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Los griegos dan el nombre Boedromion al mes de setiembre, y, aunque en Roma me aguardaban asuntos apremiantes, esperé con paciencia el día indicado por el sacerdote. En noches áticas, que sumergen al firmamento en una tenue claridad, busqué el consejo de filósofos y sacerdotes para saber cuál era el misterio que envolvía al santuario de Eleusis. Me dijeron que Deméter, la diosa de los cereales, visitó el lugar en tiempos en que Eleusis era todavía n reino de feraces llanuras en las que prosperaban los granos. Deméter había llevado consigo a su hija Perséfone, na doncella de rizos blancos y aspecto amoroso. En la ribera del río eleusino se abrió de pronto la tierra, Hades, el ios del mundo subterráneo, salió bramante de la brecha, raptó a la niña y desapareció. Desesperada, Deméter recorrió el país en busca de Perséfone, y, para no ser reconocida, adoptó la figura de una mujer jibosa. El rey Celeo que mperaba sobre Eleusis tomó a Deméter como preceptora de sus hijos. De todos ellos, Demofón, el joven sucesor al trono, fue quien se granjeó más la simpatía de la diosa, y esta decidió hacerlo inmortal, para lo cual lo exponía al fuego de noche, pero la reina la descubrió, y, pensando que la jorobada quería matar a su hijo, gritó angustiada y golpeó a la mujer. Encolerizada, la diosa interrumpió su obra, luego reveló su identidad a la pareja real y no valieron promesas ni piadosas preces para apaciguar a Deméter. En su ira exigió al rey la erección de un templo, deseo que el rey Celso satisfizo. La diosa se encerró en él, prohibió a la tierra dar frutos y los hombres tuvieron que pasar hambre.

Entonces, Zeus comprendió que era un error dejar a Perséfone en poder de Hades. Ordenó, pues, que la niña de rizos blancos volviera con su madre y que de allí en adelante pasara dos tercios del año sobre la tierra y el tercio restante en el mundo subterráneo. Con esto la ira de Deméter se aplacó, la diosa dio a la tierra nueva fecundidad y decidió abandonar el templo. Al despedirse reunió a los sacerdotes del santuario y les enseñó lo que debía hacerse para obtener una vida mejor sobre la tierra. Los sacerdotes guardaron el secreto en sus corazones, y antes de morir lo confiaron a su sucesor, pero jamás se asentó por escrito la palabra de la diosa, pues, volcada al pergamino, su significado era de difícil comprensión.

Esto es lo que aprendí de los sacerdotes y sabios hasta el comienzo de los misterios. El día señalado del mes de Boedromion, los sacerdotes del santuario fueron a Atenas para anunciar el comienzo de las celebraciones al pie de la Acrópolis. De este acontecimiento podía participar cualquier persona, siempre y cuando dominara la lengua griega y estuviera libre de sospecha de asesinato.

La gente avanzaba entre cantos y danzas por la calle sagrada rumbo a Eleusis, y yo marchaba con ellos junto al hierofante, presa de febril expectativa ante el inminente suceso que comenzarla cuando el sol se hubiera ocultado detrás de las colinas. En ese momento, portadores de antorchas llameantes separaron a los iniciados del pueblo profano, me dieron de beber, me cubrieron la cabeza con un saco, llegaron a mis oídos los gritos mortales de los animales que eran sacrificados, la noche me envolvió y me invadió un dulce arrobamiento.

Aquí quiero cumplir con el santo precepto y guardar silencio sobre todo lo demás, pues el camino para ser uno con la divinidad es agobiante y tortuoso como el regreso de Ulises, y lo que se retiene en el pensamiento es solo una parte volátil de lo visto, por así decir, lo superficial, comparable a la cáscara leñosa de la nuez. Quien no haya gustado jamás la dulzura del meollo, no puede saber que el goce se esconde detrás de la cáscara visible. Pero, calla ya César, pues el conocimiento no se debe divulgar.

XXIII

Noche a noche, día a día, la muerte se me va haciendo cada vez más familiar. Escucho muy cercanos los lúgubres cánticos. El esclavo portero, a quien pregunté de dónde venía el son órfico de los cantos, se encogió de hombros y fingió no haber escuchado nada. Miente, naturalmente, miente por indicación de Livia. No quiere alarmarme. Un César muere cantado por infinidad de voces, lo sé. De este modo, ensayan para cuando me llegue la hora. ¿Quién se muere aquí, en realidad, por Júpiter?

Me familiaricé con la muerte desde que Orfeo emergió de detrás del cortinado de mi cama. Adivinaba su presencia allí desde hacía varias noches.

– Orfeo – clamé-, divino cantor, tú conoces el reino de los difuntos mejor que las costas de la tierra, donde sólo te acontecieron cosas malas, e ignoras qué es el temor frente a Hades. Quitame el miedo si es injustificado, pero si los mortales hemos de temer al mundo subterráneo, dime la verdad.

Entonces Orfeo levantó el laúd y comenzó a modular sonidos halagadores sin formar palabras, pero la melodía de las sílabas, la queja y la risa de los sones que seducen a las aves y a los peces y hasta atraen a los árboles y a las rocas como la piedra imán, me transmitió su contenido y comprendí su respuesta.

– ¡Ven, ven conmigo y te mostraré lo que tú ansías ver! -cantó Orfeo y me extendió su mano derecha.

Vacilé un instante, dudando si mi deseo no era sacrílego, si el reino de las sombras silenciosas era realmente codiciable o más bien lo era el de los suaves céfiros, los tibios campos bañados de sol y aun de la niebla otoñal, pero las ansias de conocer lo inevitable hizo que se desvanecieran mis reparos y acepté la mano tendida. Cantó Orfeo con voz potente. Acostumbrado a derretir la nieve de las montañas, su canto convocó a los tempestuosos vientos. Con las ropas aglobadas, empezamos a elevamos, al principio lentamente, luego cada vez con mayor rapidez a través de la tierra, el agua, el aire y el fuego. Miré hacia abajo a lo largo de mi cuerpo y me asombró que esos miembros encorvados por la vejez y que a duras penas me prestaban servicio desde hacía unos cuantos años ya, se estiraran y distendieran como los músculos de acero de un gladiador, y me causó una placentera sensación deslizarme por los elementos, liviano como una pluma.

De repente, Orfeo dejó de cantar y con su voz enmudeció el fragor del fuego, el bramar de los vientos, el murmullo del agua y los ruidos de la tierra para dejar paso al silencio. Tuve miedo y apreté con más fuerza la mano de mi acompañante.

– ¡Orfeo! -grité-. ¿Orfeo, qué significa esto?

Al hablar, advertí que no tenía voz: movía los labios, mis cuerdas vocales vibraban y mis pulmones expelían aire, sentía todo esto, pero no lograba proferir un solo sonido. Lo extraño fue que, no obstante, el cantor entendió mi pregunta. También él movió los labios e interpreté su respuesta a pesar de no haber oído sus palabras.

– Esta es la quintaesencia – respondió Orfeo-, el quinto elemento que llaman éter, la sustancia primordial, ignota para el hombre, porque escapa a la comprensión de todo mortal que el pasado y el futuro son uno como la cima y el abismo, el agua y el fuego, la oscuridad y la luz.

– ¡No lo entiendo! – exclamé sin voz.

– Todavía te cuentas entre los mortales, César.

Cuando los abandones, tú también lo comprenderás.

– ¿Entonces hubo un tiempo en el que tú tampoco entendías la quintaesencia?

– Lo hubo, ciertamente – afirmó Orfeo-. Fue cuando exploré el Hades en busca de Eurídice. Débil como los mortales, obré como mortal insensato y tonto, y entonces ni el poder de mi voz fue capaz de persuadir a Hades. ¿Conoces la historia?