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Obligado por Druso a retirarse con su pueblo del río Meno hacia el este, Maroboduo, rey de los marcomanos, reunió allí a una serie de tribus germánicas con las que formó un ejército de setenta mil hombres y cuatro mil jinetes. Signado por la senectud y la enfermedad como un lobo de pelo gris, insté a Tiberio a anticiparse a un ataque de Maroboduo, pero durante las operaciones mi hijastro se enteró de la insurrección de los panonios, dio media vuelta y mandó sus doce legiones al sur a aquella provincia conquistada apenas unos pocos años antes. El marcomano no aprovechó la favorable situación militar y selló la paz con nosotros. Agradecido guardo hasta hoy el recuerdo de este arreglo. Maroboduo, el germano, es un amigo de los romanos. Hasta rehusó marchar contra nosotros cuando el querusco Arminio le exigió su colaboración.

Este Arminio es un ejemplo alarmante de cómo los germanos sacaron poco a poco provecho del arte bélico de los romanos. Tiberio lo había traído a Roma cuando contaba nueve años, e, impresionado por su peculiar astucia, lo hizo adiestrar según las costumbres romanas. Cuando el advenedizo cumplió los veintiún años lo elevó al rango de tribuno y le encomendó la conducción de las tropas de apoyo germánicas. No se percató que un germano no deja de serlo en lo íntimo de su ser, así como un romano sigue siendo romano aun en circunstancias como las que beneficiaron a Arminio, a quien se concedió la ciudadanía romana. Cuando Quintilio Varo, el gobernador de la provincia de Germania, introdujo el derecho romano en la tierra de los bárbaros e impuso a las tribus germanas los tributos de rigor, Arminio se pasó al bando de nuestro enemigo, de cuyo seno había salido, y buscó el apoyo de los demás príncipes tribales.

El plan que Arminio puso en escena contra nosotros fue genial y digno de un general romano. Antes de mostrarse como enemigo, el querusco tramó insurrecciones entre las tribus bárbaras establecidas en la frontera oriental, pero Varo se figuró marchar hacia una zona amiga. Al principio, los conjurados lo escoltaron, pero a mitad de camino se retiraron so pretexto de reunirse con los contingentes aliados. En realidad, las tropas ya estaban preparadas con intenciones hostiles.

Un soldado romano nada teme tanto como los bosques de Germania. Ni las arenas del desierto de Cartago, ni los abismos de Creta, ni los pantanos del Nilo o las encrespadas olas entre Escila y Caribdis infunden semejante pavor al miles como la tenebrosa espesura en esta tierra de bárbaros, abandonada de la mano de los dioses. Para colmo de infortunio al tórrido verano siguió la repentina irrupción del otoño. Densa niebla envolvió los bosques, el territorio era azotado por tempestades y lluvias, y los legionarios romanos a duras penas lograban mantenerse en pie en ese terreno barroso, cubierto por una inextricable red de raíces. La tormenta arrancaba de cuajo nudosos árboles frondosos y quebraba ramas que sepultaban bajo su peso a los cumplidores soldados.

El temporal bramaba desde hacia cuatro días en los bosques de Germania, cuando se supo para desaliento general que las tribus bárbaras, bajo la conducción del querusco Arminio, tenían rodeados a los romanos con sus armas en alto, pero los soldados tenían sus miembros entumecidos por el frío y ninguno atinó a usar sus flechas y sus lanzas arrojadizas. Tampoco pudieron protegerse con sus escudos, porque la lluvia los había inutilizado. El agua absorbida por los cueros había duplicado su peso. En su desesperación, los romanos quemaron sus carros para que el enemigo no pudiera emplearlos en su beneficio si caían en sus manos, como era de esperar.

Los germanos, familiarizados con las condiciones meteorológicas y el terreno rico en emboscadas, empujaron al ejército romano hasta concentrarlo en los bosques. Privadas de toda orientación que tal vez les hubiera posibilitado una vía de evasión, tanto la caballería como la infantería fueron masacradas como esclavos Áfricanos.

Quintilio Varo fue el primero en advertir que los romanos habían perdido la batalla, y sin titubear se arrojó sobre su espada. Los oficiales siguieron su ejemplo y los últimos soldados que aún combatían, se lanzaron a ciegas contra las armas de los germanos al enterarse de la suerte de sus superiores, puesto que la idea de huir era inconcebible. Ese cuarto día anterior a los idus de setiembre, bajo el consulado de Quinto Sulpicio Camerio y Cayo Popeo Sabino perdí hasta el último hombre de tres legiones. ¡Oh, Varo, Varo, devuélveme mis legiones!

Fieles a su carácter salvaje y sanguinario estos bárbaros dieron vueltas con el cadáver de Quintilio Varo, Arminio le cortó la cabeza y se la mandó al rey de los marcomanos para que, a la vista del cruento trofeo, Maroboduo accediera a marchar con él contra Moguntiaco, donde estaba acuartelado el ejército romano del Rin. El odio de los queruscos contra el cuartel de Moguntiaco se debía a que Druso había emprendido todas sus campañas contra los germanos desde aquel lugar. Maroboduo se negó. Creo que los dioses de Roma lo inclinaron por esa decisión, pues la caída de la provincia pendía en aquellos momentos de hilos de seda, pero Júpiter fue más fuerte que el belicoso Odín del que se dice que es el más astuto de los dioses germanos, y pasa sumido en cavilaciones desde la mañana hasta bien entrada la noche.

A este cavilador se le atribuye la invención de las runas (así se llama a los ininteligibles caracteres gráficos de los germanos), como también la de la ciencia, la literatura y la predicción. Elevado fue el precio que Odín pagó por su sabiduría. Por un trago de la fuente del gigante Mimar adquirió el conocimiento supremo pero hubo de dejar un ojo. Si bien la media visión era para él un impedimento, supo hallar sustitutos en toda clase de animales maravillosos como Hugin y Munin, dos cuervos que le traían noticias de toda la redondez de la tierra, y Esleipnir, un caballo negro de ocho patas, daba al ase (así llaman estos bárbaros a sus dioses) la mayor velocidad entre todos.

Odín tiene predilección por sembrar la discordia entre los hombres, y la guerra es su ocupación preferida. Esto explicaría la belicosidad de los germanos. Además, aseguran que sabe encontrar acceso a las quinientas cuarenta puertas de Hades, que deja su vida en el campo de batalla usando las armas.

Esta hostilidad entre los hombres no se detiene siquiera frente al propio cargamento ni la propia familia.En la tribu querusca Segestes se levantó contra el victorioso Arminio y le puso cadenas, pero más tarde también él las cargó. La enemistad de los dos queruscos se fundaba en causas privadas. Segestes es padre de un varón y una mujer, y estos, contrariamente a su padre, son hostiles a los romanos: Segismundo, educado por Segestes en la piadosa fe de los romanos y consagrado sacerdote en el altar de los ubios, rasgó su banda de sacerdote después de la derrota romana y se unió a los rebeldes; por su parte, Tusnelda, prometida por su padre a un hombre probo, se dejó seducir por Arminio y desde ese día comparte su lecho de buen grado. Pero Segestes es para nosotros un fiel amigo. Júpiter lo asista.

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, leo con sentimientos encontrados lo que el César piensa sobre el pueblo germano. Mis antepasados fueron germanos. Yo soy un liberto y por ende un romano, peró los libertos somos romanos de segunda clase y, sin lugar a duda, la sangre que corre por mis venas es de origen germánico. Jamás he visto esas tierras ni entiendo el lenguaje de sus habitantes y, sin embargo, el destino de ese pueblo me toca de cerca. ¿Por qué y con qué derecho los romanos tratan como a idiotas a todos los demás seres humanos que son diferentes a ellos?

XXXI

Me preocupa el futuro del imperio en sus fronteras septentrionales, pues los germanos no constituyen un enemigo que se pueda vencer, son un pueblo de muchos enemigos y hoy maquinan un plan, mañana otro. Tan pronto has triunfado sobre uno, surge un nuevo enemigo y los romanos nos enfrentamos a ellos como Hércules a la hidra de Lerna, ese monstruo de nueve cabezas que el gigante destrozaba inútilmente, porque cada una de ellas volvía a regenerarse inmediatamente. Para cumplir su cometido, Hércules remplazó la maza por la antorcha encendida y con ella quemó las cabezas en vía de desarrollo. En mis noches sin sueño me pregunto ¿cómo quemar a los germanos?