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¡Qué asco!

XXIX

Con el espejo en la izquierda y la pluma en la diestra estoy sentado aquí, empeñado en vano en reprimir aquellas denigrantes experiencias. ¡Si, contémplate, miserable anciano libertino! ¿Fue Pudor quien enrojeció tus ojos? ¿Fue la ira de Zeus la que surcó tu rostro con la reja del arado vengador? ¿Fue la furia de Vulcano la que dejó cráteres en tu nariz? ¡Deplorable larva! ¿Imperator Caesar Augustus Divi Filius? Irrisorio. Eres un monstruo depuesto, César, un repugnante espectro, y si tu exterior ya es bastante repelente al punto de que si fueras a pie por el Foro a la luz del día, los rapaces te seguirían bullangueros haciéndote cuernos oon los dedos como a un ilusionista venido a menos, no me atrevo siquiera a imaginar tu interior, presumiblemente carcomido por gusanos, descomponiéndose en fétida putrefacción.

Podrás echarte al coleto tanto rojo de Retia como puedas, mejor dicho, como tu estómago esté en condiciones de retener, pero no te cambiará, sólo lo hará con tu mirada. Lo horroroso de la vida es la verdad de cuyo camino siempre te apartaste. ¡Mírala a los ojos, mírate a los ojos! ¿No es excesivo tu respeto por la muerte, comparado con el escaso respeto que tuviste por la vida? Si al final conservas una sonrisa, tu vida habrá sido una ganancia. Sólo entonces.

Intenta, pues, sonreír.

Primer intento: una mueca, no una sonrisa.

Segundo intento: un mostrar los dientes.

Tercer intento: risa sardónica. ¡Júpiter! ¿Es tan difícil sonreír?

Cuarto intento: cloqueo.

Quinto intento: risa ahogada.

¡Oh, Júpiter! tú que pusiste a mis pies un imperio que abarca desde las nacientes del Eufrates hasta las Columnas de Hércules, regálame una sonrisa!

XXVIII

En busca de una sonrisa. Embriaguez. Decía Sófocles que beber obligado no es mejor que estar forzado a pasar sed.

XXVII

Esta noche, el sueño estuvo ausente. Apenas hube terminado de escribir mis pensamientos, me retiré a mi cubiculum para entregarme al descanso y confié la luz de mis ojos a Hipnos, el amigo de Apolo y de las musas. De pronto, me sobresaltó un fragor que hizo trepidar los muros del palacio. La tierra pareció temblar. Llamé a la guardia para averiguar acerca de lo sucedido, pero los pretorianos que se presentaron en ese mismo momento en las puertas, no me contestaron y me interceptaron el paso con sus lanzas cruzadas.

– ¿Quién os dio la orden de tratarme de este modo, a mí, el César – increpé a los yelmos rojos. Tampoco obtuve respuesta-. ¿No fui yo quién os recompensó con tierras al finalizar vuestro servicio? ¿Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius? -tuve la impresión de hablar con un muro. Los pretorianos, la cabeza en alto, miraban sin yerme, a través de mí, ignorando mi presencia. Empecé de nuevo-. ¿Quién, hijos de perra, está detrás de esta conspiración? ¿Livia? ¿O es Tiberio quien ha metido sus dedos en el juego? ¡Por Marte! ¿Quién?

Silencio.

– ¡No osaréis levantar la mano contra el Padre de la Patria! -grité a los insubordinados-. ¡No, contra un anciano escogido por los dioses! – hice el intento de abrirme paso entre los guardias, inútilmente-. Con suave presión, como si tuvieran órdenes de no causarme daño, me empujaron de nuevo dentro del aposento. Desesperado, presa de ira impotente, me dejé caer sobre el lecho y lloré. Así pasé la noche.

Por la mañana se presentó Livia y le expuse mis quejas por el trato recibido de los pretorianos. Pregunté quién les había dado esas directivas.

Nadie había encomendado a los pretorianos impedirme la salida de mis aposentos, ni ella, Livia, ni Tiberio, su hijo y mi hijastro. Si los guardias hablan asumido esa actitud debía ser consecuencia de su preocupación por mi seguridad. Reinaba en Roma gran intranquilidad, y el deber de los pretorianos era proteger la vida del César.

Después de estas explicaciones, Livia me notificó que la víspera se había desplomado el águila dorada que ostentaba la entrada al palacio, símbolo sagrado del Imperio Romano y de su emperador, y se habla hecho añicos sobre las piedras del pavimento. ¡Qué los dioses nos protejan!

XXVI

Cuanto más cavilo sobre lo acontecido la víspera, (el sueño me es tan lejano como la juventud y la salud), más me preocupa el Imperio Romano. ¿O me tortura la preocupación por mí, por los últimos días de vida que me quedan? Lo cierto es que mi corazón corre como un jinete asiático, me brota sudor en la nuca que siento fría y viscosa, estar solo me hace estremecer, y me invade la angustia de un criminal sentenciado. El supplicium ultimum se acerca más y más con cada día, con cada noche que queda atrás, y el diario que comencé en condiciones absolutamente distintas, es en estos momentos el único esparcimiento de un César, al cual nadie presta oídos ya, porque cada cual cree conocer el número de días que aún le quedan y al sucesor, que, transcurrido el inexorable plazo, ocupará su lugar. Me siento apartado, inservible como una fuente cascada que cumple mal los servicios, debe ceder su lugar a otra nueva y espera el momento en que irá a parar al montículo de desechos.

Cuanto más pienso en lo acontecido la víspera, mejor comprendo que los romanos padecen más durante la paz que durante la guerra. Es verdad que en tiempos de las guerras civiles el pueblo estaba dividido en diversas facciones, pero los ciudadanos se sentían satisfechos de poder imponer sus metas. Ahora, en cambio, unificados bajo un principado, los romanos están sometidos al mal de una larga paz, y la unidad los fastidia más que cualquier arma. Creo que el futuro del imperio depende de que los romanos logren superar en sus mentes la barbarie de las guerras fratricidas. Pues antes de que el primer miles pise el campo de batalla, las guerras ya han sido preparadas en la mente de los hombres. Por esta razón son en primerisimo lugar una cuestión de cabeza, y solo en segundo, cosa de los puños.

Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más necesario se me antoja dejar asentados mis pensamientos por escrito, pues nada es más efímero que una idea que no ha sido volcada a un pergamino. No todos son Sócrates, que se negó a escribir y, no obstante, sus pensamientos no cayeron en el olvido, porque pronunció cada uno de ellos a viva voz y entre sus discípulos encontró diligentes ayudantes que retuvieron sus palabras en el papel. Lo admito, tomé la resolución tarde y bajo la presión de esos cien días, pero quien vive al día, librado a sus apetitos, cumple día a día el objetivo de su vida, y la muerte jamás lo sorprende a deshora, pero para quien como yo se preocupa por la posteridad y quiere conservar su obra para el bien de ella, la muerte siempre es inoportuna, pues interrumpe algo que se ha comenzado. No soy un Herodoto que toma la pluma para que no caiga en el olvido por el paso del tiempo lo que realizaran griegos y bárbaros y a menudo quedó sin nombrarse, y lo que Cicerón tradujo con las palabras: “Nescire quid ante quam natus sis acciderit, id est semper esse puerum”; no soy un Tucídides, a quien le interesó saber porque atenienses y espartanos lucharon por la hegemonía; Livio es también superior a mis líneas, porque en sus libros devolvió a los romanos lo que perdieron en agotadoras luchas: la historia de su pasado. No obstante, les llevo una ventaja a los grandes historiadores: la experiencia politica y militar. Lo que digo a continuación no es un reproche: Tucídides es el único historiador que probó sus fuerzas como general. El resultado es sobradamente conocido: le valió veinte años de ostracismo y, sin embargo, nadie explicó mejor que él los acontecimientos políticos en base al carácter de los gobernantes. ¿Pero quién da prueba fehaciente que Tucídides interpretó correctamente a los personajes y de este modo las causas que motivaron sus actos? Por esta razón atribuyo tanta importancia a mis fatigosos apuntes.