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Venía en compañía de dos de sus hijos, Alejandro y Aristóbulo, quienes, según declaró, atentaban contra su vida para apoderarse de la corona. Yo, Caesar Augustus Divi Filius, debí oficiar de mediador entre dos generaciones. En consecuencia, amonesté a los hijos por sus negros pensamientos y desear la muerte a su progenitor, y, por otro lado, también censuré al padre por recelar de sus propios vástagos. Mis palabras surtieron efecto y ambas partes se confundieron en un estrecho abrazo de reconciliación mientras derramaban ardientes lágrimas.

En agradecimiento, el rey judío donó a los romanos trescientos talentos para los juegos circenses. A Herodes le gustaban los ludi, y por aquellos días los eleos proyectaban suspender sus juegos, celebrados desde tiempos muy remotos, y despedir a los helanodices. El monarca no vaciló ni un instante, ofreció ayuda personalmente y donó una gran cantidad de oro que posibilitó mantener la continuidad de los juegos hasta el día de hoy.

Cuando fue inaugurada la ciudad portuaria de Cesarea con la debida pompa, el rey organizó juegos griegos: juegos de competencia deportiva y certámenes de músicos, además de juegos romanos que comprendían carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con fieras. Corrió entonces el rumor de que yo, el César de Roma, había pagado la descomunal competencia para que fuese digna de un acontecimiento romano. ¡Tan poca fe merecía la generosidad de Herodes! Dejé que la gente pensara lo que le viniera en gana, pues no necesitaba avergonzarme.

Así era Herodes, el rey de los judíos, que no era judío. Desde su lecho de muerte llegó a juzgar todavía a aquellos insensatos que habían derribado el águila imperial romana a la entrada del templo.

Y aun cuando sentía próximo el fin de sus días, exigió la pena de muerte para aquellos delincuentes judíos y los mandó quemar vivos. Su muerte causó poco dolor, y apenas sus despojos fueron depositados en el sepulcro, sus hijos Arquelao, Antipa y Salomé se marcharon a Roma por distintos caminos, para impugnar ante mí el testamento de su padre. Como si eso no bastara, comparecieron ante mí al mismo tiempo cincuenta judíos para solicitar su liberación del dominio de los reyes. La desunión de este pueblo me indujo a tomar una resolución que todavía se mantiene vigente en nuestros días: di por concluido el reinado. Hoy ya los judíos no tienen reyes.

¿Pero qué sucederá mañana?

XXV

En lo que respecta a un dios de los judíos al que llaman Jahvé, me resulta difícil reconocerlo. Medito si el politeísmo es un síntoma de degeneración o si la fe en un solo dios representa una evolución tardía del politeísmo. Mi modesto intelecto no ha encontrado una respuesta y, en consecuencia, para mí, Júpiter sigue siendo tan sagrado como Apolo, por quien tengo especial inclinación. Pregunté a Areo, el sabio, y este me explicó (haciendo alusión a Aristóteles, Platón y Jenófanes) que los más sabios de los griegos se hablan burlado del cielo de los dioses, como lo calificaron Homero y Hesíodo, porque ni el nacimiento y la muerte, ni el adulterio y el engaño son propios de un dios. Y Jenófanes de Colofón que negó toda certeza de saber humano, llegó a la conclusión de que sólo había un dios, distinto a todo aspecto humano, carente de miembros, pero capaz de ver, pensar y oírlo todo sin tener necesidad de moverse de un lado a otro. Nuestros dioses, dice Jenófanes, no son sino exageradas ideas de nosotros mismos. Si las vacas, los caballos o los leones tuvieran aptitudes plásticas, sus dioses se verían como vacas, caballos o leones.

¡Qué terrible fascinación emana de esta idea! Si Jenófanes estuviera en lo cierto, nuestros dioses no nos hubieran enseñado la moral, sino que la habrían aprendido de los hombres. ¡Júpiter, qué idea sacrílega! Por momentos pienso como un griego y esto es útil para la filosofía, pero para la religión es una profanación, pues la filosofía es la enemiga de los dioses.

Los griegos, que deben ser llamados padres de la filosofía, carecen de palabras para denominar a la religión, hablan de eusebeia, de piedad, lo que según las palabras del estoico, significa justicia para con los dioses. ¿Pero qué es la justicia para con los dioses? ¿No es esa justicia que el hombre exige para sus congéneres? ¿No son los dioses de Homero un retrato de la sociedad humana? Lo único que les es ajeno son la senectud y la muerte, pero por lo demás sufren como nosotros, se tornan somnolientos y ceden a la fatiga y el hambre y la lujuria no les son menos extrañas que al hombre, de modo que, de acuerdo con la teoría griega, se podrían extraer dos conclusiones: o bien los hombres son dioses o los dioses no son sino seres humanos.

En su búsqueda de lo divino Aristóteles se valió de la geometría. Dijo que una recta de origen A y extremo final B es imperfecta en todo sentido, en tanto la misma línea curvada en una circunferencia es la suprema perfección, es la divinidad por ser infinita, o sea no tiene principio ni fin. Una bella parábola, pero no me satisface. Quiero decir, investigar la naturaleza de los dioses no es asunto de la geometría, porque en su calidad de absoluto los dioses, si es que existen, se sustraen al recurso de los números y las líneas. Además, con la ayuda de la circunferencia se puede probar todo y nada, como nos lo mostró Platón, quien la empleó para ejemplificar las cosas más diversas. Si les tomo a mal algo a los helenos es esto, que sólo admitan motivos razonables, como si fuese posible acceder a los dioses de esta manera. Creo que con lo divino sucede como con el amor: lo sientes y no puedes sustraerte a él, pero se mantiene invisible y por encima de toda comprobación. No quiero divagar.

En la búsqueda de un solo dios, leí los escritos del estoico Zenón, quien afirma que solo hay una única divinidad, el logos universal. Sin embargo, dice el filósofo de Citión, este logos se muestra por todas partes, en el cosmos como en el hombre que no representa sino una imagen del cosmos. Más aún, Zenón considera a los rutilantes astros del cielo puro fuego del logos, de modo que yo me pregunto ¿qué no es divino, por Júpiter, en este mundo? En cambio, a través de maestros samios, aprendí de Pitágoras, (posible creador de la palabra philosophos, lo cual es difícil probar porque rehusó dejar asentada su doctrina por escrito para evitar que su saber fuera transmitido a profanos) que el hombre de ninguna manera es semejante al dios y dios es el modelo del hombre. Sócrates, de humilde origen y, no obstante, una de las mentes más inteligentes de la humanidad, fue condenado por envilecer a los dioses, sin embargo, es erróneo creerlo ateo. Grávido de su propio conocimiento, Sócrates desdeñó al Olimpo de los griegos con blasfemo escarnio, en favor de una única divinidad, cuyo nombre jamás mencionó y su teoría ganó numerosos adeptos. Hasta sus propios jueces disintieron: doscientos ochenta lo declararon culpable, doscientos veintiuno lo exoneraron de toda culpa, y yo pienso ¿cuál habría sido mi sentencia?

Sé que la sola idea es sacrilega para un Pontifex Maximus y jamás la he traducido en palabras, ni siquiera ante mis pocos amigos, pero frente a mi cercano fin ¿he de mentirme y callar que el politeísmo me repugna en muchos sentidos? En el Foro, tropezamos por doquier con ídolos de oro, cuyos nombres han caldo en el olvido hace mucho. Nombradme el significado de Vacuna, Rumina y Lara, a las que Roma ha consagrado fastuosos templos e imágenes de bronce, aun cuando, en su tiempo, Numa Pompilio prohibió la erección de estatuas a los dioses. Se me ocurre que es solo cuestión de tiempo y todos se extinguirán para dejar lugar a un único dios. Solo un único dios es todopoderoso, solo uno es el origen de todo ser. Los romanos lo llamamos Júpiter, los griegos le pusieron por nombre Zeus, y otros le adjudicarán otra denominación. Sólo me pregunto por qué los griegos, de quienes proviene todo lo ordenado, claro, explicito con la constancia de una fuente borboteante, no nos han dado a los que vivimos hoy una respuesta a esta apremiante cuestión: ¿por qué ninguno de los grandes filósofos fue más allá de los bellos principios del espíritu y del alma, para explicamos el de dios, en tanto trataron de probar con Acribia que la flecha disparada descansa, o sea, que no se mueve como cabría suponer (¡sabéis, en qué pienso!). No es el error en silo que me mueve (la vida es error, el saber es muerte) sino la idea de haber adorado ídolos toda una vida y haber sido negligente en la veneración del verdadero dios.