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¿Júpiter, que otra cosa podía hacer más que estudiar a los viejos filósofos? Si la fe descansa en un compromiso que tomamos con nosotros mismos, he obrado correctamente ante mi conciencia, porque serví a los dioses de mis antepasados como al país que me fue legado por mi divino padre, pero si la fe es un bien al cual se requiere conquistar y formar según la propia inventiva, entonces me equivoqué, porque di más crédito a los primeros que a mi conciencia. Quizá la fe sea siempre una empresa arriesgada, es ciega y no puede demostrar buenos motivos, pues la seguridad objetiva y la fe auténtica se excluyen. El que sabe, no necesita creer.

En este sentido soy un vir vere Romanus y no me distingo de un romano común, que, en su incertidumbre acerca de lo divino, está dispuesto a servir a todos los dioses, con la esperanza de que entre ellos estará el correcto, más aún, erige santuarios al dios desconocido por temor a haberse olvidado de alguno. Pero el espíritu de la época que personifica el romano culto, anda a la búsqueda de ese solo dios y estoy seguro que muchas deidades a quienes se ofrecieron sacrificios para saciar su sed de sangre, perderán prestigio y con los años caerán en el olvido, y está bien que así sea, pues un dios que cae en el olvido no es taclass="underline" no es sino la deificación de los atributos de un dios omnipotente que hoy es estimado y mañana será desdeñado. Dicho con franqueza, creo que nuestro panteón, apretada colección de dioses romanos, consiste en esta deificación de atributos divinos y se remonta al único omnipotente Zeus-Júpiter.

¿Pero qué hicimos nosotros de este dios? Le conferimos facciones humanas, el aspecto, los sentimientos y pensamientos de un hombre, ni siquiera inteligente. Y si temo algo de los judíos antes quienes ningún romano debe temer, es su fe que desarma, que de acuerdo con la ley prohíbe la representación de su todopoderoso y la concepción de toda leyenda que no esté inscrita en el libro de sus libros. No, no es a los judíos a quienes debemos temer, sino a su dios, porque ejerce poder no compartido.

Para no dar origen a una opinión equivocada: estoy orgulloso de ser romano desde que tengo uso de razón, pero precisamente porque amo a Roma, al Imperio Romano, me está permitido volcar en palabras críticas y reparos en relación con los dioses. Según parece, somos incapaces de formar nuestros propios dioses, deidades más afines a nuestra idiosincrasia que los fantásticos, poéticos y mitológicos dioses de Grecia. Pero tal vez haya sido la admiración de nuestros antepasados hacia los escultores griegos que crearon obras de arte de sorprendente fidelidad con el ser vivo, ante quienes vale la pena doblar la rodilla, mientras los romanos adoraban a Júpiter en un guijarro y a Marte en una jabalina, ningún viviente representó a Zeus tan poderoso y vital como lo hizo Fidias de Atenas, si bien en lugar de piel y huesos, empleó oro y marfil. Jamás la diosa del amor fue esculpida con formas tan graciosas y dignas de veneración como las que talló el cincel de Praxiteles sobre mármol de Paros. Sin embargo, ¿fue ese un motivo para adoptar como nuestros a los dioses de los griegos?

Dado que estos dioses nos han sido destinados y detrás de uno seguramente se esconde el caudal primordial de la conciencia humana, la afluencia de deidades extranjeras me colma de preocupación. La ingenua devoción de los romanos acoge a cualquier deidad ajena, siempre que sea bastante exótica y extravagante. Desde que mi divino padre se trajo a rastras a Roma a la prostituta egipcia, desde que fue permitido a los rapados sacerdotes de Cleopatra mostrar en Roma las inmorales imágenes de sus dioses, ya no se pudo desterrar de las cabezas de los romanos la diosa Isis. Las paredes de las casas están embadurnadas con su símbolo, un trono. Sé de reuniones secretas de sus discípulos en oscuros lugares, donde los hombres farfullan en su honor oraciones incomprensible y antes de ser iniciados en sus misterios meten las manos desnudas en cestas repletas de serpientes y escorpiones ponzoñosos. Solo quien sobrevive a este procedimiento es bienvenido a la diosa, según la ley secreta de sus adeptos.

Del este ha venido Mitra, cuyos discípulos ostentan un gallo como símbolo de su adicción. Propagan la lucha por el bien y antes de ser invitados al santo banquete con el dios de la luz (se sirve en él agua, pan y vino) deben recorrer siete peldaños de servidumbre, como corax, nymphus, miles, leo, persa, heliodromus y pater, lo cual simbolizaría la ascensión del hombre a través de las esferas planetarias. Estas extrañas torturas que no entiendo y me repugnan como la carne que los britanos ablandan bajo sus monturas, prometen la resurrección después de la muerte. Esto me resulta tan difícil de entender como el tribunal de los muertos que decide sobre la vida eterna. Los discípulos de Mitra no tienen sus santuarios en templos, sino preferentemente en cavernas rocosas, porque el dios de los misterios, según afirman, surgió de una roca. Para conmemorar este nacimiento los discípulos de Mitra celebran una fiesta orgiástica hacia fin de año y, según he oído decir, colocan en la cueva a un recién nacido y lo adoran. ¿Qué es lo mejor de esta fe?

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, empiezo a dudar si este diario secreto del divino César está destinado a la posteridad, si Augusto quiere verdaderamente que alguien llegue a leer una sola de sus líneas, si el Divino no escribe sus pensamientos solo porque nada proporciona más claridad que el proceso de escribir. Pues lo que el Pontifex Maximus ha confiado al pergamino en los últimos días, no solo pone en duda a los dioses romanos, sino que da preferencia a otros dioses extranjeros, en particular a un dios único de nombre desconocido. El sacrilegio no es la expresión adecuada para este proceso, pues el César no es un romano cualquiera, tampoco “sólo” un conductor del Estado, Augusto es Pontifex Maximus y esto supone que es el personaje más importante de la religión oficial de los romanos. Si en su calidad de César dijera que un faraón egipcio gobernaría mejor sobre el Imperio Romano, el escándalo sería el mismo. Mi religiosidad personal consiste en creer que unos dioses dictaron el borrador de este universo, pero hasta ahora su dictado no ha sido suscrito.

XXLV

La nuestra es una época de misterios y requiere tolerancia, pues lo que para unos es una vaca que suministra manteca, para otros es una deidad celestial. Todas las religiones son buenas en tanto hacen de nosotros hombres buenos… Esto se aplica también a los misterios. El origen de los misterios es el deseo. Si el hombre no tuviera deseos secretos no habría misterios.

Todo esto se enmascara con lo inexplorado y las enseñanzas secretas, y no entraré en más detalles sobre el particular, puesto que yo mismo me cuento entre los iniciados a dichos misterios, a quienes está vedado, so pena de muerte, hablar de lo que se desarrolla en el santuario.

Cuando a edad temprana viajé a Grecia para estudiar a los grandes filósofos, conocí al hierofante del Templo de Eleusis, que es así como se le dice al supremo sacerdote del santuario, y le confesé que en mi búsqueda de la verdad y de la claridad había elegido el camino de la Hélade. Entonces, el hierofante, cuyo nombre debo mantener en secreto, me explicó que no encontraría la verdad en el Agora, ni en la Academia, pues la verdad de los filósofos no era sino una lucha por la verdad. La verdad no requiere de muchas palabras, necesita silencio. Sólo éste conduce al conocimiento. ¡Júpiter, sus palabras me fascinaron! Pedí, pues, al anciano que me informara sobre su doctrina. El hierofante puso un dedo sobre sus labios. Lo miré desconcertado. Finalmente, me contestó: – ¡Ven el día catorce del mes de Boedromion y observa!