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La niña tenía quince años, demasiados para mí. Por esta razón hice acostar en mi lecho a Claudia, la hijita de Publio Claudio, de sólo diez años. Por la favorable pelvis de Venus, también ella me fue impuesta. Antonio me colgó al cuello a la tímida pequeñuela. Por su casamiento con Fulvia, se había convertido en su padrastro y creía que de este modo robustecería nuestro pacto, el triunvirato con Lapido. Me falla la memoria y el suceso sigue siendo tan enigmático como el dicho de las sibilas. Al despertar del sueño de la reconciliación me encontré desposado con una criatura. Si la de quince me había causado serias dificultades, el encuentro con la de diez me provocó tal aversión que ni siquiera toqué el vello de su gruta de Venus, aun cuando todas las noches me la ofrecía impelida por Fulvia, su madre.

Mucho más me hubiera gustado hacer con ella, lo que en virtud del compromiso me imponían practicar con su hija, pues Fulvia era una mujer experimentada, a quien tres connubios y cinco hijos le habían dado el aspecto de la diosa Vesta, la guardiana del fuego del hogar, y su cabello se parecía al de mi madre Atia. Fulvia, a cuyo progenitor llamaban Bambalio "el tartamudo", lo cual la hizo sufrir tanto que sólo brindó sus favores a hombres del más alto rango, también quería asegurar el futuro de su hija, y todos los días, a la hora de Aurora, enviaba a un mandadero a recoger la sábana manchada. En aquellos días pensé seriamente decapitar una paloma para testimoniar la ansiada "porquería", pero cuando al cabo de una luna, Fulvia osó acercarse descaradamente a mi lecho y tuvo la insolencia de llamarme "hombre sin energía", a mí, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, la eché junto con su hija. Seguidamente les mandé el acta de divorcio y ofrecí a Juno el sacrificio de un ternero con las astas doradas.

Tú, Mecenas, fuiste un consuelo para mí, al murmurar en el foro que Claudia no era núbil aún y por esa razón no había sido tocada por mí. Naturalia non sunt turpia. Lo hiciste cubriéndote la boca con la mano, con la certeza de que al día siguiente el rumor circularía por toda Roma. Y como prueba, por así decir, me arrastraste por los lupanares vecinos al circo, me procuraste mujeres de Meroe, cuyo pecho no se distingue del del * lactante, en tanto nadie entiende sus cantos lujuriosos. Invitaste a mis cenas a efebos coronados de hiedra, bellos como el Apolo de la isla. ¡Qué canto estridente arrancaba tu oro de sus gargantas cuando imitaban a Baco euius, el estático! ¡Qué risas cristalinas al remedar a Baco Iyaeus, el que nos libra de preocupaciones!

Esa noche creíste trastornarme, viejo rufián. Mandaste a los depilados muchachos jónicos ungir los pies de los comensales y enlazar ramas verdes en torno a sus pantorrillas mientras recitaban obscenos versos picarescos (doy gracias a los dioses que Virgilio no estuviera presente). ¡Viejo pederasta! Quisiste hacerme creer entonces que todos los grandes habían mantenido jovenzuelos para sus horas solitarias: el intachable Arístides, el temerario Alejandro, el sagaz Aristóteles, el sabio Platón y aun los mismos trágicos Sófocles y Esquilo. Zeus amó al bello Ganímedes, Apolo a Jacinto, Poseidón a Pelopo y Hefaisto a Peleo. Me turbé y me alejé asqueado cuando tres mancebos se hicieron el amor sobre una piel de oveja, incitados por un procaz griterío.

Y mientras en un rincón apartado, asido a una copa de rojo falernés lloraba a mi madre Atia, sentí el cuerpo de una mujer que se estrechaba contra mi dorso. La dejé hacer, más aún, respondí a la suave presión sin averiguar quién era la causante… tan bien me sentí en ese instante. Tampoco reconocí la voz que me preguntó burlona si no me complacían los bellos efebos. "No, en tanto haya mujeres como tú" le contesté y me volví. Y entonces el agradable contacto se interrumpió tan abruptamente que de buena gana me hubiera apresurado volver la espalda a la desconocida

La mujer se sobresaltó. – ¿No eres tú Cayo César? -inquirió e intentó alejarse. No se lo permití, le pregunté su nombre y supe entonces que se llamaba Escribonia. Era la hermana de Lucio Escribonio Libón y estaba casada con un individuo de nombre Cornelio Escipión, del que no vale la pena hablar. ¿Qué os diré? Al cabo de un mes estábamos casados.

Aunque de noble origen, Escribonia era una prostituta. Todas las mujeres son prostitutas. Una vez cruzado el límite de la virginidad (y en Roma es casi imposible encontrar una mujer que no lo haya hecho), obran contra la ley y la moral a plena conciencia. Esto es precisamente lo que les depara mayor placer: el encanto de lo prohibido, lo censurable, lo que no se debe hacer. Sólo por esto las matronas se entregan a sus esclavos, sólo por esto buscan a los mejores amigos de sus maridos, sólo por esto las honorables romanas se disfrazan para vender sus favores en los lupanares del circo y más de uno se habría enredado con su propia mujer, oculta tras una brillante máscara de seda.

Las mujeres y el vino tienen mucho en común: jóvenes y burbujeantes siempre son bienvenidas y las dejamos sin que nos quede una impresión. El vino y las mujeres requieren de una determinada edad para ofrecerte el máximo goce, llamémoslo madurez. ¡Pero cuidado! Así como el vino alcanza una edad en que su sabor no mejora ya, por el contrario, empeora de año en año, las mujeres también superan el cenit rápidamente. Si pienso en Escribonia, esto sucedió de un día al otro, después de consumada nuestra boda. El matrimonio significa la muerte de toda pasión. Todo lo que hacía Escribonia, lo hacía con la cabeza, no con el corazón. Si se casó conmigo, fue con el propósito de incrementar su prestigio y su riqueza. Cuando dormía conmigo, me conminaba a engendrarle un hijo varón y previo el acto bebía una infusión de arsenogonon, cuyas semillas en forma de testículos se asemejan a las del olivo y se les atribuye la virtud de engendrar varones. Si este recurso conocido en todo el mundo hubiera mostrado el efecto prometido, me hubiera ahorrado muchos problemas. Pero no fue así…

Debo interrumpir aquí, pues escucho a Livia. Ella no debe ser testigo de mis pensamientos.

XCVII

Alrededor de la tercera hora de la madrugada desperté empapado en sudor como una cebolla en jugo y tuve miedo. ¡Es tan difícil familiarizarse con la idea de que la muerte no puede habérselas con uno! Pero entonces me asaltó de repente la idea (ya amanecía) de que sólo el necio prefiere una comida más larga, a la breve y mejor preparada. ¿No estuvieron siempre ricamente tendidas mis mesas? ¡Lo estuvieron, por Júpiter! Y es una necedad preferir la vida larga a la grata. ¿La vida?

¿Qué es en definitiva? ¡La vida! Salir del vientre materno, ser amamantado por sus pechos, lanzado a un mundo desconocido, buscar sostén en todo y en todos. Tendrás suerte si hay buena gente que te señala el camino de tu evolución. Maestros y filósofos te enseñarán y tú comprenderás. El fin de la enseñanza es la adaptación y la abnegación, los dioses se ríen de estos tormentos. Y antes de que te percates las olas te arrastran al río de la vida, obedeciendo a las riberas, señalándote de manera inalienable la dirección, y todos tus esfuerzos se reducen a permanecer a flote. El río se convierte en torrente y el torrente se vuelca en el océano eterno. Cuando lo alcanzas por fin, cubierto de magulladuras, y hallas tiempo para percatarte de ello, buscas respuesta a la pregunta: por qué haber nadado con tanto vigor por tu vida, evitando con postrer esfuerzo los escollos y los remansos devoradores, cuando el mar te exige todas tus fuerzas para mantenerte a flote y tu fuerza es limitada respecto de la succión del oscuro cocitus. No lo niego, esta noche sentí la succión de las aguas de Estigia.

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* La cacofonía existe en la edición impresa [Nota del escaneador]