarse al portador su peso en oro. Hoy en día, el dinero no difiere en nada: una cabeza en apariencia valiosa, lastrada con plomo. Por esta razón, los romanos desprecian el dinero y por la misma razón adoran al oro como a un ser divino.

Las prostitutas se pavonean por las calles con sus zapatos de oro, cuyas suelas van dejando sus nombres impresos en el polvo. ¿Habría de llamárselas felices por esto? Los heliogábalos cubren sus manjares con oro en láminas y dan a las viandas asadas un precioso aspecto, pero la marrana no deja de ser marrana aunque la envuelvan en oro, y lo mismo rige para los senadores y sus matronas, ávidas de ostentación. Usan atavíos confeccionados con telas entretejidas con hilos de oro y a algunos les cuesta cargar su peso. Ya no les basta la oria púrpura, exigen que sea de oro. ¡Por cierto, una edad de oro!

En los años que vendrán, si los hay, la gente hablará del delirio del oro de nuestro siglo, una época en que se tributaba al Aureus la veneración debida a un dios. Entretanto, los dioses pusieron un límite natural a la ostentación pública, al hacer del cro el más pesado de todos los metales. La ley sólo permite a los senadores y hombres de abolengo usar anillos de oro en el dedo vecino al meñique y esto desde los días de nuestros antepasados. Así lo atestiguan las estatuas de Numa Pompiio y Servio Tulio. Nuestros mayores llevaban el anillo en el dedo contiguo al pulgar, llamado dedo de la salud según la costumbre romana, y, cuando era joven, el anillo se llevaba en el dedo meñique.

En Galia y en Britania, donde todo es diferente y contra natura, nuestros soldados observaron que la gente llevaba el anillo en el dedo mayor y trajeron la mala costumbre a Roma. Fazit: hoy en día se encuentra en el Foro a hombres absolutamente honorables que llevan anillos en los diez dedos para demostrar su bienestar y buena suerte que los dioses hacen prosperar, como si Fortuna fuese factible de ser comprada.

Herodoto nos ha dejado un elocuente ejemplo para demostrar que un anillo de oro de ninguna manera significa la felicidad, sino sólo el destino que los dioses han reconocido a cada cual. Herodoto nos cuenta de Polícrates, hijo de Ayaques, tirano de Samos y muchas islas y ciudades costeras del Asia Menor, y famoso además en Jonia y toda Grecia, porque todo cuanto tocaba se resolvía felizmente. El rey Amasis de Egipto, a quien le unía una estrecha amistad, previno a Polícrates de la envidia de los dioses y aconsejó al tirano apaciguar a los inmortales (de acuerdo con la costumbre de los antepasados, es decir, desprendiéndose de su bien más preciado y cuya pérdida le significara el mayor dolor. El objeto debía arrojarse tan lejos que no pudiera caer en manos de ningún mortal).

Polícrates meditó, reconoció la bondad del consejo de su amigo, y entre sus joyas escogió un anillo de oro, de magnifico brillo, que llevaba engastada una esmeralda. La sortija era obra del samio Teodoro, hijo de Teleles. Decidido a ofrendar esa joya a los dioses, el afortunado tirano se hizo llevar mar adentro en una nave impulsada por cincuenta remeros, se quitó del dedo el precioso anillo y lo arrojó a las aguas. De regreso a su palacio, Polícrates se sintió muy desdichado, pero seguro de haber satisfecho a los dioses.

No había pasado aún una semana, cuando un pescador le llevó un pescado de descomunal tamaño, una presa como jamás había logrado quitar al mar ni que le causara mayor orgullo, digna del rey y su corte. El tirano agradecido invitó a su mesa al pescador. Cuando los cocineros evisceraron al enorme pescado descubrieron en su estómago el anillo de su señor. Todos los amigos de Polícrates se apartaron entonces de él, pues arguyeron que tanta suerte en un individuo durante toda su vida causaba miedo e inquietud. De hecho, al enfrentarse a sus últimos días, es más digno de encomio un mendigo sano que un rey enfermo.

El más afortunado de los tiranos sufrió la torturante muerte de un león en el circo y la muerte indigna de un esclavo numidio porque con la ayuda del oro pensó acrecentar su fortuna. Oroites, un sátrapa persa que odiaba al tirano de Samos, prometió a Polícrates la mitad de sus tesoros en oro a cambio de su protección contra el soberano persa. Si le enviaba a su hombre más leal, le mostraría sus tesoros. Meandro, el escriba del rey de Samos partió a toda prisa rumbo a Sardes para inspeccionar las riquezas del postulante, que al final no eran tantas, por lo que el astuto sátrapa mandó llenar de piedras ocho arcas y diseminó sobre ellas todo su oro. Eso fue lo que captó el escriba con ojos codiciosos e informó a su señor sobre lo visto. El oro llevó a Polícrates al país asiático a pesar de las palabras de advertencia de su hija, inspiradas por una tétrica visión onírica: el tirano volaba por los aires cual un ave, y era bañado por Zeus y ungido por Helio.

Apenas el dichoso samio pisó suelo asiático, los esbirros del persa lo atravesaron con sus lanzas y colgaron su cadáver en maderos cruzados. Así se cumplió el sueño de la hija: al caer la lluvia el rey muerto fue bañado por Zeus y al salir el sol brotó sudor de su cuerpo. Esta es la felicidad que recibe el nombre de oro.