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Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más claro se me aparece el destino de Herodes, el rey de los judíos, que no era judío, pero gobernó a ese pueblo durante cuarenta años. Bajo el consulado de Cayo Calvisio Sabino y Lucio Pasieno Rufo, cuando Herodes frisaba por los setenta, sucedió que enemigos del Estado arrojaron al suelo el águila romana entronizada sobre la entrada al recinto del templo de Jerusalén. La caída del águila, símbolo del domino romano, que quedó hecha añicos, y la política herodiana, provocó la insurrección del pueblo y el fin de su reinado. Y como los signos se repiten, no dudo ya en mi cercano fin.

Herodes se contaba entre las figuras más versátiles que he conocido en mi vida. Digo esto, aun cuando ostentó por treinta y siete años el título honorífico rex socius et amicus populi Romani, aun cuando nos legó a mí y a Livia 1.500 talentos (suma que hice llegar a sus deudos), aun cuando por épocas le tuve gran afecto, y aun cuando construyó en la costa fenicia un puerto que lleva mi nombre: Cesarea. El rey de los judíos siempre tuvo la astucia de sentarse sobre el caballo adecuado, sólo su pueblo pudo haber tenido dificultades para adaptarse a la conversión. Los oportunistas se dan en todas partes.

Los judíos nos profesan profundo odio desde que nos apoderamos de su territorio. Herodes debía ser un pequeñuelo cuando esto sucedió, hijo del idumeo Antipatro y una árabe con dos brasas por ojos, famosa en su tierra por su belleza. De su padre heredó la ciudadanía romana, sin saber de qué lado debía ponerse en aquellos tiempos confusos de la guerra civil. Antípatro estaba aún del lado de los asesinos del César; Herodes, en cambio, se volcó primeramente hacia Marco Antonio, pero pronto reconoció al verdadero triunfador y se pasó a mi bando. Esto sucedió en una época difícil. Jamás olvidé esta acción y fui un gran patrocinador de su carrera. A una edad a la cual a un romano le está vedado el Senado, (ni que decir del cargo de cónsul), ya investía el puesto de gobernador de Galilea y, a instancias mías, el Senado lo impuso como rey de los judíos.

¡Qué sencillo parece a medio siglo de ocurridos los acontecimientos, por Júpiter! En realidad, a Herodes le esperaba en aquel entonces una situación nada envidiable: después de invadir la provincia de Siria, los partos hicieron rey al macabeo Antígono, de modo que en su trono se sentó otro soberano. Sin embargo, con dinero y argumentos prudentes supo conseguir un ejército de mercenarios y en esto lo benefició que los partos hubieran saqueado la ciudad a su entrada a Jerusalén, mientras Antigono observaba los excesos sin hacer nada por impedirlos. Herodes incursionó tres años por el territorio para reconquistar el reino que le había sido adjudicado, pero encontró en Antígono un adversario casi invencible, y cuando llegó el momento de tomar Jerusalén, Sosio, el gobernador de Siria, acudió en su ayuda con once legiones. Al cabo de un sitio de cincuenta y cinco días la capital cayó en sus manos.

A fin de congraciarse con los jerosolimitanos Herodes prometió compensar a cada uno de nuestros legionarios que renunciara a saquear a la ciudad y a sus habitantes con bienes por igual valor. Con este proceder creyó ganar amigos entre los judíos, pero su intervención no surtió efecto, porque en razón de no ser hijo de madre judía seguía siendo por ley un extraño en su propia tierra. Y sus promesas lo llevaron al borde de la ruina financiera. Antígono fue capturado por los romanos y ejecutado.

Los judíos son un pueblo peculiar. Mil años de fatalidad les han trastornado la cabeza. No dejan de hablar del fin de los tiempos, niegan la supervivencia del alma después de la muerte, como lo enseñan los filósofos griegos y, asimismo, el fatal destino de la existencia humana. Como los polluelos que buscan el calor de la clueca, se aglomeran en sus templos y prohíben con la espada la entrada a ellos de todo infiel, como si fueran a llevarse consigo los misterios del espiritú.

Aunque su templo es más grande que cualquier templo de Roma, se honra en él a un solo dios, del cual afirman que es el único y verdadero. Este híbrido es de su propiedad y por eso los aborrezco. Pues silos egipcios adoran a deidades representadas por hipopótamos preñados y mujeres con cabeza de gato, ninguno de sus sacerdotes calvos osa negar a los dioses romanos.

Hoy me arrepiento de haberles dejado a los judíos su dios. Creía que un solo dios era impotente contra el panteón romano, pero me equivoqué. Un pueblo que adora a un solo dios, queda más a merced de él que un pueblo politeísta. Nosotros ofrecemos sacrificios a dioses de los cuales no conocemos siquiera su prosapia como Pales, el dios de las dehesas, en cuyo honor celebramos en aprilis las Palias con hogueras de rastrojos y pasteles de mijo. Veneramos a Cardea, la diosa de los goznes de las puertas, y a Abundancia, y en todo el imperio no se les ha erigido un templo. Si anunciara su fin como corresponde al Pontifex maximus, ningún romano levantaría la voz, pero si un extraño posara el pie en el umbral del templo de los judíos, desprovisto de estatuas donde veneran a su único dios, todos los judíos se alzarían como un solo hombre.

Esto causa risa, pues en silos judíos están desavenidos y cada uno es enemigo de su vecino. Aquellos que se asemejan a nuestra nobleza, los que invisten cargos del Estados, son los saduceos. Aceptaron a Herodes y la supremacía romana y su fe es conservadora como la del Senado romano. Estos saduceos que ponen en duda la supervivencia del alma, son enemigos de los fariseos. Aquellos judíos que en su mayoría pertenecen a la capa media del pueblo son afectos a las innovaciones religiosas y, asimismo, bien dispuestos para los compromisos politicos. Se llama esenios a aquellos ascetas que se retiran al desierto para orar, y zelotes a los radicales desposeídos. A estos es a quienes considero los más peligrosos, porque sus actos son regidos por fantasías y raros engendros de su cerebro.

Lo peor no es que alguien cualquiera les haya dicho en algún momento que vendría un profeta para liberarlos de todos sus enemigos e instaurar un imperio judío de paz y justicia, lo malo es que creen en ello firmemente, lo malo es que no reconocen a ese hombre en mí, Caesar Augustus Divi Filius, quien les ha traído la paz bajo Herodes y establecido los límites de un reino que en tiempos de su rey no era mucho más grande.

En todo el Imperio Romano se levantan sectarios y falsos profetas seducidos por los zelotes y anuncian la venida de un salvador del mundo. ¿Qué esperan aún? Yo, Caesar Augustus Divi Filius ¿no he traído la paz a los hombres? ¿No me ha ensalzado Virgilio como salvador del mundo en su Georgica? ¿Qué más pretendéis, hombres desmedidos?

A la muerte de Herodes, los judíos le imputaron cualquier cantidad de infamias, porque estaba en contra de las masas y me alababa como salvador y redentor, como al mesías cuya venida anunciaban los profetas desde tiempos remotos. De mortuis nil nisi bene. Sin embargo, apenas los restos de Herodes fueron inhumados en su Herodeion, los judíos dijeron que el año de su muerte el rey había mandado matar a todos los recién nacidos porque los astrólogos de la Mesopotamia habían pronosticado el nacimiento de un Mesías y un cometa les había señalado el camino para llegar a él. ¡Como si un lactante pudiera disputarle el trono a un septuagenario!

Pero así como el pueblo carece de unidad entre sí, las familias tampoco viven en concordia. Los judíos no conocen el respeto por los ancianos y la ley del matrimonio es para ellos más un mal que un deber. Herodes decía poseer diez esposas, lo cual le hubiera significado el destierro en Roma, y, según creo, otros tantos hijos, todos enemistados entre si y con su padre. En la disputa por la herencia del provecto soberano hubo tanta violencia que durante el consulado de Marco Valerio y Publio Sulpicio Quimo, Herodes huyó a Aquilea donde me encontraba en ese momento.